El cobarde

12.08.2011 01:17

 

(cuento sudanés)

En las remotas tierras del sur por donde corre el gran rio atravesando la selva, había una vez un rey que tenía un hijo único, Llamado Samba. Era un apues­to y gallardo príncipe, pero desgraciadamente, adolecía de una gran debilidad: era un perfecto cobarde.

Cuando, de niño, huía ante el trompazo de un ele­fante, o ante el cachorrillo de una leona, las gentes lo disculpaban.

—Es solo un niño —decían—. Cambiará cuando cumpla la mayoría de edad, y el rey lo proclame su he­redero y le dé el mando de los ejércitos.

Al llegar ese día, todos seguían creyendo que el príncipe había cambiado; sobresalía una cabeza al soldado más alto y su porte era más noble y majestuoso, que el de su mismo padre.

    ¡Ya podemos vivir tranquilos! —exclamo todo el pueblo—. Cuando vengan los bandoleros negros desde las selvas del sur, el príncipe Samba nos defenderá y los arrojará de nuestras tierras.

Pero cuando vinieron los bandoleros el príncipe Sam­ba no apareció por ningún lado, y el anciano rey tuvo que marchar al frente de sus guerreros y echar del país a los intrusos. Cuando, unos días después, apareció Samba, contando una bonita historia sobre un león que había perseguido hasta su cubil, nadie le creyó.

¡Samba, el cobarde! —le gritaron—. Samba, el cobarde!

Y la vida llego a hacérsele tan insoportable, que una mañana, muy tempranito, se levanto, ensillo al mejor caballo de los establos de su padre y se alejo hacia el norte, en busca del país donde no se conociera la guerra.

Atravesó selvas y desiertos, sufrió terrible miedo al escuchar las bestias salvajes, y al cruzarse con feroces aventureros, hasta que llego a una gran ciudad que se levantaba a orillas del rio.

Cruzaba las puertas de la muralla, cuando lo descubrió la princesa, que estaba asomada a su ventana.

—Nunca había contemplado hombre tan gallardo —pensó al verlo, y dirigiéndose a uno de sus criados, le ordeno:

—Baja, y averigua quien es.

—Noble princesa —le informo el criado—, es el hijo único y heredero del monarca del reino del sur.

—Me casare con él, o me quedare soltera —declaro la princesa.

Y como había rehusado a muchos reyes y príncipes, su padre accedió inmediatamente a la boda.

El príncipe Samba se había enamorado de la esbelta y noble princesa, en cuanto la vio. Así que se casaron en medio del regocijo general del pueblo y fueron fe­lices durante varios arios.

Un día, charlando con su esposo, exclamó la prin­cesa:

    ‘Cómo me gustaría que volvieran los bandidos moros del norte! Podrías marchar a la cabeza de las tropas de mi padre y ganar la reputación de ser un va­liente y esforzado guerrero. 1Ah, que feliz seré, el día que la ciudad te aclame por tus hazañas!

Al hablar, miraba la joven a su esposo, con ojos en­cendidos y respiración anhelante. Pero desapareció la luz de su mirada y tembló nuestra princesa, al ver que su esposo retrocedía, exclamando:

--¡No hables nunca de estas cosas! Por escapar de ellas, hui de mi propio país, y si existe la mas remota posibilidad de una guerra, me iré también de aquí.

—Te gustan las bromas —contestó la princesa en tono ligero.

Pero al mirar los ojos del príncipe Samba, comprendió que no se trataba de una broma.

Poco después, llegaban del norte los bandoleros moros y, al asolar cuanta aldea atravesaban, robaron ganados y rebaños.

Cuando el rey se enteró juntó a sus tropas para salir en persecución de los bandidos y nombró a su yerno, el príncipe Samba, general en jefe de sus ejércitos. Gritaron las tropas llenas de alegría, pero el príncipe no llegó, a colocarse a su vanguardia.

En controlo la princesa en los sótanos del palacio, y no hubo manera de obligarlo a cumplir con su deber.

—Quítate la armadura —dijo, finalmente, la princesa, con una voz fría y dura—. Dámela, y también el yelmo, el escudo y la lanza.

Obedeció el príncipe Samba, mirando atemorizado hacia todos los rincones, y cuando los adornos super­fluos de oro fueron hechos a un lado, la princesa se cubrió con la armadura, bajó la celada, y sin dirigir una mirada a su esposo, salió al patio de armas, subió al caballo de Samba y se colocó a la cabeza de las tropas.

Obtuvieron una gran victoria sobre los moros y regre­saron triunfantes y victoriosos, después de recuperar los ganados y rebaños, además de un esplendido botín.

La princesa encontró en su habitación, al príncipe Samba, avergonzado y temblando de miedo.

Sin embargo, no le hizo ningún reproche. —¡Ayúdame a quitarme la armadura! —dijo sola­mente—, y póntela tú

Obedeció el príncipe, asombrado, y la joven lo con­dujo hasta el balcón, bajo el cual esperaba el pueblo entero deseoso de aclamarlo. Nadie sospechaba el en­gaño; tan solo el hermano menor de la princesa, estaba seguro de que había sido su hermana la que iba bajo la armadura.

Rieron los dos hermanos mayores, cuando el joven les dijo lo que pensaba. Pero este insistió:

—Si vuelven los moros, os lo probare. Tendré buen cuidado de hacer una marca especial sobre nuestro general en jefe.

Volvieron los moros .tan pronto como lograron jun­tar otras bandas de malhechores y, una vez más, el príncipe Samba se negó a pelear contra ellos, y dejó que su esposa dirigiera los ejércitos, cubierta con su arma­dura. Y de nuevo derrotó la joven al enemigo y volvió triunfante a su país.

Pero en lo más encarnizado de la batalla, el menor de los príncipes se acercó a su hermana y le hizo una ligera herida en la pierna, que la joven no notó hasta el momento de quitarse la armadura.

¡Estoy herida! —Exclamó, y al ver correr la sangre se tambaleó y se dejó caer en su  lecho—. Pero no es nada, aunque no me puedo tener en pie... Porte armadura dirigiéndose a su esposo—, y saluda al pueblo; pero antes, hazte una herida en la pierna para que nadie adivine que no eras tú el que peleaba.

¿Que dices? —exclamó, horrorizado, el príncipe_. ¿Qué me haga una herida? ¿Que me cause dolor? i Pero si es por eso precisamente por lo que no quiero pelear!

—Debería haberlo imaginado —suspiró la princesa.

Pero en el momento en que el príncipe se alejaba, se inclinó hacia él y le clavó su lanza en la pierna. Y mientras aquel gritaba por el dolor y la sorpresa, cubrióse la princesa su propia herida y salió corriendo por los corredores del palacio, pidiendo un doctor para que atendiera la herida de Samba.

Ya lo has visto —dijo el mayor de los príncipes a su hermano menor—. Nosotros teníamos razón, y eras el equivocado con respecto a Samba. Estuvo en la batalla.

Pero el joven príncipe movió la cabeza, pues seguía teniendo sus dudas.

Dos días después regresaron de nuevo los moros, y esta vez llegó el ejercito entero conducido por su rey.

Cuando redoblaron los tambores llamando a la lucha, se levantó la princesa y dijo a su marido:

—Samba, mi herida esta peor de lo que creía. Casi no puedo andar y no podría montar mi caballo sin ayuda. No puedo tomar tu lugar; esta vez, tendrás que ir

_ ¡Qué ocurrencia! —se asustó Samba—. ¡Nunca es­cuché una tontería mas grande! Pueden herirme... y hasta matarme. El rey tiene tres hijos, ¿por qué no ha de dirigir el ejercito uno de ellos?

—Son demasiado jóvenes —contestó la princesa—. Las tropas no obedecerían.

—Pues yo, no iré! —gritó Samba histérico.

—Muy bien —dijo la princesa—. Ayúdame entonces a ensillar mi caballo. Y ponte la armadura, por si nos cruzamos con alguna persona. Más tarde la cambia­remos.

Tuvo que obedecer el príncipe Samba, y rápidamente ensillaron el caballo, mientras la princesa decía:

—Conduce el caballo hasta las puertas de la ciudad, pero ordena al ejército que espere, mientras tú sales a hacer un reconocimiento del terreno. Yo tomare el atajo y te esperare en el pequeño bosquecillo.

Accedió Samba, mientras pensaba para sus adentros:

"Si no llega la princesa, me esconderé en el bosque y allí estaré seguro."

Subió al caballo y tomó las riendas; pero en cuanto hubo montado, dio la princesa tan fuerte latigazo al noble bruto, que, mordiendo el freno, atravesó la ciudad como un torbellino y cruzó las puertas de la mu­ralla, llevando el ejército a sus espaldas; y el príncipe Samba no pudo detener el caballo, por más que trató, angustiosamente, de hacerlo.

Unos momentos después, caían las tropas sobre el ejercito moro y peleaban, desesperadamente, cuerpo a cuerpo.

Y se operó un milagro en Samba, el cobarde. Tan pronto como comprendió que no tenia más remedio que pelear, lo hizo ferozmente, descubriendo que lo que siempre había temido, era, precisamente, el miedo. Vencido este, peleó con tal arrojo y valentía, que venció también a los moros y regresó victorioso a depositar el botín a los pies del anciano rey.

10h, hijo mío! —Exclamó el monarca—. ; Jamás podre demostrarte cuan orgulloso me siento de ti, y cuan agradecido por la forma maravillosa en que has derrotado a nuestros enemigos!

Pero el príncipe Samba, que ya no era un cobarde, confesó con toda lealtad:

—Padre mío, es a tu hija, mi amada esposa, a quien debes dar las gracias. Pues fue ella la que, de un co­barde que era me convirtió en un hombre; un hombre que logró, en un mismo día, dos grandes victorias.

* Tomado del libro: “HABÍA UNA VEZ” (título original en inglés: Once Long Ago), los mejores cuentos infantiles de todo el mundo, relatados por Roger Lancelyn Green,ilustrado por Vojtech Kubasta .versión castellana de Mercedes Quijano de Mutiozábal . Publicado por Editorial Novaro-México . Primera Edición 1964