El libro mágico

22.02.2012 03:35

(Cuento Danés) Pedro y Kirsten vivían en una pequeña cabaña a la orilla del bosque, y tenían un hijo llamado Hans. Al cumplir los dieciséis años, se despidió Hans de sus padres para ir a correr mundo, en busca de fortuna.
Siguió el joven la estrecha vereda a través del bos¬que, silbando alegremente, saludando a los pájaros y animales que encontraba, y meditando seriamente en lo que haría, sin fijarse en el camino, hasta que tropezó con un anciano de larguísima barba blanca.
— ¡Vamos, jovencito! —Exclamó el viejo—. ¿Adón¬de vas?
—A buscar fortuna —contestó Hans—. Pero empiezo a sentir hambre y tendré que aceptar trabajo, si alguien me lo ofrece; aunque, desde luego, no deberá ser de¬masiado pesado, tendrán que darme bien de comer, y, además, una buena paga.
—Ven conmigo —dijo el anciano—. Necesito un muchacho como tú para que conserve limpia mí casa mientras yo salgo de viaje. No hay mucho que hacer, solamente- sacudir el polvo de las habitaciones, y esparcir arena sobre los pisos. Tendrás comida suficiente y te pagaré cuarenta monedas de plata al año.
— ¡Eso es precisamente lo que busco! —Se entusiasmó Hans—, y siguiendo al anciano, llegaron a su casa.
Entraron por una especie de trampa en la falda de la montaña; bajaron después muchos escalones, y lle¬garon, por fin, a una amplia cueva iluminada con lámparas cuya luz nunca se extinguía y en donde abundaban los objetos preciosos. En las paredes de la gruta se veían muchas puertas cerradas que conducían a otras tantas habitaciones.
—Hemos llegado —dijo el Anciano de la Montaña—. Todas las puertas están sin llave, excepto una, que la tiene en la cerradura, y que es de plata. No deberás entrar nunca en esa habitación, pues si lo ha¬ces, te ocurrirá una terrible desgracia. Encontrarás ropa en los armarios, toma la que necesites. Cuando te dé hambre, siéntate frente a esa mesa, piensa en lo que  desees comer, y lo encontrarás en esa sopera cubierta. Ahora, salgo de viaje, y no sé cuándo regresaré. Adiós!
Tan pronto como desapareció el anciano, se sentó Hans frente a la mesa y saboreó una magnífica comida. Después, se dedicó a explorar toda la casa, se probó muchos trajes y, por fin, se fue a la cama y durmió más de doce horas.
"No tiene caso echar arena sobre los pisos —pensó muchacho al terminar su desayuno, el día siguiente-. Nadie los verá sino yo, y a mí no me importa que no tengan arena."
'Tampoco veo la necesidad de sacudir todas las habitaciones, excepto ésta y la mía —pensó a la otra mañana. Sólo yo las veré, y a mí me tiene sin cuidado  que  no estén limpias."
—No veo para qué sacudir las habitaciones —resolvió tercer día—. Soy la única persona que vive aquí, y mí no me molesta el polvo."
Así que muy pronto no tuvo otra cosa que hacer, —o dedicarse a contemplar la puerta cerrada con llave, y a reflexionar sobre lo que habría tras de ella. Sin embargo, poco después dejó de cavilar, dio la vuelta a la llave y se asomó a la habitación.
Allí no había nada extraordinario, a no ser un montón de huesos. En una de las paredes, había un estante lleno de libros.

"Al menos, puedo matar el tiempo leyendo" —pensó Hans. Tomó el libro más pequeño, lo llevó a la mesa y lo leyó mientras cenaba. Era un libro de magia, que explicaba toda clase de hechizos y brujerías.
"Con la ayuda de este libro, puedo convertirme en lo que desee —pensó Hans—. Me quedaré con él, en lugar de mi paga. Ahora, veamos si hay alguna fórmula má¬gica que me saque de esta montaña."
No tardó en encontrarla, y unos momentos después, se hallaba cruzando el bosque a grandes zancadas, silbando alegremente.
Al llegar á su hogar, sus padres, desconfiados, le preguntaron en dónde había conseguido ropa tan fina.
— ¡Oh! La gané con mi trabajo —les respondió Hans.
— ¡Imposible! —Exclamó Pedro—. No puedes haberla ganado en tan poco tiempo. Probablemente la robaste, y como no quiero ladrones en mi casa, ¡fuera de aquí!
—Sólo vine a ayudaros —exclamó Hans—. Pero me voy. Por la mañana, encontrarás un enorme perro en la puerta —añadió, dirigiéndose a su padre—. Llévalo al castillo y véndeselo al duque por diez piezas .de plata. Pero antes, asegúrate de quitarle el collar y de traerlo contigo.
Hans se fue, y al día siguiente, allí estaba en verdad el perro. Pedro lo llevó al castillo y se lo vendió al du¬que por diez piezas de plata, sin olvidarse de quitarle antes el collar.

Esa noche volvió a presentarse Hans, de improviso, y dijo a sus padres:
—Todavía no he hecho bastante por vosotros. Mañana encontraréis una vaca tan alta como la casa. Llevadla al palacio del rey, y vendedla por mil piezas de plata, ni una menos. Pero aseguraos antes de quitarle el ronzal y de traerlo a la cabaña. ¡Ah! Y tan pronto como la hayáis vendido, no regreséis por el camino principal, sino por el sendero a través del bosque.

A la mañana siguiente despertaron los padres, y, al asomarse a la ventana, vieron una vaca tan grande como una hacina de heno, que se comía el techo de la cabaña.
— ¿Cómo lograremos ponerle el ronzal? —exclamó Pedro.
—Tendrás que encontrar la forma de hacerlo, y pronto —contestó Kirsten—, pues de otra manera, se comerá todo el techo.
Pedro tomó una escalera, la apoyó contra la casa, s trepó por ella con una cuerda y un tablón muy largo.
Colocó la tabla sobre el techo de la casa y el lomo de la vaca, y, caminando sobre el tablón hasta el cuello del animal, amarró a éste con la cuerda, y se deslizó por ella hasta el suelo.
Después, todo fue fácil. Llevaron la vaca al palacio, en donde Pedro tuvo la fortuna de encontrar al propio rey, que paseaba por los jardines reales.
—Buenos días, majestad —dijo Pedro, haciendo una gran reverencia—. He oído que vuestra hija, la princesa, está a punto de casarse, y se me ocurrió que mi vaca, la cual es de un tamaño excepcional, podría seros útil. Sin duda tendréis miles de invitados a las fiestas, y a lo mejor escasea la carne en vuestras cocinas.
— ¡Excelente idea! —exclamó el rey, y le pagó a Pedro en el acto las mil piezas de plata que pedía. Luego, llamó al carnicero del palacio.
—Trae tu hacha, y mata esta vaca —ordenó el monarca—. Tendremos carne suficiente para diez mil invitados por lo menos.
Pero en el momento en que el carnicero levantaba el hacha, la vaca se transformó en una paloma, que se alejó volando hacia el bosque.
Cuando se enteró el rey de lo sucedido, mandó a sus hombres, por el camino principal, en busca del campesino que le había vendido la vaca mágica. Pero Pedro, con el ronzal en la mano, había tomado el sendero a través del bosque, y a nadie se le ocurrió sospechar de él.
Hans volvió al día siguiente, y dijo:
—Tengo un regalo más para vosotros. Mañana encontraréis un caballo en el corral. Llevadlo al mercado,pero quitadle la brida antes de venderlo, y traedla con vosotros.

Al mercado se dirigió Pedro a la mañana siguiente, con el estupendo corcel que encontró en sus corrales. Nadie quería, sin embargo, darle las mil piezas de plata que pedía por él, hasta que apareció, de repente, un anciano con una larguísima barba blanca, que pagó la suma pedida sin regatear ni un céntimo.
Pero al tratar de sujetar el caballo, empezó éste a encabritarse y a repartir coces.
—Tendrás que dejarle puesta la brida —dijo el An¬ciano de la Montaña, pues era él el que había compra¬do el animal.
— ¡Oh, no! —Contestó Pedro—. Debo llevarla a casa. —Te daré cien piezas de plata por ella.
No puedo venderla.
—Quinientas.
— ¡No!
— ¡Mil!
La tentación era demasiado grande, y Pedro regresó a su casa con dos mil piezas de plata, con las que cons¬truyó una hermosa granja, y compró otras tierras que lo enriquecieron todavía más.
Mientras tanto, el Anciano de la Montaña, llevaba el caballo a un herrero, y le ordenaba:
—Ponle herraduras a este caballo, maestro herrero.
—Entra primero, y bebe algo —respondió el herrero—. Mi ayudante tardará en encender el fuego y en avivarlo con el fuelle.
Mientras saboreaban juntos su bebida, el caballo permanecía atado en el corral; en eso, una joven sirvienta salió a sacar agua del pozo y, amablemente, ofre¬ció el cubo al caballo. Cuál sería su sorpresa, cuando el caballo, volviéndose hacia ella, le dijo:
— ¡Quítame la brida! ¡Si lo haces, salvarás mi vida!
Un caballo que habla, no es precisamente el animal al que se desobedece, así que la joven hizo lo que le ordenaba. Y se sorprendió aún más, cuando, al quitarle la brida, vio que el caballo tomaba la forma de una pa¬loma que se alejaba volando.
No pudo la joven contener un grito; el Anciano de la Montaña salió corriendo de la casa, y, viendo lo que había sucedido, se convirtió, a su vez, en un halcón, y se alejó tras de la paloma. Volaban ambos sobre el bosque, y el halcón estaba a punto de caer sobre su víctima, cuando la paloma se transformó en un anillo de oro, que cayó precisamente a los pies de la princesa que estaba a punto de casarse, quien lo recogió inmediatamente, y lo colocó en uno de sus dedos.
El halcón se precipitó en pos del anillo, pero uno de los guardas de la princesa lo vio, y, apuntándole con su flecha, lo atravesó de parte a parte. Y ese fue el fin del Anciano de la Montaña.
Mientras sucedían todas estas cosas, a la princesa la habían castigado, pues rehusaba contraer matrimonio con el príncipe que su padre le había escogido por esposo. El rey la  había encerrado en los jardines reales condenándola a pan y agua, y obligándola a dormir en  la casa real de campo.
Al quedarse sola la princesa, saltó el anillo del  dedo, convirtiéndose en un apuesto joven.

—Perdonadme por asustaros, hermosa princesa dijo Hans, haciéndole una gran reverencia—. Pero busqué refugio en vuestras manos, para salvar mi vida del anciano de la Montaña que me perseguía por haberle robado su libro mágico.
—Permaneced entonces conmigo —le dijo la princesa  que se había enamorado de Hans a primera Hans aceptó, encantado, pues él también estaba prendado de la princesa.
Y se quedaron en la casa real de campo. El. adoptaba la forma de anillo cuando se acercaba algún extraño. Y fueron felices por algún tiempo, pues nadie sospechaba su idilio.
Pero, un día, los sorprendió el rey, y aun cuando Hans se transformó inmediatamente en el anillo que la princesa llevaba en el dedo, el rey ya lo había visto
— ¡Así que es por eso que te has negado a casarte con el príncipe! —Gritó el rey—. ¡Me avergüenzo de ti y ordenó que la emparedaran en la casa real de campo, junto con Hans, a quien el monarca creía escondido por alguno de los rincones, hasta que murieran de hambre.
Esa noche, la princesa fue encerrada entre las piedras de la casa real de campo, y la puerta fue tapiada. Como las ventanas eran solamente unos pequeños agujeros, no había salida posible, pero Hans, afortunadamente, conservaba su libro mágico.
Cuando el rey ordenó, unas semanas más tarde, que se tirara la puerta tapiada, para hacerle a su hija unos funerales reales, no encontraron ni el más mínimo ras¬tro de la princesa. Tanto ella como el anillo mágico habían desaparecido por completo.
El rey se arrepintió de lo que había hecho, y procla¬mó públicamente que perdonaba a la princesa y a Hans, si aún vivían; y ofreció una gran recompensa a la per¬sona que pudiera encontrarlos y traerlos a su palacio.
Nada se supo por algún tiempo, y, un día, se presen¬tó en la corte un príncipe que deseaba hacer una visita al rey, y pedirle consejo sobre graves asuntos de estado.
—Vuestra Majestad —dijo el príncipe mientras saboreaban el vino al terminar la conferencia—, dadme un último consejo, ya que vuestra sabiduría es recono¬cida por toda la tierra. Un hombre de mi país enterró viva a su hija por amar al hijo de un leñador, cuando el padre quería casarla con un príncipe. Debo juzgar el caso. Decidme, ¿qué hago? ¿Castigo al cruel padre? Y si lo castigo, ¿cómo deberé hacerlo?
El rey, que lloraba aún la pérdida de su propia hija, contestó en el acto:
— ¡Quemadlo, hasta reducirlo a cenizas, y esparcidlas por todo el reino!

— ¡Tú eres ese hombre! —Gritó entonces el príncipe, quitándose su disfraz—. Soy Hans, y me he casado con tu hija en las regiones subterráneas, adonde nos refugiamos con la ayuda de mi libro mágico. Dime, ¿estás listo para ser reducido a cenizas?
El rey se arrodilló ante Hans, y le dijo:
—He dado mi propia sentencia, y arrepentido en verdad por lo que hice, estoy dispuesto a sufrir el castigo. Mi única petición es que me dejes ver una vez más a mi hija, para pedirle perdón.
Hans y la princesa perdonaron al rey, e insistieron para que continuara en el trono. Vinieron a vivir con él, y el monarca se convenció de que Hans era un yerno excelente y astuto.
Y fueron todos felices, y con el tiempo, Hans y la princesa se convirtieron en los monarcas de su país.
* Tomado del libro: “HABÍA UNA VEZ” (título original en inglés: Once Long Ago), los mejores cuentos infantiles de todo el mundo, relatados por Roger Lancelyn Green,ilustrado por Vojtech Kubasta .versión castellana de Mercedes Quijano de Mutiozábal . Publicado por Editorial Novaro-México . Primera Edición 1964