El dragón del norte

14.08.2011 15:26

 ( Cuento Estonio)Hace muchos, muchos años, había un terrible dragón que bajó del frío norte, asolando tierras, y devorando cuantos hombres, mujeres o animales encontraba a su paso. Tenía el cuerpo de un toro gigante, las patas de una rana, y la cola de una enorme serpiente. Al moverse, brincaba como las ranas, pero en cada salto avanzaba un grandísimo trecho. Sin embargo, no se movía con frecuencia. Por lo general, se quedaba en un mismo lugar durante varios años, hasta que la comida escaseaba. Poseía, además, el poder de arrastrar a su bocaza a cualquier ser que le hubiera mirado a los ojos.

No había forma de matar al dragón, pues su cuerpo estaba cubierto con escamas tan duras como la piedra o el hierro. Las llamas tampoco le hacían daño. Ya en una ocasión habían prendido fuego alrededor de un bosque en donde se había escondido, sin ningún resultado. Atraparlo por sorpresa, era también imposible, pues sus ojos cegaban como los rayos del sol naciente.

Cuando llegaba el dragón a un país, los reyes ofrecían a sus hijas en matrimonio, y hasta la mitad de sus riquezas, al que lograba exterminarlo. Muchos príncipes y otros jóvenes valientes habían probado su suerte, pero siempre con la mala fortuna de terminar como bocado en la enorme boca del dragón.

—Desgraciadamente, no tenemos salvación —dijeron los sabios de los países asolados por el monstruo—. Seguirá viviendo mientras no aparezca el anillo del rey Salomón; lleva siglos perdido, muchos siglos... Si alguien lo encontrara

Pero nadie sabía ni por dónde empezar... Hasta que un día, un joven generoso y audaz, decidió dirigirse hacia el oriente, cuna de toda la sabiduría, pues suponía que de poderse averiguar algo, seria por aquellas tierras.

Y fue más afortunado de lo que pensó, pues en sus correrías llegó a la casa de un mago famoso que le tomó una gran simpatía y, tratando de ayudarlo, le enseñó a interpretar los trinos y gorjeos de los pájaros.

No puedo pagarte ahora —le dijo el joven—. Pero si logro destruir al dragón, te daré una gran recompensa por tu ayuda.

No quiero que me pagues, hijo mío —contestó el mago—. Lo único que te pido es que si encuentras el anillo, me lo traigas. Podre aprender muchos secretos de magia blanca y, sin mi ayuda, tú no podrás leer lo que está grabado en él.

Prometió el joven lo que el mago le pedía, y alegremente se alejó, para proseguir en sus pesquisas. Nunca se sentía solo, pues podía escuchar lo que las aves decían, y aprendió de ellas lecciones maravillosas.

Pasaba el tiempo, sin embargo, y no lograba, ni remotamente, localizar el anillo del rey Salomón. Empezaba a desmoralizarse, cuando una noche, sentado tristemente bajo un árbol, escuchó a dos pájaros de vistoso plumaje, conversando entre las ramas, ignorantes, por supuesto, de que él pudiera comprender sus trinos.

— ¿Ves a ese tonto sentado bajo el árbol? —Preguntó una de las aves—. Busca el anillo del rey Salomón.

— ¡Pobre! No tiene ni la más remota probabilidad de encontrarlo —contestó el segundo pájaro—. Solamente la doncella bruja podría ayudarlo. Si no lo tiene ella misma, es la única que puede saber dónde está.

—Pero jamás encontrará a la doncella bruja —dijo el primer pájaro—. Nunca se queda por mucho tiempo en el mismo lugar.

—Cierto —contestó el otro pájaro—. No tengo idea de su actual paradero. Pero sí sé dónde va a estar dentro de tres días. Vendrá al estanque mágico a lavarse la cara, como lo hace todas las noches de luna llena, para que su rostro se conserve siempre joven y sin arrugas.

—No sabía eso —comentó el primer pájaro—. El estanque mágico no queda lejos de aquí. ¿Por qué no vamos a verla?

—Con todo gusto —contestó el otro pájaro, y escondiendo la cabeza entre las alas, se durmió.

El joven estaba feliz por su buena fortuna, aunque algo preocupado, pues si los pájaros volaban mientras él dormía, o no los podía seguir en su vuelo, estaba en la misma situación que antes de oír tan maravillosa información. Consiguió, sin embargo, despertar antes que ellos, y no los perdió de vista. Pero no fue sino hasta el tercer día cuando se alejaron volando.

El joven los siguió, pretendiendo que era simple casualidad que fueran por el mismo camino. Y antes de que se ocultara el sol, llegaron a un misterioso estanque, en el centro de un bosque. Los pájaros se acomodaron en un árbol, y nuestro amigo se tendió bajo sus ramas, cenó y fingió dormirse profundamente.

—El sol no se ha puesto aún —dijo uno de los pájaros—. Y la doncella bruja no vendrá hasta que salga la luna. ¿Crees que verá a este tonto?

—Ella ve casi todo —contestó la otra ave—. No será precisamente un muchacho, por bobo que sea, lo que se le escape. Y no creo que el jovencito tenga sentido suficiente para defenderse de sus encantos... Si lo tuviera, pretendería enamorarse locamente de ella, y seguirla adonde fuere. No puede hacerle ningún daño, mientras él no le dé una gota de su sangre. Si lo hace está perdido y las fuerzas del mal se apoderarán de su alma.

—Pero, ¿así de perversa es la doncella bruja? —preguntó el pájaro.

—Y más todavía —contestó el otro—. Nadie lo creería, sin embargo, viéndola tan hermosa.

Llegó la noche y, por fin, brilló la luna sobre el bosque. Se escuchó un suave rumor, y apareció una joven hermosísima, deslizándose sobre la hierba tan ligeramente, que más parecía flotar en el aire que caminar sobre la tierra. El joven no podía apartar sus ojos de ella, pues nunca había contemplado belleza igual.

La joven se dirigió al estanque; sin reparar en el muchacho, contempló la luna llena, y se inclinó sobre el agua, lavando su rostro nueve veces. Volvió nuevamente a contemplar la luna, y dio nueve vueltas alrededor del estanque, mientras cantaba:

Señora luna, que brillas otra vez, conserva mi belleza sin vejez. Tú, que desapareces a mis ojos,

haz que mis labios sean siempre rojos. Deseo que mi hermosura juvenil, no tenga nunca, nunca, fin.

Secó su rostro con su larga y dorada cabellera, y se volvió al joven, con una dulce sonrisa:

—Debería castigarte por espiarme —le dijo—. Pero no lo haré; por el contrario, te llevaré a mi palacio, y serás el primer hombre que entre en él. No puedo soportar que duermas sobre esa hierba húmeda, y sin una almohada para reposar tu cabeza.

El joven siguió a la doncella bruja hasta un hermoso palacio rodeado de maravillosos jardines, y se quedó con ella durante varios días, comiendo en vajilla de oro, y durmiendo entre sábanas de seda.

Pero un día, por fin, le dijo la doncella bruja:

—Príncipe mío, desde el momento que te vi en el estanque, me enamoré de ti. Casémonos; podrás quedarte aquí para siempre, sin tener que trabajar, y teniendo todo lo que desees.

El joven, de pronto, se asustó, pero recapacitando, contestó a la joven:

—Princesa mía, lo que propones me llena de alegría, pero al mismo tiempo de asombro. Dame unos días para hacerme a la idea de tal felicidad y grandeza.

—Con todo gusto —contestó la doncella bruja, que por ningún motivo quería perderlo—. Y ahora, permíteme que te enseñe mi mayor tesoro.

Y lo condujo a su cámara secreta, en donde guardaba un pequeño estuche de oro sobre una mesa de plata. Señalando el estuche, le dijo:

—Dentro de este estuche, está el anillo del rey Salomón, que te daré como regalo de bodas. Y quiero que la sortija que me des, sean tres gotas de sangre del dedo meñique de tu mano izquierda.

El joven se estremeció al escucharla; pero disimulando su temor, le preguntó cuál era realmente el poder del anillo.

—Ningún mortal puede comprenderlo —contestó la joven—, y ni yo misma conozco todos los secretos y palabras de sabiduría grabados en él. Pero aun con mis escasos conocimientos, puede obrar maravillas. Si me lo pongo en el dedo meñique de la mano izquierda, puedo volar como un pájaro. Si lo pongo en el dedo anular, me torno invisible. Si lo pongo en el cordial, ni el fuego, ni el agua, ni arma alguna, pueden herirme. Si lo pongo en el dedo índice, puedo hacer, en un momento, cualquier cosa, digamos, este palacio y todo lo que hay en él. Y finalmente, si uso el anillo en el dedo pulgar de la mano izquierda, adquiero tal fuerza, que puedo desbaratar paredes y montañas.

—No puedo creer que un simple anillo haga tanta maravilla —dijo el joven, pensativo.

— ¿Que no lo puedes creer? —Exclamó la doncella bruja—. Ven conmigo al jardín, y te lo demostraré. Abrió el estuche, mientras hablaba, y sacó el anillo que brillaba y refulgía como un rayo de sol. Se lo puso en el dedo cordial de la mano izquierda, y pidió al joven que sacara su espada, y tratara de atravesarla con ella.

Obedeció el joven y, como quien practica un juego, trató de tocarla, pero viendo que el acero se doblaba y era rechazado como si chocara contra una pared, la hundió con furia, una y otra vez, fallando siempre en su intento.

Salieron después a los jardines, y mientras caminaban, se puso la joven el anillo en el dedo anular, y desapareció por completo, aun cuando él seguía escuchando su risa, y la sentía moverse a su alrededor.

—Dime —preguntó la joven volviéndose visible—, ¿crees ahora en el poder del anillo?

—Por supuesto que creo —contestó el joven—, mientras esté en tus dedos. Pero eso es porque eres la que tienes poderes mágicos; estoy seguro, sin embargo, que en el dedo de un simple mortal, no haría nada.

—Haz la prueba —dijo entonces la doncella, entregándole confiada la sortija—. Póntelo en el pulgar izquierdo, y golpea una de esas rocas.

El joven se puso el anillo en el pulgar, y golpeó una roca enorme con la mano derecha, convirtiéndola en arena.

— ¡Increíble! —Dijo el joven—. ¿Y también podré hacer todas las otras maravillas de que hablaste?

—Vuelve a hacer la prueba —contestó la doncella, condescendiente.

Y se puso el anillo en el dedo cordial, y al momento le pareció que lo rodeaba una pared mágica, tan gruesa, que no existía arma que pudiera atravesarla.

—Debo probar un último dedo —dijo el joven, y colocándoselo en el anular, se tornó invisible.

—No podré verte hasta que te quites el anillo —dijo la doncella.

Pero eso era lo último que el joven quería. Así que, sin quitarse la sortija, corrió ligeramente hasta el otro extremo del jardín, y cambiándoselo al dedo meñique, se elevó por los aires aleteando como un pájaro.

Al contemplarlo, la doncella bruja, enloquecida, le suplicó:

—Regresa, amado mío, te he dicho toda la verdad. Dame ahora solamente tres gotas de tu sangre, y el anillo será tuyo para siempre.

Pero el joven no regresó. Por el contrario, se alejó volando y dejó a la doncella temblando de furia por haber caído tan fácilmente en la trampa que el joven le tendiera.

Éste, mientras tanto, volaba hacia el buen mago que le había enseñado a interpretar los trinos de los pájaros.

El mago se mostró encantado de verlo; y después de muchos días de estudiar el anillo, pudo por fin leer todo lo que había grabado en él, y explicó al joven lo que debía hacer para matar al dragón del norte.

—Y ahora, ¡adiós! —Terminó el mago—. Adelante, y a vencer al dragón. No me debes nada, pues lo que he aprendido del anillo, es mucho más de lo que cualquier monarca pudiera ofrecerme.

El joven se puso la sortija en el dedo meñique, y en unos cuantos días, se inclinaba profundamente ante el rey que ofrecía la mano de su hija la princesa, y a su tiempo todo el reino, pues no tenia descendencia masculina, al que matara al dragón.

—Si me proporcionas lo que me hace falta —dijo el joven—, acabare con el dragón.

—Por supuesto —contestó el monarca—. Pide lo que necesites.

El joven ordenó entonces que le fabricaran un caballo de hierro, montado sobre unas ruedas pequeñas, y una lanza de doce metros de largo hecha del mismo metal, y tan gruesa como un tronco de árbol, cuyos dos extremos terminaran en afiladas puntas. Aseguradas en el centro de la lanza, deberían colocar dos pesadas cadenas, de sesenta metros de largo, y en el extremo de cada una, un enorme clavo, también de hierro.

Cuando todo estuvo listo, el joven comprendió que solamente con la ayuda del anillo podría mover el monstruoso caballo. Montó en él, y empujándolo con la lanza, como si ésta fuera un remo, salió en busca del dragón.

Pronto lo encontró, y se dio cuenta de que se preparaba para lanzarse sobre el reino. No pudo evitar un estremecimiento de temor al verlo; sin embargo, cuando el dragón vio al joven, abrió la enorme boca, y en lugar de echársele encima, fijó en él su terrible mirada.

El caballo empezó a rodar como si el dragón fuera un imán que lo atrajera, y siguió rodando, más de prisa, según avanzaba, hasta que se metió en la boca misma del monstruo. Pero en el momento en que llegaba a la altura de los colmillos, el joven metió una de las puntas de la lanza en la quijada inferior del dragón, clavándola en la tierra. Y en el preciso momento en que la quijada superior bajaba para aplastarlo, saltó del caballo hacia un lado, jalando una de las cadenas. Un instante después escuchó un ruido horrible, y comprendió que las quijadas del dragón se habían cerrado sobre la lanza.

Con toda rapidez tomó el clavo que colgaba del extremo de la cadena y lo hundió en el suelo, y corriendo al otro lado, cogió la otra cadena y la clavó también en el piso.

Había caído por fin el dragón! Uno de los extremos de la lanza lo tenía ensartado contra el suelo, y el otro le salía por la nariz.

Durante tres días y tres noches, el dragón azotó su cola contra la tierra, con tal fuerza, que todo a su alrededor temblaba. Pero no logró soltarse, y el caballo de hierro que tenía atravesado en la garganta, le impedía comer, y casi respirar.

Después de los tres días, el joven, con el anillo en el dedo pulgar, levantó una roca que veinte hombres juntos no hubieran podido mover ni un centímetro, y la arrojó sobre la cabeza del monstruo.

Y ese fue el fin del dragón del norte.

El valiente joven se casó con la princesa, en medio del general regocijo, y, con el tiempo, fueron los reyes de su país.

Y colorín, colorado, este cuento se ha acabado.

* Tomado del libro: “HABÍA UNA VEZ” (título original en inglés: Once Long Ago), los mejores cuentos infantiles de todo el mundo, relatados por Roger Lancelyn Green,ilustrado por Vojtech Kubasta .versión castellana de Mercedes Quijano de Mutiozábal . Publicado por Editorial Novaro-México . Primera Edición 1964