El Astuto Zapatero

29.10.2010 21:16

 

(Cuento Siciliano)Había  una vez un zapatero tan pobre, que decidió dejar mujer y casa, para probar suerte en la gran ciudad, y ver si podía ganar algún dinero para el invierno. Y consiguió tantos encargos en la ciudad, que al poco tiempo pudo comprar un borrico, y hasta ahorrar una buena cantidad de monedas de plata, que escondió cuidadosamente en su cinturón.

Regresaba, feliz y contento, a su hogar, cuando vio venir hacia él una banda de ladrones.

— ¡Estoy perdido! —suspiró—. ¿Qué haré? Me roba­rán todo mi dinero y quedaré tan pobre como antes.

Pero como era un hombrecillo muy astuto, en un momento discurrió una buena treta. Sacó rápidamente un puñado de monedas, las escondió en la crin del borrico y siguió caminando, hasta que los ladrones, tal como lo había pensado, le ordenaron que se detuviera y les entregara todo su dinero.

— ¡Ah, queridos amigos! —exclamó—. Soy un hombre pobre y nada tengo, excepto este borrico.

Al escuchar la voz de su amo, el borrico sacudió la cabeza, y cayeron de su crin, en cascada, las monedas de plata.

   ¿Qué pasa aquí? —preguntaron los ladrones.

El zapatero, fingiendo llorar a lágrima viva, explico, —desgraciadamente habéis descubierto mi secreto!

Es un borrico mágico; una vez al día sacude la cabeza,

y deja caer una lluvia de plata.

—Véndenos el burro —propusieron los ladrones—. Te daremos por él cincuenta piezas de oro.

Regatearon durante un rato, y después de mucho estira y afloja, accedió el zapatero a venderles su animal, pero antes de alejarse, les advirtió:

—Recordad una cosa. El borrico debe tener un solo dueño, así es que deberéis turnaros; durante un día y una noche, deberá pertenecer a uno solo de vosotros.

Satisfecho y feliz, prosiguió el zapatero su camino; compró unos buenos viñedos en la falda del Monte Etna, y se dispuso a vivir con toda comodidad.

Los ladrones, mientras tanto, se habían dirigido a su cueva en lo alto de la montana, y el capitán de la banda fue el dueño exclusivo del borrico durante el primer día y la primera noche. Pero ni la más pequeña pieza de plata cayó de las crines del animal, y el capitán adivinó que Maese José, el zapatero, los labia engañado. Sin embargo, nada dijo; entregó el borrico a su ayu­dante, advirtiéndole:

   ¡No dejó caer ni una moneda más de las que espe­raba, ni una menos!

Cuando el borrico acabó de pasar por las manos de todos los de la banda, y ninguno había logrado que sol­tara ni una triste monedilla, se reunieron sus miembros, y comunicándose sus pensamientos, resolvieron propi­nar a Maese José el castigo que se merecía.

Pero nuestro ingenioso zapatero los vio venir desde lejos, y tuvo tiempo suficiente para prepararles otra trampa, esta vez, con la ayuda de su esposa. CoIgóle al cuello una vejiga con sangre de un cerdo, la disimuló bajo sus ropas, y cuidadosamente le explicó lo que debía hacer.

Llegaron, furiosos, los ladrones, amenazando con cortar en pedazos a Maese José.

   ¡Qué extraño! —exclamó este—. El pobre borri­quillo debe haber perdido su magia, o, tal vez, quiere usarla Únicamente conmigo. Pero no peleemos por  ello. Entrad, y después de cenar, os devolveré vuestras cincuenta piezas de oro.

   ¡Devuélvelas primero! —contestaron los ladrones. — ¡Por supuesto, si eso es lo que queréis! —contestó Maese José, y llama a su esposa a gritos.

Presentóse la mujer, y le ordenó:

—Sube, y tráeme, inmediatamente, cincuenta piezas de oro del cajón de mi armario.

No puedo —respondió la mujer—, estoy ocupada en la cocina. No subiré.

¡Subirás inmediatamente! —bramó Maese José.

Pero como la mujer no daba señales de obedecer, se levantó el zapatero, y, furioso, le clavel un cuchillo en el pecho. Cayó al suelo la mujer, como si estuviera he­rida de muerte; corrió la sangre, y los ladrones, impre­sionados, exclamaron:

—pero ¿Qué es lo que has hecho? Esta pobre mujer merecía una paliza, pero no más...

—Tal vez me sobrepase un poco —contestó José—. Pero ahora mismo arreglare las cosas.

Y sacando su guitarra, empezó a tocar. Al punto, se levantó la mujer, y se puso a bailar alegremente.

¡Maese José! —exclamaron los ladrones— Cuídate las cincuenta piezas de oro, pero véndenos tu ma­ravillosa guitarra!

¡Imposible! —negó José—. Cada vez que me dis­gusto con mi mujer, le clavo un cuchillo en el pecho. Así la castigo y doy rienda suelta a mi furia. Toco después mi guitarra mágica, y resucita. Si os vendiera la guitarra, claro que podría matarla, pero ya no podría volverla a la vida...Pero tanto insistieron los bandidos para que les ven­diera la guitarra, que Maese José accedió a entregárselas a cambio de cien piezas de oro.

El capitán de la banda fue el primero que tuvo opor­tunidad de usarla. Al llegar a su casa, esa noche, pre­guntó a su mujer que había preparado de cena.

—Macarrones — contestó la esposa.

¡Te dije que quería pescado! —se enojó el marido.

Y sacando su cuchillo, lo clavó en el pecho de la in­feliz mujer que cayó de espaldas al suelo. Sacó enton­ces el bandido la guitarra, pero por más que tocó mucho rato y bien fuerte, la mujer no resucitó.

¡Ese malvado zapatero nos ha mentido otra vez! —gritó

Pero como no quería ser el único  engañado, no dijo ni media palabra sobre la muerte de su esposa, y en­tregó la guitarra a uno de sus compañeros, diciéndole:

Es una guitarra maravillosa, y toca tan bien como era de esperarse.

Cuando todos los ladrones mataron a sus mujeres y comprendieron que no podían volverlas a la vida, se reunieron, resueltos, esta vez, a que Maese José no es­capara vivo.

Pero nuevamente los vio el zapatero venir por el camino, allá a lo lejos, y preparó sus planes con todo cuidado. Al Ilegar los ladrones a su casa, no lo encontraron, a pesar de que registraron hasta el último rincón.

—Está en los viñedos —informó la esposa—. Enviaré al perro para que le avise que estáis aquí. Y también le mandaré decir que traiga una botella de vino para cada uno de vosotros.

Dio sus órdenes al perro, y allá se fue el animalillo, meneando la cola.

No tardó en aparecer Maese José, trayendo el núme­ro exacto de botellas que se necesitaban.

—Bien, caballeros —dijo el zapatero—. Mi perro me ha dicho que deseabais verme y que trajera unas bote­llas de vino para obsequiaros.

—Claro que queremos verte —contestaron los ladro­nes—. Hemos matado a nuestras mujeres, y la guitarra no pudo resucitar a una sola de ellas.

— ¡Qué raro! —Se sorprendió Maese José—. Con se­guridad que no tocasteis las tonadillas debidas... Fue culpa vuestra. . - Y, de cualquier manera, siempre po­déis conseguir nuevas esposas, si es que tanta falta os hacen.

—Eso es verdad —concedieron los ladrones—. Bien, olvidaremos el asunto, siempre y cuando nos vendas tu perro.

Maese José les vendió el perro en doscientas piezas de oro. Pero cada vez que le daban un encargo, corría el perro al hogar de su antiguo amo, y los ladrones pronto comprendieron que, una vez más, habían sido burlados por el astuto zapatero.

Y decididos a vengarse de una vez y para siempre, regresaron a casa de José, lo agarraron sin miramientos, lo echaron en un saco y se dirigieron a la orilla del mar, pensando que era el mejor cementerio para nuestro amigo. Pero el día era caluroso, y cuando los bandidos pasaron frente a una iglesia, dejaron el saco en la puer­ta v penetraron a descansar unos minutos.

Maese José, mientras tanto, pensaba cómo escapar, cuando escuchó a un muchacho que silbaba, llamando a sus cerdos. Y, ni corto ni perezoso, empezó nuestro zapatero a gritar:

i No lo hare! 'Digo y repito mil veces, que no lo hare!

El muchacho, al escuchar los gritos, se acercó y pre­guntó, alzando la voz:

—Tú, el del saco, que es lo que no harás?

¡No me casare con la hija del rey! —contestó Maese José— ¡Quieren que me case con ella, y no lo hare, pues amo a otra joven!

¡Qué gran cosa te pierdes! —suspiró el muchacho. —Si quieres aprovechar esa oportunidad, por todos los cielos, ¡Sácame  de aquí y toma mi lugar! Nunca me ha visto la princesa, así es que no notará la diferencia. El muchacho abrió el saco y ocupo el lugar del in­genioso remendón, mientras este se perdía en el camino, silbando alegremente, y llevándose los cerdos.

Los ladrones salieron de la iglesia, recogieron el saco, lo arrojaron al mar desde lo alto de un acantilado, y observaron cómo se sumergía hasta el fondo del océano. Y regresaban, tranquilos, a sus hogares, cuando se toparon con Maese José, nada menos!, que conducía los cerdos. Se le quedaron mirando con la boca abierta, y escucharon que les decía:

No podre agradeceros nunca, todo Jo que habéis hecho por mi! Y, ahora, estos magníficos marranos! Si vierais cuantos hay en el fondo del mar... Y, por supuesto, a más profundidad, más animales.

—Quedan algunos? —preguntaron ansiosamente los ladrones.

¡Miles y miles! No pude contarlos —contestó el zapatero—. Venid conmigo y os diré dónde debéis buscar, no sea que hayáis olvidado el lugar exacto.

Los condujo hasta la punta del acantilado, y les aconsejó:

—Ataos unas piedras pesadas al cuello, pues los cerdos mejores están hasta el fondo.

Atáronse los ladrones grandes piedras, y brincaron... Y ese fue su fin. Maese José, por el contrario, regresó a su casa, conduciendo los marranos, y fue un hombre rico y feliz, durante el resto de su vida.

Tomado del libro: “HABÍA UNA VEZ” (título original en inglés: Once Long Ago), los mejores cuentos infantiles de todo el mundo, relatados por Roger Lancelyn Green,ilustrado por Vojtech Kubasta .versión castellana de Mercedes Quijano de Mutiozábal . Publicado por Editorial Novaro-México . Primera Edición 1964.