El Gato con Botas

23.11.2010 01:00

 

(Cuento Francés)

Había una vez un molinero que tenía tres hijos.

Cuando murió, sus únicas riquezas consistían en un molino, un asno y un gato. Así que dejó el molino al hijo mayor, el asno al segundo, y el más joven tuvo que contentarse con el gato.

   ¿Qué voy a hacer? —gritaba el hijo menor, mesándose los cabellos—. Mis hermanos no tienen problemas, pues pueden montar un negocio con el molino y el asno. Pero yo, ¿qué hare, después de matar a mi gato y vender su piel para guantes, sino morir de hambre?

   El gato, que escuchaba estas lamentaciones, exclamó:

1Querido amo, puedes hacer algo mejor que ven­der mi piel. Y si me prometes no hacer preguntas, pero sì lo que yo sugiera, creo que podre hacerte rico.

El joven se mostró encantado al escuchar palabras tan optimistas y aceptó el trato.

— ¡Correcto! —Exclamó el minino, asumiendo el mando—. Ahora, si puedes conseguirme un par de bo­tas y un costal, todo marchará a pedir de boca.

El hijo del molinero los consiguió  sin dificultad; el gato se puso las botas, que, por cierto, eran exactamente de su medida, se echó el costal a la espalda, y se dirigió a una gazapera cercana donde abundaban los conejos. Se tiro cerca de la madriguera más grande, con la ca­beza hacia un lado, fingiéndose muerto; pero antes, había puesto a un lado el costal abierto.

No tardó en salir un estupendo conejo, que, al creer que el gato estaba muerto, se metió en el costal a comerse la lechuga y el salvado que había dentro.

Saltó el gato, tiró de los cordones del costal y el conejo quedó atrapado.

Esa noche, se presentó en el palacio real, llevando un buen atado de conejos, y pidió ver al rey. Divertido por la desfachatez del extraño gato con botas, el chambelán le permitió la entrada, y el gato dejó los conejos a los pies del rey, al mismo tiempo que le decía:

—Majestad, os traigo un regalo de parte de mi amo, el marqués de Carabás.

El rey se mostró muy satisfecho, y dio órdenes para que el gato fuera llevado a su presencia siempre que lo solicitara.

El gato no anduvo corto ni perezoso en aprovecharse de estas Ordenes. Día tras día, invadía los cotos del rey y cobraba una buena cantidad de piezas; y noche tras noche se presentaba en el palacio con un bien cebado faisán, con un manojo de perdices, o con más conejos, "de parte de mi amo, el marqués de Carabás". Y no pocas veces se retiraba con algún regalo, que siempre llevaba al hijo del molinero.

Una noche se presentó nervioso y excitado.

¡Oh, mi amo, mi amo! —maulló—. Si haces mañana exactamente lo que te voy a decir, tu fortuna está hecha… Irás a bañarte al rio, todo lo demás déjalo por mi cuenta. El rey y su única hija, la princesa, pasarán por allí al mediodía. Deberás estar en el agua en el momento en que ellos pasen. Y, por favor, no te sorprenda nada de lo que pueda suceder!

Al día siguiente, el hijo del molinero fue al rio, se quitó sus viejas y usadas ropas y se echó al agua.

Inmediatamente el gato recogió la ropa, la escondió, y esperó tras un seto a que apareciera la carroza del rey.

En cuanto la vio, saltó al camino, gritando: —¡Socorro! ¡Socorro! ¡Mi amo, el marqués de Carabás se está ahogando!

Cuando reconoció al gato con botas que tan a me­nudo le Ilevaba regalos, el rey ordene a sus criados que fueran rápidamente en ayuda del marqués.

— ¡Ah, qué mala suerte! —Exclamaba el gato, llevándolos al sitio donde estaba el joven—. Unos malvados ladrones cogieron a mi amo, el marqués de Carabas, y le robaron cuanto llevaba encima, hasta su ropa. Y después lo arrojaron al rio para que se ahogara y no pu­diera denunciarlos.

En un momento sacaron al joven del agua, mientras un paje corría a palacio a traer un traje del mismo rey para cubrir al presunto ahogado. Y cuando el gato lo presentó como "mi amo, el marqués de Carabás", se mostró tan encantado el monarca ante la noble y apuesta apariencia del joven, que lo invitó a subir a la carroza con él y la princesa.

Mientras tanto, el gato se había adelantado hasta un magnífico campo donde un buen número de labradores apilaban haces de heno.

—Buenas gentes — dijo el gato, tirando de sus bi­gotes—. Dentro de un momento pasará por aquí el rey, y con toda seguridad se detendrá a preguntar de quien es este campo. Si no le decís que es de mi amo, el marqués de Carabas, os cortare en pedacitos, como hacen los carniceros cuando venden carne molida.

Dicho esto se alejó. Al pasar el rey y contemplar el hermoso heno, mandó detener la carroza y preguntó a los labradores a quien pertenecía el campo.

—A nuestro amo, el marqués de Carabás! —contestaron obedientes los hombres.

—Qué buen heno habéis recogido, marqués! —comentó el rey, y su invitado sonrió y se inclinó con humildad.

El gato, mientras tanto, había llegado a un maizal, donde los labradores cortaban las mazorcas maduras, amarrándolas en gavillas.

—Buenas gentes —les dijo el gato, con la cola bien parada—. Dentro de un momento pasará por aquí el rey, y seguramente se detendrá a preguntar a quien pertenece este maizal. Si no le contestáis que es de mi amo, el marqués de Carabás, os cortare en trocitos, como hacen los carniceros cuando venden carne molida.

Al pasar el rey y contemplar el maíz, mandó detener la carroza y preguntó a quien pertenecía el maizal.

i A nuestro amo, el marqués de Carabás! —contestaron dóciles los labradores.

iQué buen maíz tenéis, marqués! —exclamó el rey, mirando ya con cierto respeto a su joven invitado. Sonrió este, y se inclinó con simpática humildad.

El gato, que para entonces les llevaba mucha delan­tera, había llegado al castillo del ogro, que era en rea­lidad el dueño de todos los campos de los alrededores. Era este ogro, como todos los ogros, cruel y avaro; sus criados Vivian aterrorizados, pues con el menor pretexto los mandaba matar, y los devoraba en sus comidas. Na­die se atrevía a hacerle frente, pues en el momento en que el ogro lo deseara, podía transformarse en cualquier animal. Y todos sabían que ni el más valiente tenía la menor oportunidad de salir vivo al pelear contra un león, un tigre salvaje, o un elefante enfurecido.

Presentòse el gato en el castillo, cruzó el puente le­vadizo mostrando los dientes a los guardas, y sin vacilaciones se dirigió al salón donde estaba el ogro.

-         ¡Hola! —gruñó el ogro malhumorado—. ¿Quién eres tú, y como te atreves a entrar en mi castillo?

-                     ¡Señor!¡'Oh, excelencia! —maulló el gato, inclinándose hasta el suelo—. Soy un pobre viajero que admira las maravillas de la tierra. He recorrido medio mundo, y siempre oí hablar de vos desde que era pequeño. Se me ha dicho que podéis transformaros en cualquier animal en el instante en que así os plazca. ¿Es verdad? ¡Me cuesta trabajo creerlo…!

—¿Que te cuesta trabajo? —Rugió el ogro—.¡’ Ahora mismo te convencerás!

Y se convenció, pues al instante, el ogro se convirtió en un león que hizo huir al gato, con los pelos erizados por el terror, a las azoteas del castillo.

¡Noble y poderoso, señor! —maullaba—. Perdonadme por dudar de vuestro poder. Sois mucho más maravilloso de lo que me habían dicho. Sin embargo, perdonad que aún me quede una duda. Comprendo que alguien grande y poderoso como vuestra merced pueda convertirse en un animal tan noble como es el león. Pero no puedo creer que podáis transformaros en un bicho pequeño, mezquino e inútil, como, por ejemplo, un ratón. I No, no puedo creerlo!

_¡Que no puedes! —bramó el ogro, en el paroxismo del furor—. ; Miserable animal, te lo voy a demostrar!

Un momento después no se veía ogro alguno, sino solamente un pequeño ratoncillo que corría en zigzag por el piso. Y un momento fue, precisamente, lo que el ratoncillo corrió. El gato sabía lo que se traía entre manos; arqueó el lomo, se echo encima del ratón y se lo tragó en un abrir y cerrar de ojos. Ese fue el fin del malvado ogro.

Llamó entonces el gato a todos los criados, y les dijo:

—Acabo de matar a vuestro cruel y perverso amo y ahora tendréis un amo nuevo que os tratara generosa y amablemente. Todo lo que tenéis que hacer es decir que este castillo le pertenece a mi amo, el marqués de Carabás, el que desde ahora, será también el vuestro. Pero si no me obedecéis, os cortare en pedazos, como hace el carnicero cuando se pone a moler la carne.

Cuando el sol llegaba a su ocaso, el rey cruzó el puente del castillo y fue recibido por una fila de sirvientes ataviados con magnificas libreas. El gato, con gran ceremonia, abrió la portezuela de la carroza, y saludó:

-           ¡Bien venido seas, Majestad! ; Bien venido al castillo de mi amo, el marqués de Carabás!

—¿También el castillo es vuestro, marqués? —exclamó el rey—. ¡Creo que merecéis pertenecer a la familia real!

Y su creencia se confirmó cuando, después de la cena mas esplendida de que tenia memoria, vio que la princesa deslizaba su mano entre las del joven. Y no pudo menos que decir:

—Marques, a nadie como a vos, Llamaría con tanto gusto "yerno". Si mi hija está de acuerdo, celebremos la boda inmediatamente.

La princesa consintió y el hijo menor del molinero fue elevado a la dignidad de príncipe, gracias a los bue­nos oficios de su herencia. Con el tiempo, los dos jóvenes ocuparon el trono y gobernaron a su país con gran sabiduría.

¿Y el gato con botas? Se convirtió también en un personaje muy importante de la corte; ya nunca tuvo que dedicarse a cazar ratas o ratones.

¿Nunca? Bueno, solo cuando lo hacía por mera diversión

* Tomado del libro: “HABÍA UNA VEZ” (título original en inglés: Once Long Ago), los mejores cuentos infantiles de todo el mundo, relatados por Roger Lancelyn Green,ilustrado por Vojtech Kubasta .versión castellana de Mercedes Quijano de Mutiozábal . Publicado por Editorial Novaro-México . Primera Edición 1964.