¡Pobres animales hambrientos!

02.09.2011 23:33

(Cuento Finlandés)Había una vez un anciano que vivía en una pequeña choza a la orilla del bosque. Era completamente feliz, excepto por un detalle. Todas las noches, una marta se metía en su gallinero y le robaba una gallina. Día tras día, nuestro amigo ponía trampas y remendaba el gallinero, pero noche tras noche regresaba la marta y se llevaba su presa.
Por fin, el hombre, fastidiado, renunció a pescar al ladrón, y trató de vivir lo mejor que pudo, hasta que, un día, murió.
Esa noche, por supuesto, se presentó la marta por la gallina de costumbre. Pero cuando vio el cadáver del hombre, chasqueó los labios, se frotó las garras, y, satisfecha, se dijo:
—Esto es un verdadero banquete, mucho `mejor que  una gallina. Me llevaré al anciano, lo pondré en mi despensa, y me lo comeré poco a poco.
Lo acomodó sobre su trineo, y empezó a arrastrarlo.
Pero pesaba mucho, y como la marta era pequeña, no avanzaba gran cosa.
En el camino, se encontró con una ardilla, y con tono amable la saludó:
— ¡Qué tal, hermana! Ayúdame por favor, y te daré un buen bocado de carne que podrás ahumar sobre el fuego.
Aceptó la ardilla, y a pesar de que los dos animales tiraban del trineo, poco era lo que adelantaban.
Un poco después, se tropezaron con una liebre. —¡Hola, hermana! —gritó la marta—. Ayúdanos a empujar el trineo y tendrás tu ración de carne.
De perlas le pareció el asunto a la liebre, y empujaron las tres con todas sus fuerzas; pero aun así, no lograban avanzar. Se alegraron cuando un zorro y un lobo
les dieron una mano. Su alegría disminuyó, sin embargo, cuando se les unió un oso, a pesar de que él solo era más fuerte que todos los demás juntos. Llevaron,
entre todos, el cuerpo del anciano hasta la madriguera de la marta, se juraron amistad eterna, y cada cual siguió su camino, hasta la hora de la cena, cuando se
volvieron a reunir. Y terminada la cena, quedó el trineo por demás ligero, pues no habían dejado ni un gramo de carne, tan hambrientos estaban.
Pero lo peor del caso fue que muy pronto volvieron a tener hambre. Se juntaron de nuevo a discutir qué sería bueno hacer, y el oso, que era el más hambriento,
quizá por ser el de mayor tamaño, propuso:
—Bien, amigos míos, sólo hay una manera de resolver el problema. Tendremos que comernos unos a otros, empezando, por supuesto, por el más pequeño.
Y al decir esto, trató de agarrar a la ardilla, que era, sin duda, la más diminuta del grupo. Pero en menos de lo que canta un gallo, estaba la ardillita en la punta de un árbol; la marta, que con la deserción de la ardilla se había convertido en la más pequeña, en un santi¬amén se metió en el hueco de una roca; y, por fin, la liebre, que era ya la pequeña, dándose cuenta de su precaria situación, demostró a todos que era digna de su nombre.
—Bien —dijo el oso—, puesto que las tres han de¬mostrado ser tan falsas amigas, temo, hermano zorro, que tú sigues en la lista.
—Lo comprendo —contestó, ladino el zorro—, pero opino que este sombrío bosque no es el lugar indicado para una comida. Vayamos a la parte alta de la mon¬taña, y, para ahorraros trabajo, subiré por mi propio pie, pues de otra manera tendríais que arrastrarme so¬bre el trineo.
Y allá se fueron, el oso encabezando el grupo, cosa que aprovechó el zorro para hablar con el lobo.
—Dime, hermano lobo, cuando tú y el oso me hayáis comido, ¿de dónde sacaréis vuestra siguiente comida?
La preguntita hecha con doble fin, dejó al hermano lobo sumamente preocupado. Pues se dio cuenta, de repente, de que una vez merendado el zorro, sería él el más pequeño del grupo.
— ¡Un momento, señor oso! —Gritó por fin—. He estado pensando las cosas, y soy de opinión que sigamos viviendo los tres; nos dedicaremos a la caza, y nos re¬partiremos las piezas.
— ¡Excelente idea! —Aplaudió el zorro—. ¡Vaya que eres listo, hermano lobo!
Y como eran dos contra uno, no le quedó al oso más que aceptar el plan, y disimular su contrariedad.
Todo resaltó bien durante los primeros días, pues la caza abundaba en el bosque. Pero llegó un momento en que se agotó, y, el zorro, temeroso de lo que pudiera suceder, huyó, abandonando al lobo y al oso.
Se dirigió entonces a un árbol de esbeltas ramas, donde una urraca había construido su nido y vigilaba una media docena de crías. El zorro se sentó bajo el árbol, y lo contempló fijamente.
Curiosa, la urraca le gritó:
— ¡Hola, señor zorro! ¿Qué es lo que tanto te llama la atención?
—Este árbol —contestó, astuto, el zorro—. Voy a tirarlo, pues necesito un par de zapatos para el invierno.
— ¡No, no! —Tembló la urraca—. ¡Por favor, escoge otro árbol, te lo suplico! Tengo mi nido aquí arriba, y mis pequeños aún no saben volar.
—No creo que haya otro que me convenga tanto —contestó el zorro—. Pero, en fin, no me gusta moles¬tar. . . Sin embargo. . . , necesito los zapatos. . . Bien, dejaré tu árbol, si me das uno de tus polluelos..
La urraca se estremeció al oír esto, pero compren¬diendo que no tenía alternativa, accedió, y el zorro, satisfecho, se fue con su cena, mientras la urraca se con¬solaba poco a poco, hasta que se convenció de que había sido verdaderamente lista.
—Ningún otro pájaro hubiera obrado con tanta cordura —se decía orgullosa—. Entregando una cría, he salvado a las demás. ¡Ah, qué inteligente soy!
Pero cambió de parecer cuando, un par de días más tarde, volvió a presentarse el zorro, fingiendo medir y sopesar el árbol y sus ramas.
— ¿Qué haces, señor zorro? —preguntó temerosa la urraca.
—Pensar en mis zapatos para la nieve —contestó. — ¡Pero me prometiste que dejarías en paz mi árbol! —lloriqueó la urraca.
—Ya sé que lo prometí —contestó el zorro—. Pero no encuentro en todo el bosque otro árbol que me sirva. -. Y necesito los zapatos... Bien, te diré lo que haremos. Me pasaré sin ellos este invierno, aunque me hacen mucha falta. Pero tendrás que pagarme mi buena acción, con. .. Otra de tus crías.
Como no había más remedio, la urraca pagó, y mientras el zorro se alejaba feliz con su cena, la pobre urraca, deshecha, suspiraba, contemplando su nido.
En eso, llegó un cuervo a saludar a su amiga.
—Te veo muy triste, vecina urraca —graznó—. ¿Qué pasa con tus dos pequeños que faltan del nido?
–Tuve que dárselos al zorro —contestó la urraca a regañadientes—. Ha estado aquí dos veces pretendiendo tirar mi árbol para hacerse unos zapatos para la nieve, y fue la única manera de quitármelo de encima.
— ¡Pero qué tontísima has sido! —Exclamó el cuervo—. El zorro te estaba engañando. No tiene hacha ni cuchillo para cortar ningún árbol. Y además, ¡no usa zapatos!
Y se alejó el cuervo, dejando a la urraca tan avergonzada, que escondió la cabeza entre las alas, y no se atrevía a levantarla. Pero cuando a la mañana siguiente se presentó nuevamente el zorro, tratando de conseguir un desayuno fácil, la urraca, furiosa, lo despachó con viento fresco.
— ¿Qué te ha hecho tan prudente? —preguntó el zorro, con una mirada oblicua.
—Mi vecino, el cuervo, me ha hecho ver tu maldad —contestó la urraca.
— ¿De veras? —preguntó astutamente el zorro, pen¬sando ya en desquitarse—. ¡Qué buen desayuno sería el cuervo!
Y se alejó a un camino alto, donde se tiró, con la cabeza echada a un lado, fingiéndose muerto. Al poco rato, pasó el cuervo, volando despacio por encima de él, y buscando, como todos, qué comer.
Descendió el cuervo y, ya se preparaba a lanzarse so¬bre el zorro, cuando éste, con un movimiento rápido, lo agarró por un ala.
—Bien, hermano zorro, me has atrapado y no tardarás en devorarme. Pero, cuando menos, hazlo con inteligencia. Arrójame desde lo alto de la montaña, para que, cuando caiga, mis plumas vuelen por el bosque, y todos se enteren que me venciste. Así les demostrarás que fuiste mucho más listo que yo.
El vanidoso zorro pareció encantado con la idea, y se dirigió a lo alto de la montaña; desde allí arrojó al cuervo, pensando bajar a toda prisa para comérselo cuando cayera. Pero el cuervo se alejó volando, riendo a más y mejor.
— ¡Ah!, señor zorro, no dudo que seas listo, pero desde luego que no lo eres tanto como yo creía. Y ahora, voy a prevenir a mis amigos del bosque, para que no se dejen engañar con tus sucias trampas.
El zorro se alejó con la cola entre las piernas, peguntándose dónde conseguiría su siguiente comida.
No había caminado mucho rato, cuando se encontró con su viejo amigo, el oso, que, con la cabeza entre las garras, se lamentaba a voz en cuello.
— ¡Amigo mío! —Exclamó el zorro—. ¿Qué te sucede?
— ¡Acaba de morir mi amada esposa! —Contestó el oso llorando—, y no puedo conseguir a nadie que llore sobre sus restos. Se lo pedí al lobo, pero se negó a gri¬tos; y la liebre también se negó, aunque eso sí, con una vocecita muy suave. ¡Y por eso me ves desesperado! ¡Era tan buena, y no encontrar quien la llore!
— ¡Querido amigo! —exclamó el zorro—. Soy precisa¬mente la persona que necesitas. Escúchame aullar. . ¡Uuuh! ¡Uuuh! ¡Uuuh! ¡La osa ha muerto! ¡La mejor de todas las osas! ¡La mejor guardiana de cuevas! ¡La mejor cocinera de panes de miel! ¡Uuuh! - ¡Uuuh! ¡Uuuh...!
—Perfecto, perfecto! —Se entusiasmó el oso—. Ven, pues; conmigo. La he puesto en la bodega. Te dejaré allí, mientras yo preparo un buen caldo como tu paga.
Encerró al zorro en la bodega, y fue a la cocina. Pero después de un rato, se extrañó al no escuchar gemido alguno, y gritó:
— ¡Hermano zorro! ¿Por qué no aúllas y lloras? ¿Qué haces?
—Termino la mejor comida de muchos años —con¬testó el zorro, que había considerado que era mucho más saludable comerse la osa muerta, que simplemente llorar sobre sus restos—. Sólo una pierna más —añadió—, y habré terminado.
Rugiendo de furia, sacó el oso el cucharón de la olla donde hervía la sopa, y se dirigió a la bodega para castigar al villano. Pero al abrir la puerta, el zorro, que lo esperaba, se le escurrió entre las piernas.
Al comprender el oso que se le escapaba, le arrojó, frenético, el cucharón, pero solamente alcanzó al zorro en la cola, quemándole la punta.
Y es por eso que todos los zorros, hasta nuestros días, tienen blanca la punta de la cola..
* Tomado del libro: “HABÍA UNA VEZ” (título original en inglés: Once Long Ago), los mejores cuentos infantiles de todo el mundo, relatados por Roger Lancelyn Green,ilustrado por Vojtech Kubasta .versión castellana de Mercedes Quijano de Mutiozábal . Publicado por Editorial Novaro-México . Primera Edición 1964