El gigante Tonto

15.12.2010 21:58

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

(Cuento Lapón)

Hace muchos, muchos años, cuando todavía exis­tían ogros y gigantes en lo alto de las montañas del norte, era fácil para el caminante tropezarse con uno de ellos, si se alejaba de su hogar más de la cuenta.

Y eso fue, precisamente, lo que ocurrió a cuatro la­pones que andaban tras sus renos, perdidos en las tor­mentas de nieve. Durante tres días y tres noches habían recorrido las blancas planicies y los bosques de las re­giones nórdicas, sin encontrar una sola cabaña, ni una criatura viviente. Próximos a morir de hambre y de cansancio, vieron al fin una luz que brillaba al pie de una montaña, cuya cima se perdía entre las nubes.

Corrieron hacia la luz, esperando encontrar una ca­baña en donde algún pastor se hubiera refugiado con sus ovejas. Pero, sorprendidos, vieron solamente una hendedura en la montaña misma; entraron por ella, y caminando durante un buen rato por un ancho pasadizo, llegaron a una cueva gigantesca, cuyas paredes y techo eran de plata, tan brillante, que sus figuras se reflejaban en ella con tal claridad como si estuvieran contemplándose en un espejo.

No había nadie en la cueva, pero ardía alegre el fue­go en la chimenea, y sobre el, colgaba una olla enorme que contenía la carne de un buey entero. Al otro extre­mo de la cueva, más de cien cabras descansaban.

Estaban tan hambrientos nuestros lapones, que se sirvieron de la olla, aunque solo pudieron hacerlo va­ciando el agua y apagando el fuego; pues de otra mane­ra se hubieran quemado, ya que, tan grande era la olla, que tenían que meterse dentro para sacar la carne.

Cuando saciaron su hambre, escondieron la carne que quedó, para llevársela, y volvieron a llenar la olla con agua fría. Exploraron después toda la cueva, en­contrando montones de oro, plata y otros objetos pre­ciosos. No tocaron nada, sin embargo, pues no sabían a quien pertenecía todo aquel tesoro.

Pensaron, eso sí, que el dueño de tanta maravilla no podía ser un hombre común y corriente, y se escondieron al fondo de la cueva, esperando salir con bien de la aventura; pero estaban tan cansados, que resolvieron pasar allí la noche y proseguir su camino al día siguiente.

Sin embargo, no habían dormido mucho rato, cuando se despertaron al escuchar unos pasos que retumbaron como truenos; y vieron a un enorme gigante que entró dando grandes zancadas, y que, parándose en el centro de la cueva y parpadeando con expresión de torpeza, murmuró  entre dientes:

-          ¡Qué raro! ¡Qué extraño! Huelo seres humanos, pero  no veo a nadie...

Se dirigió a la chimenea, y levantando la tapa de la olla, miró hacia dentro, rascándose la cabeza, perplejo.

¡Pero, qué raro …! – Murmuró – El buey se ha evaporado… Y de repente, se enfureció. Cogió la tapa de la olla y la arrojó hacia el hacia el techo, con tal fuerza, que allá quedó Clavada. Lanzando después en todas direcciones cuanto objeto se cruzaba en su camino, recorrió la cueva entera y encontró por fin a los cuatro aterrorizados lapones, que arrastró hasta el centro de la cueva.

-                       ¡Ah! ¡Era verdad que olía seres humanos ...! ;¡ y  su carne es mejor que la de buey! .-bramó el gigante.

Agarró al lapón mas alto y lo arrojó a la olla para que se fuera cociendo, pero se olvidó, afortunadamente, que, para que el agua hierva y se cueza la carne, es ne­cesario un buen fuego; encadenó después a los otros tres, y satisfecho y tranquilo se tumbó a dormir.

Unos minutos después roncaba con tal fuerza, que la montana entera se cimbraba y las cenizas volaban por toda la cueva.

En cuanto se aseguró de que el gigante dormía, saltó fuera de la olla el lapón que se suponía se estaba co­ciendo y desató a sus compañeros con toda rapidez.

Cargaron sobre sus hombros cuanto pudieron, y sa­liendo por el pasadizo, se encontraron, horrorizados, con que el gigante había cerrado la entrada con una enorme roca que no pudieron mover, a pesar de que emplearon toda su fuerza y toda su astucia.

Tres de los lapones se desesperaron, pero el cuarto, tratando de animarlos, dijo:

El gigante es muy estúpido. Los de su raza tienen siempre muy poco ingenio, y este tiene menos aun que sus colegas. Tendremos que escapar a base de maña, puesto que no podremos hacerlo por la fuerza.

—Regresaron a la cueva y colocaron un buey en la olla; arregló, el más animoso, las cadenas en torno a sus tres compañeros, como si no hubieran sido tocadas y se escondió tras un gallinero en espera de los acon­tecimientos.

—Poco después se despertó el gigante, y a grandes pa­sos se dirigió a la olla para ver cómo iba su cena.

Se escapó! —bramó, furioso—. ¡Vosotros, los de las cadenas! ¡Decidme inmediatamente dónde está, o aplastaré vuestras cabezas!

— ¡Pero, tiene que estar ahí dentro! —contestaron los lapones

—Tus ojos no andan muy bien —añadió uno de ellos —. Hace un rato, no viste el buey que se estaba cociendo, dijiste que se había evaporado y no era cier­to; y pusiste la olla sobre cenizas apagadas, ni siquiera viste que no había fuego.

Qué raro —murmuró el gigante —. Es cierto... Estoy perdiendo la vista... Mala suertc...

Lo que necesitas es un buen ungüento o para los ojos —aconsejó el lapón —, y recuperaras la vista.

¿Unguento para los ojos? —repitió el gigante, rascándose la cabeza—. No tengo, ¿Puedes tú repararlo?

Seguro que si —contestó el hombre—. Y te garan­tizo que en cuanto lo uses, podrás ver lo que sucede a cincuenta millas con la misma claridad que ves ahora a cincuenta yardas. Pero te advierto que es muy fuer­te y arde mucho la primera vez que se usa.

No importa —contestó el gigante—. Prepáralo y pónmelo en los ojos.

Pero tendrás que pagarme —dijo el lapón.

Te pagaré —respondió el gigante—. Tendrás cator­ce días más de vida. Me comeré primero a tus amigos y te dejare para el final. Pero dime cómo te llamas, no vaya a ser que me equivoque y te despache a ti primero.

Me llamo Nadie —contesto el lapón, y el gigante repitió Nadie diez veces para no olvidar el nombre.

Encendió una gran hoguera y desató al lapón que, in­mediatamente, se dispuso a preparar el ungüento. Puso al fuego cinco libras de plomo, hasta que se derritieron; dijo luego al gigante que se tumbara Boca arriba y que no se asustara por el ardor que iba a sentir en el primer momento; echó después el plomo derretido en los ojos del gigante, y lo dejó completamente ciego.

En seguida se dio cuenta cl gigante de que no podía ver nada y de que había sido vilmente engañado por el lapón. Liamó entonces a grandes voces al gigante de la cueva vecina para que lo ayudara a castigar al villano que lo había dejado ciego.

¿Qué pasa? —gritó el gigante de al lado, deteniéndose a la entrada de la cueva—. ¿Quien se ha atrevido a molestarte?

Nadie! —gritó el ciego—. Nadie preparó ungüento para los ojos, y no veo nada. ¡Te digo que Nadie me ha hecho cosas horribles...!

Te crees muy gracioso, despertándome a medianoche  para esto, —bramó el vecino—. Nadie te mo­lesta, así es que nada puedo hacer para ayudarte. Pero si vuelves a gastarme otra broma así, peor para ti.

Cuando comprendió que no podía esperar ayuda de su amigo, el gigante ciego empezó a buscar a los lapones alrededor de la cueva, amenazándolos con los más horribles tormentos en cuanto los atrapase.

Pero las cabras se atravesaban constantemente en su camino, y decidió sacarlas de la cueva. Quitó la enorme piedra y se acurrucó a la entrada, tocando y palpando cada cabra que salía, para asegurarse de que los lapones no se escapaban entre ellas. Viendo lo que hacía el gigante,  cogieron aquéllos inmediatamente a cuatro de las cabras más grandes, las mataron y se cubrieron con sus pieles. Cogiendo después la mayor cantidad de oro y plata que pudieron, se mezclaron con los otros ani­males y se escurrieron en cuatro patas, sin que el gi­gante sospechara el engaño de que estaba siendo víctima.

En el momento de salir el último lapón, el gigante lo detuvo, y acariciándole el lomo, le dijo, creyendo que hablaba con una de sus cabras:

—Pobrecitas de vosotras, tendréis que errar solas por los campos, pues habéis perdido a vuestro amo.

Y empujándolo para que se reuniera con las otras cabras, cerró la entrada de la cueva y gritó:

—¡Ahora, señor Don Nadie, tú y tus amigos estáis atrapados! Veremos quién es más listo.

Pero el lapón no iba a darle el gusto de creer que los había vencido, y tan pronto como se quitó de encima la piel, se levantó y exclamó:

¡Pues no eres tú el más listo, señor gigante! Mis amigos y yo estamos acá afuera, y con una buena parte de tu tesoro.

El gigante se quedó pensando un largo rato, y sa­liendo de la cueva dijo, por fin:

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

  

Bien, señor Don Nadie, tengo que admitir que eres tú el más listo, y para que veas que no te guardo rencor, pues admiro a un ladrón hábil, te regalo este anillo; úsalo para que te acuerdes de mi.

Y quitándose un hermoso anillo de oro que tenia puesto, lo arrojó en la dirección en que había escucha­do la voz.

Lo recogió el lapón y se lo puso. Paro era un anillo mágico que empezó a gritar :”¡Aquí  estoy! Aquí estoy!"

El lapón quiso quitarse el anillo, cuando vio que el gigante ciego seguía a la voz; pero no pudo hacerlo por más que trató, y entonces se  alejó, corriendo, con el gigante pisándole los talones.

Desesperado, sacó su navaja y se cortó el dedo en donde tenía el anillo, arrojándolo a una profunda barranca. Todavía le llegaba el grito:"¡Aquí estoy! i Aquí estoy!"

El gigante se abalanzó tras la voz, muy' de cabeza hasta el fondo de la barranca y allí terminaron sus días.

 

* Tomado del libro: “HABÍA UNA VEZ” (título original en inglés: Once Long Ago), los mejores cuentos infantiles de todo el mundo, relatados por Roger Lancelyn Green,ilustrado por Vojtech Kubasta .versión castellana de Mercedes Quijano de Mutiozábal . Publicado por Editorial Novaro-México . Primera Edición 1964

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Bien, señor Don Nadie, tengo que admitir que eres tú el más listo, y para que veas que no te guardo rencor, pues admiro a un ladrón hábil, te regalo este anillo; úsalo para que te acuerdes de mi.

Y quitándose un hermoso anillo de oro que tenia puesto, lo arrojó en la dirección en que había escucha­do la voz.

Lo recogió el lapón y se lo puso. Paro era un anillo mágico que empezó a gritar :”¡Aquí  estoy! Aquí estoy!"

El lapón quiso quitarse el anillo, cuando vio que el gigante ciego seguía a la voz; pero no pudo hacerlo por más que trató, y entonces se  alejó, corriendo, con el gigante pisándole los talones.

Desesperado, sacó su navaja y se cortó el dedo en donde tenía el anillo, arrojándolo a una profunda barranca. Todavía le llegaba el grito:"¡Aquí estoy! i Aquí estoy!"

El gigante se abalanzó tras la voz, muy' de cabeza hasta el fondo de la barranca y allí terminaron sus días.

 

* Tomado del libro: “HABÍA UNA VEZ” (título original en inglés: Once Long Ago), los mejores cuentos infantiles de todo el mundo, relatados por Roger Lancelyn Green,ilustrado por Vojtech Kubasta .versión castellana de Mercedes Quijano de Mutiozábal . Publicado por Editorial Novaro-México . Primera Edición 1964