El muchacho y el dragón

04.07.2012 00:22

(Cuento griego moderno)

Había una vez un hombre muy pobre que tenía dos hijos, el mayor de los cuales odiaba al menor, pues éste era mucho más listo y bien parecido que aquél. Al crecer los muchachos, la situación empeoró cada vez más, hasta que un día, cuando ambos caminaban por la orilla del bosque, el mayor tomó desprevenido al pequeño y lo ató fuertemente a un árbol, confiando en que no podría salvarse.

— ¡Aquí te quedarás! — le gritó—, y espero que mueras de hambre, antes de qué alguien te encuentre.

El muchacho se quedó amarrado durante todo el día, pero, afortunadamente, al atardecer, pasó un pastor jorobado ya entrado en años, guiando su rebaño. Cuando vio al muchacho, se detuvo, compadecido.

— ¿Cómo es que estás amarrado a este árbol, hijo mío? —le preguntó—. ¿Fue acaso algún malvado ladrón el que te dejó allí?

— ¡Por supuesto que no! —Contestó el joven—. Estoy aquí por mi propio gusto, pues la espalda se me estaba encorvando. He permanecido así todo el día, pero ya estoy completamente derecho, pues estar atado al árbol fue un gran remedio.

— ¿Podría yo hacer lo mismo? — Preguntó el pastor, pensando en su joroba

—. Amárrame al árbol, por favor, para que mi espalda también se enderece.

— ¡Con muchísimo gusto! — Contestó el joven

—. Quítame las ligaduras y lo liaré.

Unos momentos después estaba el pastor tan fuertemente atado al árbol, que le sería imposible soltarse sin ayuda, y el joven le dijo:

— ¡Ya está! Tendrás que quedarte aquí hasta que tu joroba haya desaparecido.

Y, riéndose de la ingenuidad del viejo pastor, se alejó, llevándose las ovejas. Quedóse aquél lamentando su estupidez, que tan fácilmente lo había hecho caer en la trampa del muchacho, pero sin poder hacer nada para soltarse y perseguir al tunante.

Poco después, nuestro amigo se cruzó con otro pastorcillo que llevaba unos bueyes, los que no tardaron en reunirse con las ovejas, gracias a otra de sus hábiles mentiras. Y al comprender que no tenía caso volver a su hogar, se alejó por los caminos en busca de fortuna la que confiaba obtener gracias a su astucia y osadía.

Recorrió ciudades, pueblos y aldeas, y llegó a hacerse tan famoso en todo el reino por sus engaños y trampas, que el rey sintió una gran curiosidad por conocer al hábil ladronzuelo que lograba burlar a todo el mundo. Ordenó, pues, a sus soldados que lo aprehendieran y lo, llevaran al palacio real.

Cuando, por fin, lo atraparon, fue porque el muchacho se dejó atrapar, con toda intención, y al llegar ante al rey, escuchó que éste le decía:

—Mereces la muerte por tantos engaños y robos que has cometido. Pero estoy dispuesto a perdonarte, con una condición: que demuestres tu habilidad como ladrón robando el caballo volador que pertenece al dragón. Si no logras robárselo, haré que te destacen en mil pedazos.

—Si eso es lo que deseas —contestó el muchacho—, .pronto Io tendrás.

Con toda calma se dirigió a la caballeriza donde el dragón guardaba su caballo volador, y se escondió entre paja del pesebre. Cuando todo estuvo en silencio, estiró sigilosamente el brazo para asir la brida del animal, pero éste, al verlo, relinchó asustado, y el brazo apareció con toda rapidez.

El dragón dormía en una habitación de la parte superior del establo, y tenía el sueño muy ligero. Cuando echó el relincho del caballo, despertó inmediatamente, asomándose a la ventana, gritó:

¿Qué pasa, tesoro? ¿Hay algún hombre allí?

El caballo contestó con un sonido que su amo tomó comor un "no", y se volvió el dragón a la cama.

Esperó un rato el muchacho a que nuevamente se durmiera, y volvió a sacar el brazo; pero el caballo, al verlo, relinchó con tal fuerza, que el dragón saltó de la cama, y le preguntó por qué alborotaba tanto a esas horas. Como el caballo no pudo explicarle Io que sucedía, el dragón se acostó, y se durmió.

No habría pasado ni un cuarto de hora, cuando relinchó de nuevo el caballo, y esta vez, el dragón bajó furioso; al no encontrar nada extraño en la caballeriza, azotó al caballo por no dejarlo dormir tranquilo; y éste se ofendió tan seriamente por el comportamiento injusto de su amo, que se quedó más callado que una tumba cuando el muchacho volvió a sacar el brazo para desatarlo; y ofendido y callado continuó, mientras el joven montaba sobre él, y lo sacaba del establo.

Una vez fuera, gritó el muchacho:

—Dragón, si alguien te pregunta qué pasó con tu caballo, dile que te Io he hurtado en tu misma nariz.

Voló hacia el palacio del rey, antes de que el dragón tuviera tiempo de saltar de su cama y lo viera sobre el caballo, no fuera a darle órdenes secretas al animal, y todo su trabajo quedara desbaratado.

El rey lo recibió fríamente, y le dijo:

—Por lo visto, es fácil robar un caballo volador, puesto que tiene alas. Quiero algo más que demuestre, verdaderamente, tu habilidad. Regresa a la casa del dragón, y quítale la colcha que cubre su cama, y que tiene unas campanitas en los extremos. Al menor movimiento, las campanitas delatan al que quiere llevarse la colcha, así es que si la traes, habrás probado que eres realmente listo. Pero si no la traes, recuerda que te haré cortar en mil pedazos.

—Si eso es todo lo que deseas —contestó el muchacho—, pronto la tendrás.

Regresó a la casa del dragón, y, al obscurecer, subió al techo y descolgó, por el tragaluz, la cadena y el gancho que habitualmente usaban para poner la tetera al fuego. Había logrado ya enganchar la colcha y empezaba a subirla, cuando sonaron las campanitas, y el dragón farfulló medio dormido:

—Mujer, mujer, no tires tanto de la colcha..

Y tiró él a su vez, con tal violencia, que jaló al muchacho a través del tragaluz, cayendo precisamente encima de la cama.

— ¡Ah! —gritó el dragón, agarrándolo—. ¡Ya te pesqué! Mañana, mientras salgo a cazar, mi mujer te matará y preparará contigo un sabroso asado para la cena.

Ató al muchacho de pies y manos, lo puso en lo más alto de la despensa, y regresó a la cama.

Durante la noche y toda la mañana siguiente, trató el joven de desatarse; y cuando llegó la esposa del dragón a bajarlo, para preparar la cena de su marido, estaba tan quieto, que los lazos parecían estar tal como el dragón los había hecho la víspera. Cogió la mujer la punta de uno de ellos, y tiró con tal fuerza, que se quedó con el lazo en la mano, y cayó hacia atrás.

En un abrir y cerrar de ojos el muchacho estaba encima de ella, e invirtiendo los papeles, fue él quien la mató, y ella la que se asó lentamente en el horno, para la cena del dragón.

Recogió, entonces, el joven la colcha y se alejó, silbando alegremente, a informar al rey de su cometido Lo encontró en el salón del trono, se inclinó ante él, extendió, satisfecho, la colcha con las campanitas.

—¡Parece que fue muy fácil robarla! —exclamó el. Monarca—. Después de todo, como no tiene alas, no puede volar. Quiero una última prueba de tu astucia y valor. Tráeme al dragón mismo, o te haré cortar en mil pedazos.

—Lo traeré, si eso es lo que deseas —contestó el muchacho—; pero tendrás que esperar dos años. Tengo que dejarme crecer la barba, para que no me reconozca. y apenas si empieza a brotarme una ligera pelusa.

—De acuerdo —concedió el rey—. Te espero dentro de dos años, con el dragón. Pero, si no lo traes, recuerde que te haré cortar en mil pedazos.

Transcurrieron los dos años, el muchacho se convirtió en un hombre hecho y derecho, se dejó crecer une tupida barba, y al llegar el plazo a su término, estaba listo para cazar al dragón.

Cambió sus ropas por las de un pordiosero, al que no le costó demasiado trabajo convencer para que le cediera sus harapos a cambio de uno de sus trajes, y se dirigió a la casa del dragón, tan bien disfrazado, que era completamente imposible que nadie lo reconociera

Cuando llegó a su destino, cojeando y causando lástima con su triste aspecto, el dragón terminaba de preparar un enorme cofre y unos flejes de acero.

- Buenos días te dé Dios! —Dijo el falso mendigo, temblorosa voz—. ¿Tendrás, por casualidad, unas palas que regalar a este pobre hombre?

dragón, que estaba de muy buen humor ese día, restó:

-Espera que termine con mi cofre, y veré lo que do encontrar.

-Para qué vas a usar el cofre? —preguntó el pordiosero.

—Para encerrar al muchacho que mató a mi esposa y robó mi caballo volador —contestó, satisfecho, el dragón—. Una vez que lo tenga aquí dentro, no podrá escapar ... Y entonces.

—Merece un castigo —comentó el pordiosero—, pues ha sido verdaderamente cruel. Pero creo que el cofre demasiado pequeño... Ya no es un muchacho, sino de los hombres más altos que he visto en mi vida. -Te equivocas —dijo el dragón—. Este cofre es lo suficiente grande, pues hasta yo quepo en él.

—El malvado es tan alto como tú —observó el menor. Mirando al dragón de arriba a abajo—; así es que si tú cabes, también cabrá él. Pero sigo creyendo que es demasiado pequeño.

—Qué tontería! —Exclamó el dragón—. ¡Es bastante grande. Te Io voy a demostrar!

Se metió en el cofre y se acomodó cuidadosamente. El pordiosero dejó caer la tapa, y echó la llave, colocando los flejes, mientras recomendaba al dragón:

— ¡Empuja con fuerza, para ver si se puede abrir!

El dragón empujó con todas sus fuerzas, pero la tapa no se movió ni un milímetro.

— ¡Cierra perfectamente! —Gritó desde adentro el dragón—. Ábrelo, ahora, amigo mío, para que salga.

Pero nuestro hombre no contestó, se quitó el disfraz a toda prisa, y arrastrando el cofre hasta una carreta, se dirigió al palacio.

Cuando el rey supo que el dragón estaba en el cofre, no tuvo paciencia para esperar ni un segundo; y, quitando los flejes, dio vuelta a la llave, y levantó la tapa, sólo un poquito, para asegurarse de que no había sido engañado. Tuvo muchísimo cuidado de no levantarla lo bastante para que el dragón pudiera escapar, pero no calculó que la había levantado lo suficiente para que el monstruo, con un solo movimiento de sus enormes quijadas, atrapara al rey, y lo devorara de un bocado.

Nuestro amigo echó la llave con toda parsimonia, colocó los flejes y todavía se aseguró de que el cofre permanecería cerrado, poniendo enormes clavos que le proporcionaron los sirvientes del rey.

Se casó después con la princesa, y gobernó el país por el resto de su vida, con su indiscutible y bien demostrada habilidad.

Pero nadie supo, nunca, Io que pasó con el dragón..

* Tomado del libro: “HABÍA UNA VEZ” (título original en inglés: Once Long Ago), los mejores cuentos infantiles de todo el mundo, relatados por Roger Lancelyn Green,ilustrado por Vojtech Kubasta .versión castellana de Mercedes Quijano de Mutiozábal . Publicado por Editorial Novaro-México . Primera Edición 1964