Abu Nowas y su Esposa

16.01.2011 02:22

 

(Cuento Tunecino)

Había una vez un hombre llamado Abu Nowas, favorito del sultán, a quien visitaba con frecuen­cia en su palacio de la ciudad de Túnez.

Un día, se presentó Abu Nowas en el gran salón donde descansaba el monarca y, llorando amargamente, le dijo:

—Poderosísimo señor, mi esposa ha muerto...

Todos tenemos que morir —contestó el sultán—. Y una esposa muerta no es una cosa tan terrible; te conseguiré otra fácilmente.

Y ordenó al gran visir que llamara a la sultana.

El pobre de Abu Nowas ha perdido a su esposa —dijo el soberano a la sultana, cuando esta se presentó.

¡Le conseguiremos otra! —Exclamó la sultana—. No será tarea difícil. Hay una joven entre mis doncellas que le puedo ceder.

Mandó traer a la joven, y tanto esta, como Abu Nowas, se mostraron encantados uno con otro. Celebróse la boda con gran pompa; el sultán y la sultana les hicieron valiosos regalos y la flamante pareja se instaló con toda clase de lujos y comodidades.

Fueron muy felices durante algún tiempo, pero gas­taban el dinero a manos llenas, sin detenerse a pensar en lo que harían cuando se les hubiera terminado.

Y un día, descubrieron que había desaparecido hasta el último centavo y que lo único que les quedaba, era una túnica y una sobrecama a cada uno.

¿Qué haremos? —preguntó Abu Nowas—. Si me presento ante el sultán y le pido dinero, me arrojara de su puerta. Tal vez si tú hablas con la sultana, ella quiera ayudarnos...

_Sera mejor que tú veas al sultán —opinó la esposa —. Yo no sabría ni cómo empezar, pero tú acabarás ablandándole el corazón.

—No es tan sencillo como parece —murmuró Abu Nowas—. Pero, en fin, tal vez pueda hacerlo... Si, tú quédate  aquí; le diré que has muerto y que necesito dinero para enterrarte.

Se frotó nuestro amigo pimienta en los ojos, y se pre­sentó ante el sultán bañado en lagrimas y con los ojos irritados por la pimienta.

¿Qué te sucede, Abu Nowas? —preguntó el sultán. — ¡Ah, noble señor, mi esposa ha muerto! —gimoteó Abu Nowas.

Todos tenemos que morir —respondió el sultán. —Ha muerto —repitió Abu Nowas—, y no tengo dinero para enterrarla.

—Dadle cien piezas de oro —ordenó el sultán a su gran visir.

Contó el visir las monedas, las entregó a Abu Nowas, y se alejó este, con los ojos hinchados y llorando todavía, pero con el corazón rebosándole de contento.

Al llegar a su casa, mostró el oro a su esposa y dijo:

—No está mal..., aunque temo que no nos durará mucho. Así, pues, ahora ve tú a ver a la sultana. Llora a lágrima viva: nos queda mucha pimienta aún. Dile que he muerto y que no tienes con qué enterrarme, pues antes de morir vendí todo lo que poseía y mal­gasté el dinero.

Obedeció la esposa, y cuando fue llevada ante la sul­tana, lloraba amargamente.

¿Qué te sucede? —preguntó la sultana.

—Noble señora, mi esposo, Abu Nowas, ha muerto —lloriqueó la falsa viuda—. Y no tengo dinero para en­terrarlo, pues antes de morir vendió todo lo que tenía y malgastó su fortuna.

—Toma doscientas piezas de oro —dijo la sultana—. Tanto tu esposo Abu Nowas como tú nos habéis mos­trado siempre adhesión y lealtad. Hazle un buen en­tierro, y usa el resto del dinero para lo que te haga falta.

Besó la mujer los pies de la sultana, cogió el dinero y corrió a su casa a celebrar con su marido su buena fortuna, y a pensar como gastarían el dinero.

Tenemos que estar preparados —dijo Abu Nowas, reflexionando—. Esta noche, cuando el sultán visite a la sultana, esta le va a decir: "Abu Nowas ha muerto", y el sultán contestara: "No, no es él, sino su mujer la que murió"; y enviaran un mensajero para averiguar la verdad.

Todo sucedió como lo había pensado el astuto Abu Nowas; al terminar el sultán los negocios del día, hizo su visita acostumbrada a la sultana.

¡El pobre Abu Nowas ha fallecido! —exclamó la sultana en cuanto vio entrar a su marido.

No, no es él quien ha muerto, sino su esposa —contestó con toda calma el sultán.

¡Estas equivocado! —exclamó la sultana—. No hace ni dos horas que ella vino a verme, diciendo que su esposo había dejado de existir y que como había gastado toda su fortuna, no tenia con que pagar el en­tierro.

¡Pero si el mismo Abu Nowas estuvo conmigo esta mañana! —contestó el sultán, ya no con tanta calma—. El pobre tenía los ojos hinchados de tanto llorar...

Discutieron largamente, y por fin, el sultán dijo:

—Enviare al portero a la casa de Abu Nowas, para que averigüe la verdad.

¡Oh, noble sultán! —informó el hombre a su re­greso, inclinándose profundamente ante su amo—. Cuando llegue, encontré a Abu Nowas sentado en el suelo, llorando desconsolado. Su esposa estaba tendida sobre el lecho. Levante la sobrecama para asegurarme de que efectivamente había muerto, y tú comprobé sin que me quedara duda de ningún género. Es la esposa de Abu Nowas la que murió).

¡Dice esto nada más para darte gusto, y por no contradecirte! —gritó la sultana, enfadada.

Mande) entonces esta llamar a su criado de más confianza y después de explicarle lo que sucedía, le ordenó:

—Ve a la casa de Abu Nowas, y cuando regreses, más te vale decirnos la verdad, o te arrepentirás...

Dirigióse el criado a la casa de Abu Nowas, y cuando regrese, se incline ante el sultán, y le dijo:

¡0h, noble sultán! Cuando llegué a la casa de Abu Nowas encontré a su esposa llorando amargamente, sentada en el suelo. Y sobre el lecho, yacía Abu Nowas. Levante la sobrecama para ver su rostro y, no hay duda, es él quien ha muerto.

—; ¡Pero si te digo que lo vi en este mismo palacio, hace solo unas cuantas horas! —gritó el sultán, furioso.

— ¡yo también vi a su esposa en este mismo pa­lacio, hace solo unas cuantas horas! —gritó la sultana, exasperada.

Solo quedaba una cosa por hacer, antes de que se volvieran completamente locos: id en persona a la casa de Abu Nowas y desenmarañar todo aquel enredo. Or­denó el sultán que prepararan su gran palanquín dorado, y acompañado de la sultana, se presentaron en la casa de Abu Nowas.

Al entrar, contemplaron, tendidos sobre el lecho, los cuerpos de Abu Nowas y su esposa, cubiertos con la sobrecama. Levantaron la punta, y vieron los rostros de los esposos, lívidos y afilados.

Se miraron uno a otro, estupefactos, y el sultán ex­clamó:

— ¡Daría mil piezas de oro al que pudiera explicarme la verdad!

En el acto saltó Abu Nowas, y dijo:

— ¡Dámelas, noble señor, pues yo puedo explicarte todo, y nadie las necesita tanto como nosotros!

El sultán y la sultana, inmóviles durante unos se­gundos, soltaron grandes carcajadas, pues, ¿qué otra cosa podían hacer, sino perdonar a sus servidores por la broma que les habían gastado? Les entregaron las mil piezas de oro. Abu Nowas y su esposa empezaron una nueva vida, con tan generosa ayuda.

* Tomado del libro: “HABÍA UNA VEZ” (título original en inglés: Once Long Ago), los mejores cuentos infantiles de todo el mundo, relatados por Roger Lancelyn Green,ilustrado por Vojtech Kubasta .versión castellana de Mercedes Quijano de Mutiozábal . Publicado por Editorial Novaro-México . Primera Edición 1964