El toro castaño de Norrowa

02.11.2010 01:07

 

(Cuento escocés) Hace muchos, muchos años, vivía una princesa, hija única, a cuyo bautizo acudieron las hadas, concediéndole toda clase de dones, desde la belleza, hasta el sentido común. La última de las hadas le dio, además, tres pelotas de oro, y vaticinó:

—Las necesitará, si sabe usar el don del ingenio que le he concedido, y le darán la felicidad y la fortuna.

La niña vivió durante mucho tiempo, alegre, dulce y feliz; se la veía siempre con sus tres pelotas de oro, que continuamente arrojaba al aire y recogía, sin per­mitir que tocaran la tierra. Era dichosa y sus brillantes pelotas se le parecían, pues acaparaban el más pequeño rayo de sol, haciéndolo su prisionero... Cumplió nues­tra princesa los dieciséis años, sin que nube alguna empañara su feliz existencia.

Pero, precisamente al llegar a esa edad, empezó a notar que sus padres, el rey y la reina, estaban tris­tes y preocupados, aun cuando tenían buen cuidado de no decirle nada que pudiera apenarla, ni permitían que se hablara una palabra sobre las causas de esta primera nube.

Paseaba un día la princesa por los jardines, jugando, como de costumbre, con sus pelotas de oro, cuando escuchó un llanto y encontró a una joven medio escon­dida entre los arbustos.

   ¿Por qué lloras? —preguntó la princesa, decida.

—No me atrevo a decírtelo —sollozó la doncella ­Mi padre es el jardinero del rey, y la semana próxima debería casarme con un joven y valiente pastor que me ha amado desde que éramos niños. Pero ahora…

Estalló la muchacha en lágrimas, como si tuviera el corazón destrozado, y la princesa no logró sacarle una palabra más.

Regresó, triste, al palacio, deseando hacer algo por la moza que tanto sufría. Al día siguiente, sin embargo, al brillar el sol, pareció recobrar toda su alegría y salió al jardín llevando sus pelotas de oro. Ordenó a sus doncellas que le prepararan el vestido blanco, adornado con hilos de plata; pero, confusas, le dijeron que, como el traje no había sido del gusto de la reina, había sido devuelto a la modista de palacio.

La princesa se sintió sumamente sorprendida; luego, para colmo de males, recibió del rey la orden de no abandonar su habitación en todo el día y de mantener corridas las cortinas. Estaba perpleja, pero como era dócil y obediente, no se asomó para nada a la ventana, ni siquiera cuando, cerca del mediodía, escuchó ruido de cascos de caballos y el murmullo de mucha gente que lloraba, quedamente, arremolinada en el patio del palacio. Volvió a reinar el silencio al caer la noche; y al día siguiente, todo aparecía como de costumbre, y la corte entera respiraba tranquila, como si hubiera escapado a un gran peligro.

Sin embargo, no duró mucho esta calma, pues unos días más tarde se notaba una gran agitación, y al diri­girse la princesa al jardín con sus pelotas de oro, escuchó otra vez un llanto y encontró a una jovencita escondida entre los arbustos.

¿Por qué floras? —preguntó la princesa, extrañada.

—No me atrevo a decírtelo —sollozó la moza—. Mi madre es la encargada de los gallineros de la reina, y la semana próxima debería casarme con un joven y valiente cazador que me ha amado desde que éramos niños. Pero ahora...

Estalló la joven en sollozos, como si tuviera el corazón destrozado; la princesa no logró oír una palabra más, ni de ella ni de ninguna de las personas que la rodeaban.

Al día siguiente, sin embargo, la princesita estaba de nuevo feliz; pero se sintió muy sorprendida y preocu­pada, cuando, al mandar por su nuevo traje blanco, ribeteado de oro, le contestaron que había desaparecido. Llegó después un mensaje del rey, ordenándole que pasara el día entero en su habitación y que por ningún motivo abriera las cortinas.

Esta vez, la princesa no pudo resistir la curiosidad cuando escuchó gritos y lloros en el patio del palacio; y asomándose por entre las cortinas, contempló una extrañísima escena: en ambos lados del patio, había una fila de soldados; en las escaleras que conducían al palacio, lloraban el rey y la reina; y, frente a ellos, alza­ba el testuz un enorme toro. Era de un obscuro color castaño y escarbaba la tierra, impaciente; pero lo más extraordinario de todo, era que sobre el lomo del ani­mal se sentaba una joven que parecía ser la princesa misma y hasta llevaba su desaparecido vestido blanco; el rostro de la doncella, sin embargo, aparecía cubierto por un tupido velo.

De pronto, el toro dio la vuelta y salió violenta­mente del patio, mientras la joven se asía con desesperación a sus cuernos. Gritaron todos los que presenciaban la escena, pero la princesita no hubiera podido decir si fue un grito de alegría, o de temor...

Se retiró entonces de la ventana y se sentó pensando en lo que había visto.

Tres días después, el rey estaba nuevamente desesperado, y la princesa fue a verlo, le dijo lo que había presenciado y le suplicó que no le ocultara la verdad por más tiempo.

- Ese enorme toro castaño ha venido desde Norrowa, cruzando el mar —explicó tristemente el rey—, y durante meses ha estado derribando árboles y arrasando cosechas; nada hemos podido hacer, pues no se deja atrapar y no existe arma que pueda herirlo. Cuando le suplicamos que regresara a su país, contestó con un terrible sonido, mitad voz humana y mitad mugido, que solo se alejara si consiento en que tú,  hija mía, seas su esposa. Llegó un momento en que el pueblo no pudo soportarlo más, así que vestimos a la hija del jardinero con tu traje, y la entregamos al toro, llorando, y fingiendo que te entregábamos a ti. Se alejó, entonces, colina arriba, colina abajo, por montañas rocosas y tranquilos valles, hasta que cayó la noche y preguntó a la joven: "¿Qué hora es, hija del rey?" La joven estaba tan asustada, que contestó: "Es la hora en que mi padre corta las flores para adornar la mesa de la cena del rey." "Te arrojare una, dos, tres veces", bramó el toro, y sacudiéndose a la joven de encima, añadió: "¡Que vergüenza, hija del jardinero, que te hagas llamar princesa!" Volvió el toro, cruzando el país más rápidamente aun que la primera vez, y la pobre joven tardó varios días en regresar al palacio. Sin embargo, no queríamos decirte nada, pues temíamos que pensaras que tu deber era sacrificarte por el pueblo. Vestimos después a la hija de la mujer que cuida los gallineros, y la entregamos al toro, fingiendo, una vez más, con lágrimas en los ojos, que se trataba de ti. Se alejó el toro nuevamente por la colina, bajó la cañada, cruzó montañas y valles; se detuvo, al obscure­cer, y preguntó: "¿Qué hora es, hija del rey?" Pero la joven estaba tan asustada, que contestó: "Es la hora en que mi madre recoge los huevos y los lleva a la cocina del palacio." "Te arrojaré una, dos, tres veces", mugió el toro. "Qué vergüenza, hija de servidores, que te hagas pasar por una princesa." Volvió a atravesar todo el país, más velozmente aún que las veces ante­riores, pero la joven tardó varios días en regresar. Y ahora, ya no sabemos qué hacer...

—No hay más que una solución —contestó la prin­cesa tranquilamente—. Es inútil tratar de engañar a una criatura que seguramente tiene poderes mágicos. Debo ir con el toro y confiar en los dones de ingenio y buen sentido que me concedieron las hadas cuando me bautizaron.

No hubo manera de hacer cambiar de opinión a la princesa; y cuando el toro se presentó en el patio del palacio, llamado por el apesadumbrado rey, encontró a la princesa vistiendo un sencillo vestido negro y ju­gando con sus tres pelotas de oro.

El enorme toro se estuvo quieto como un borrego mientras la princesa subía a su espalda, y se alejó con tal cuidado, que la joven no tuvo necesidad de asirse de los cuernos, sino que siguió jugando con sus pelotas, como si jugara sentada en el escabel de su cámara. Su­bió el toro la colina, bajó la cañada, cruzó tierras roco­sas y suaves valles, y al llegar la noche, se detuvo.

—Hija del rey —dijo, con una voz tan suave, que la princesa, sorprendida, casi dejó caer sus pelotas— ¿qué hora es?       ,

—Toro castaño —contestó la joven—, ya es un poco tarde. Mis padres, el rey y la reina, estarán cenando solos, llorando mi ausencia, pues a esta hora yo me acercaba siempre a ellos, jugando con mis pelotas de oro.

—Gracias, princesa —contestó el toro, y siguió avan­zando en la obscuridad.

Se recostó entonces la joven sobre el ancho lomo del animal, y se durmió tan cómodamente como si estu­viera en su propio lecho. Le pareció oir, entre sueños, el suave murmullo del mar, como una canción de cuna que la arrullaba dulcemente.

Cuando despertó, al día siguiente, el sol llegaba a su ocaso y, sorprendida, se encontró acostada sobre un sofá de la mas fina seda, en una hermosísima habitación. Escuchó una tenue música que parecía llamarla desde la cámara vecina. Se dirigió hacia ella y vio que había una mesa preparada con la cena de dos personas.

"¿podrá venir el toro a cenar conmigo?", se pregun­taba la joven. Y levantando la voz, añadió: Ven, si puedes, toro castaño, tu casa es hermosa y tu bondad muy grande.

—Gracias, bella princesa —contestó la voz del toro, detrás de los cortinajes—. No me hubiera atrevido a entrar sin tus amables palabras.

Se abrieron las cortinas y apareció un gallardo príncipe, tan apuesto y donoso como el que la princesa había visto en sus sueños juveniles, esperando que algún día se convertirían en realidad.

Dio un pequeño grito de sorpresa y exclamó: —Esperaba al toro castaño y a  nadie más.

—Yo soy el toro —contestó el joven, sonriendo—, pero tú has hecho que recobre mi forma humana. Sufro el hechizo de un malvado mago que me condenó a vivir bajo la forma de un toro hasta que una hermosa princesa me acompañase, por su propia voluntad, a mis tierras de Norrowa, y me tratase con afecto. Y tú has hecho ambas cosas.

   ¿Pero, no eres libre aun? —preguntó la princesa.

—Desgraciadamente, no —contestó el príncipe—. El hechizo •solo se ha roto a medias. Durante tres años más seguiré siendo un toro en el día, y solamente tres horas, cada noche, podre recobrar mi forma humana; siempre y cuando permanezcas aquí por tu propia voluntad. Y ahora, ha llegado el momento de volver a mi odioso disfraz.

Cruzó el príncipe la cámara y recogió la piel castaña del toro, que había dejado tras las cortinas.

— ¡Odiosa piel! —Exclamó la princesa—. ¿No podría quemarla?

El príncipe palideció y contestó rápidamente:

   ¡No repitas esas palabras! Las consecuencias serian terribles, y puede que no volviera a verte nunca. Y ahora, adiós, hasta mañana por la noche...

La princesa se quedó a vivir en el castillo encantado del toro castaño de Norrowa, atendida por manos invisibles y encontrándose con su amado príncipe solamente tres horas cada noche.

Finalizaban ya los tres años del hechizo, cuando, una noche, no apareció el príncipe en el castillo.

Desesperada lo buscó la princesa por los jardines y bosques cercanos. Lo encontró por fin, tirado en el suelo, malherido por una flecha. A su lado, yacía la piel del toro.

—; ¡Mi amada princesa! —murmuró, al verla inclinarse sobre él—. ;Qué bondadosa has sido, saliendo en mi busca! Todo el día me persiguieron los cazadores, has­ta que una de sus flechas me alcanzó

—Creí que nada podía herirte —observó la princesa, preocupada.

—Mientras soy un toro, no pueden herirme —con­testó el príncipe—, pero en mi forma humana, soy como cualquier otro. Cuando el cazador disparó la flecha, era un toro, pero cuando me alcanzó me había convertido en hombre. Si pudiera descansar a tu lado uno o dos días, me sentiría bien... Pero pronto volveré a ser el toro castaño y temo que los cazadores me estén esperando...

La princesa no respondió pero ordenó a los sirvien­tes invisibles que llevaran al príncipe al castillo; lavó y vendó su herida, y permaneció a su lado hasta que se durmió

Tomó entonces la piel del toro con ambas manos y, furiosa, la arrojó al fuego. Al empezar a arder, retumbó ­un trueno y el castillo entero tembló

--; ¡Ah, mi princesa! —Gritó el príncipe, despertando y saltando del lecho—. ¿Qué has hecho? Si hubieras tenido un poco más de paciencia, todo hubiera terminado pronto. i Ahora, no sé si volveré a verte!

— ¡Yo si volveré a verte, príncipe! —Sollozó la prin­cesa, desesperada—. ¡Te seguiré hasta el fin del mundo, aun cuando te encuentre el último día de mi vida!

— ¡Búscame a través de la montana de hielo y del mar de cristal! —exclamó el príncipe.

Mientras hablaban, acabó de arder la piel, retumbó el trueno con más fuerza, sobrevino una absoluta obs­curidad y la infeliz princesa cayó al suelo, desmayada.

Cuando volvió en sí, no había castillo ni jardines. Ya­cía sobre la árida montaña, vistiendo nuevamente el vestido negro con que había salido del palacio de su padre, y tenía en sus manos las tres pelotas de oro...

Se levantó y empezó su largo peregrinaje; mientras caminaba, arrojaba hacia arriba sus pelotas de oro y las recogía en el aire...

Cruzó montañas y valles, atravesó tierras rocosas y suaves praderas, hasta que llegó frente a una pequeña choza, donde encontró a una anciana que temblaba y lloraba.

— ¿Qué te sucede, buena mujer? —preguntó la prin­cesa.

—No puedo encender el fuego —contestó la ancia­na—, y pronto moriré de frío.

—Déjame ayudarte —dijo la joven—, mis brazos son fuertes.

Recogió los trozos de leña y los arregló cuidadosa­mente en la chimenea; de pronto, resbaló una de sus pelotas de oro y fue a dar sobre la leña, prendiéndole fuego en el acto. La princesa recogió la pelota, la guardó y cuidó del fuego, hasta que la cabaña estuvo agradablemente caliente.

— ¿Qué puedo hacer por ti, hermosa joven? —pre­guntó entonces la anciana.

—Dame una taza de leche, para refrescarme —con­testó la princesa—, y dime, si puedes, dónde encontraré la montaña de hielo y el mar de cristal.

La anciana le dio la taza de leche, sonrió e inclinó la cabeza varias veces.

—Deberás viajar durante siete días —explicó—, para llegar a la montaña de hielo y al mar de cristal. Pero ningún pie humano ha escalado la una, ni cruzado el otro, sin ayuda. Toma estos zapatos: con ellos podrás caminar sobre el mar de cristal. Y este bastón te ayudará a subir por la montaña de hielo. No creas, sin embargo, que terminaron tus penas al llegar a la cumbre de la montaña. Toma también esta nuez, pero rómpela solamente en un momento de grave apuro.

La princesa dio las gracias a la anciana, y al día siguiente, prosiguió su camino a través de valles y desiertos, cuesta arriba y montana abajo, hasta que llegó frente al mar de cristal; era tan tersa su superficie, y al mismo tiempo tan dura, que nadie podía sostenerse sobre ella, y el que cayera, se rompía los huesos.

Sin embargo, con ayuda de los zapatos mágicos pudo deslizarse sobre el mar de cristal con la suavidad de un pajarillo.

A lo lejos, se levantaba la montaña de hielo, límpida y clara, pero imponente y terrible. No sabía la princesa como podría escalarla, pero valientemente se dirigió hacia ella, clavando el bastón y esperando poder abrir pequeñas grietas en las que apoyar sus pies.

De pronto, sin embargo, escapó el bastón de sus manos y empezó a cortar escalones en el hielo, que desaparecían después que la joven los pisaba.

Al Ilegar a la cumbre, descubrió una vereda que bajaba hacia un fértil valle. Caminó todavía durante días y días hasta que, un atardecer, llegó a las orillas de una gran ciudad, en donde había con una bondadosa anciana, de pie junto a la puerta de su cabaña.

—Pareces terriblemente cansada, pobrecita. Has caminado mucho? —preguntó la viejecita.

—Muchísimo —contestó la princesa—, y siento que ya no puedo más.

Hizo la mujer que entrara, la atendió amablemente y le sirvió una          buena cena, pero suspiró al ver los harapos que cubrían a  su huéspeda, que  la hacían parecer una pordiosera.

—Si estuvieras mejor vestida —dijo la anciana—, podrías venir mañana a la boda de nuestro príncipe. Tal vez encontremos algo para ti.

Charlaron alegremente durante un buen rato; por fin, la princesa se atreviO a preguntar con quien se casaba el príncipe.

—Eso es lo más extraño del caso —contestó la mu­jer—• Todavía no escoge la novia. Pero mañana se presentarán tres princesas y se casara con la que pueda arrojar al aire tres pelotas y recogerlas sin dejar que toquen tierra.

La princesa adivinó, al instante, que se trataba de su príncipe; y pasó la noche entera pensando en lo que debería hacer.

Al día siguiente, con la anciana y su hija, se acomodó en una ventana que daba sobre el gran salón en el que el príncipe escogería a su esposa. Y la pobre doncella casi se desmayó de emoción al verlo nuevamente. Tocaron las trompetas y apareció la princesa del Sur, con ojos relampagueantes, y luciendo un hermoso traje del color del maíz. Salió tras ella la princesa del Orien­te, de brillantes ojos, vestida de rosa; y entró, por fin, la princesa del Poniente, con un vestido azul, y aunque de ojos hermosos, su mirada era fría.

Cuando estuvieron frente al príncipe, sacó este tres pelotas y las arrojó a las princesas, contemplando cuidadosamente como las manejaban; pero ninguna pudo arrojarlas y recogerlas en el aire varias veces seguidas; a los pocos momentos, alguna de las pelotas caía al suelo.

De pronto, volvieron a sonar las trompetas y el heral­do anunció:

¡Ha llegado una cuarta princesa! ¡Abrid paso a la princesa del Norte!

Nuestra joven se había deslizado de la ventana tan pronto como vio a su amado príncipe, y, ocultándose tras una de las columnas, rompió la nuez mágica. Inmediatamente tuvo en sus manos un hermosísimo vestido blanco, resplandeciente, de hilos de oro y plata.

Escondió sus viejos harapos, vistió el hermoso traje, y apareció en el salón arrojando las pelotas de oro y recogiéndolas una y otra vez, mientras se dirigía al estrado que ocupaba el príncipe.

   Cuando estuvo frente a el, las pelotas de oro subían y bajaban como brillantes rayos de luz, hasta que el pueblo entero la aclamó:

   ¡La princesa del Norte! ¡Nuestro príncipe debe ca­sarse con la princesa del Norte!

   Y en ese mismo momento terminaron sus penas... El príncipe, libre ya del hechizo, abrazó a la hermosa doncella; enviaron rápidos mensajeros a los padres de la princesa, pues la Ultima vez que la habían visto, había sido montada sobre el lomo del toro

   El príncipe y la princesa se casaron, en medio del regocijo general, y fueron muy felices durante el resto de sus días.

 

* Tomado del libro: “HABÍA UNA VEZ” (título original en inglés: Once Long Ago), los mejores cuentos infantiles de todo el mundo, relatados por Roger Lancelyn Green,ilustrado por Vojtech Kubasta .versión castellana de Mercedes Quijano de Mutiozábal . Publicado por Editorial Novaro-México . Primera Edición 1964.