El príncipe y el hada

01.10.2010 23:06

 

 (cuento árabe) HABÍA una vez un Sultán, Señor de todas las Indias, que tenía tres hijos, el príncipe Husein, el príncipe Alí, y el príncipe Ahmed. Eran los tres ingeniosos, bien parecidos y valientes; y al hacerse hombres, enamoráronse de su prima la princesa, que no sabía a cuál elegir.El Sultán estuvo también largo tiempo indeciso, hasta que al fin resolvió:

            - Se casará con la princesa el que demuestre ser el mejor de los tres. Por tanto, hijos míos, tomad cada uno el oro que os haga falta y un criado de confianza; disfrazaos y salid en busca de fortuna. Regresad dentro de un año, y aquel de vosotros que haya conseguido el presente más maravilloso, un presente raro, curioso y mágico, será  el esposo de la princesa.

            Pareció éste un excelente plan a los príncipes, quienes emprendieron el viaje a la mañana siguiente. Salieron juntos de su palacio, vestidos como sencillos comerciantes y acompañados de tres oficiales disfrazados de esclavos. Sin embargo, los hijos del Sultán montaban hermosos caballos e iban provistos de una buena cantidad de oro.

            Caminaron todo el día y por la noche llegaron a una posada, situada  precisamente en un cruce de caminos. Mientras cenaban decidieron salir al punto en direcciones distintas. Cada cual tomaría uno de los caminos que partían de la posada, y, al finalizar el año, se encontrarían en aquel mismo lugar. Compararían entonces los presentes que hubieran conseguido, antes de presentarse a su padre.

            Muy temprano, a la mañana siguiente, montaron en sus caballos, se dijeron adiós y empezaron su aventura.

            El príncipe Husein, que era el mayor de los tres, viajó durante meses hasta que llegó a la ciudad de Bisnagar, que le pareció ser la más rica de todas las ciudades del mundo. Cuantos hombres y mujeres encontraba por las calles, lucían collares, pulseras y pendientes de piedras preciosas, y se asombraba ante la variedad de los artículos expuestos para su venta, en los bazares.   

            Fatigado al fin de tanto caminar, sentóse a descansar en la tienda de un amable comerciante. A poco se sorprendió al ver, parado enfrente de la tienda, a un hombre que llevaba un trozo de alfombra común y corriente, de unas dos varas por lado, y por el que pedía la fabulosa suma de treinta bolsas de oro.

            -¡Seguramente he entendido mal!

-exclamó el príncipe Husein-. ¿Cómo es posible que esa alfombra tan insignificante valga esa cantidad?

            - ¡Oh, mi señor! –contestó el hombre-. Te asombrarás aún más cuando te diga que no me separaré de ella por menos de cuarenta bolsas.

            -Siendo así -dijo el príncipe-, debe tener algún hechizo para hacerla tan valiosa.

            - Has adivinado, extranjero- contestó el hombre-. Si te sientas sobre ella y deseas estar en cualquier sitio del mundo, al instante la alfombra volará a ese sitio, y te llevará, además sin ningún peligro y con absoluta seguridad.

            El príncipe, pensando en sus planes, dijo:

            - Si tiene en verdad el poder que dices, además de pagarte las cuarenta bolsas de oro, te haré un espléndido regalo; y estimaré que he hecho un buen trato.

            - Oh, extranjero –contestó el hombre-, siéntate conmigo en la alfombra, y desea estar en el lugar donde resides en esta ciudad. Así, cuando lleguemos, no necesitarás ir muy lejos para darme las cuarenta bolsas de oro, pues no creo que lleves contigo tal cantidad.

            Se sentó el príncipe en la alfombra, y deseó estar en su residencia. Inmediatamente, la alfombra lo transportó hasta su casa, con tal rapidez, que casi comenzaba a darse cuenta de que volaba, cuando se encontró sentado en sus habitaciones.

            Pagó las cuarenta bolsas por la alfombra y añadió una buena cantidad de piezas de oro. Y confiado en que sería él quien se casaría con la princesa, se quedó en Bisnagar, hasta que casi terminó el año, admirando las maravillas que encerraba la ciudad. Cuando llegó el día en que debía encontrarse con sus hermanos, se sentó en su Alfombra Mágica, y en unos cuantos minutos, llegó a la posada de la encrucijada.

            El príncipe Alí, mientras tanto, se había dirigido a Chiraz, la capital de Persia. Llevaba allí poco tiempo, cuando se sorprendió al escuchar, en la calle, a un hombre que ofrecía un tubo ordinario de marfil, como de dos palmos de largo, por el enorme precio de treinta bolsas de oro.

            - Con toda seguridad oí mal- exclamó el príncipe-. ¿Cómo puede valer tanto ese tubo de marfil, tan común y corriente?

            -¡Oh, mi señor! –contestó el hombre-. Te asombrarás aún más cuando sepas que no lo venderé por menos de cuarenta bolsas.

            - Entonces –dijo el príncipe-, debe tener un hechizo singular para ser tan costoso.

            - Has descubierto la verdad, extranjero –dijo el hombre-. No tienes sino tomarlo en tus manos, mirar a través de él por cualquiera de sus extremos, y desear ver lo que quieras.                                           

            El príncipe, que pensaba en el objeto de su viaje, dijo:

            - Si puedes probarme que con este anteojo-espía puedo ver lo que deseo, lo compraré no solamente por las cuarenta bolsas de oro, sino que te haré, además, un generoso regalo. Y aún pensaré que he hecho una excelente compra.

            El hombre puso el anteojo mágico en las manos del príncipe Alí, diciéndole:

            -Mira por este extremo, y piensa en la persona que más desearías ver.

            El príncipe miró a través del anteojo, y deseó ver a la princesa, a quien amaba sobre todas las cosas. Inmediatamente le pareció tenerla delante, más hermosa que el día, sentada entre sus doncellas, que le peinaban su magnífica cabellera y la vestían con preciosas sedas y ricas joyas. 

            Al ver esto, el príncipe pagó las cuarenta bolsas de oro, y añadió un buen puñado de monedas. Y sintiéndose seguro de casarse con la princesa, permaneció en Chiraz, gozando de los paseos y diversiones de la ciudad, antes de emprender su viaje de regreso a la posada en el cruce de caminos.                                                           

            Mientras sucedían todas estas cosas, el príncipe Ahmed había hecho un largo viaje hasta la ciudad de Samarcanda. Entre las maravillas del lugar, ninguna le sorprendió tanto como la manzana artificial que ofrecía un hombre en el mercado, por no menos de treinta bolsas de oro.

        - Sin duda no entendí bien –exclamó   el príncipe. ¿Cómo puede una cosa tan fea costar tanto oro?

            -Oh, señor –contestó el hombre-, tu asombro será aún mayor cuando te diga que posiblemente no la venda por menos de cuarenta bolsas de oro.

            - Eso me hace pensar –dijo el príncipe- que hay algo mágico en la manzana, y te suplico que me lo digas.

            - Es verdad lo que has dicho,    extranjero  -contestó el hombre-. Si juzgas solamente por lo que ves, la manzana vale poco. Pero cuando te diga cuáles son sus virtudes, sabrás apreciar su valor. No hay enfermedad, por dolorosa o grave que sea , que no pueda curar; y por muy cerca de la muerte que el enfermo se encuentre, al instante sana, solo con oler esta mágica fruta.    

            El príncipe, que no olvidaba sus planes, dijo:  

            - Si puedes probarme esas artes mágicas de la manzana, te daré además de las cuarenta bolsas de oro, diez más. Y pensaré que he hecho una gran compra.

            Mientras el príncipe y el hombre hablaban, un buen número de personas se había juntado a su alrededor, y una de ellas exclamó:

            -Tengo un amigo que se está muriendo. Si venís pronto, podréis demostrar los poderes de la Manzana Mágica.

            El príncipe aceptó inmediatamente la proposición, y cuando llegaron al cuarto del enfermo, acercó la manzana a la nariz del moribundo. El hombre saltó del lecho al instante, completamente curado.

            Al ver esto, el príncipe pagó las cincuenta bolsas de oro, y regresó gozoso a la posada, seguro de que sería el esposo de la princesa.

            Fue el último en llegar; pero lo hizo, sin embargo, el día que finalizaba el año en que los tres hermanos habían resuelto dar por terminada su aventura.

            Empezaron inmediatamente a contarse sus hazañas, y a jactarse de sus compras maravillosas.

            - ¡Nada puede ganarle a mi Alfombra Mágica! - exclamó el príncipe Husein-. Imaginad: ¡mi criado y yo hemos venido desde Bisnagar en unos instantes, con solo sentarnos sobre ella y desear estar aquí!                                       

            -Ciertamente, hermano mío, tu Alfombra Mágica es una de las cosas más maravillosas del mundo –concedió el príncipe Alí-. Pero mi Anteojo-Espía Mágico, lo es aún más. Con sólo mirar por él y desear ver a la persona que quieras, la verás inmediatamente, por muy escondida o lejana que esté. No espero que creáis en mis palabras en mis palabras sin probarlas; así que tomad el Anteojo-Espía y ved si digo la verdad.

            El príncipe Husein lo tomó en sus manos, y mirando a través de él, exclamó.

            - ¡Deseo ver a mi amada prima, la princesa!

            No había terminado de decir estas palabras, cuando, con gran sorpresa, vieron vieron sus hermanos que temblaban sus manos, y se tornaba más pálido que la muerte.

            - ¡Oh, príncipes, hermanos míos! –gritó-. Todos nuestros trabajos han sido en vano. Acabo de ver a nuestra amada princesa, moribunda, rodeada de sus doncellas. Le quedan sólo unos momentos de vida.

            El príncipe Alí arrebató el Anteojo a su hermano, y después de una rápida mirada, se dejó caer lleno de angustia.

            Pero el príncipe Ahmed exclamó:

            -Oh, hermanos míos, si no perdemos tiempo, podremos salvar la vida de nuestra prima, la princesa. Ved la maravilla que yo he traído: una manzana tan valiosa como la alfombra o el anteojo, y aún más, pues curará cualquier enfermedad, y si la persona que sufre esta a las puertas de la muerte , se restablecerá al instante, sólo con olerla.

            - Si esto es cierto- dijo el príncipe Husein-, subamos todos a mi Alfombra Mágica, y deseemos estar al lado de nuestra amada princesa. 

            Y como lo propuso, lo hicieron. Un momento después, los tres príncipes estaban en la habitación de la princesa, mientras las doncellas se retiraban o corrían asombradas por la súbita aparición de los hermanos.

            Inmediatamente, el príncipe Ahmed se arrodilló junto al lecho, incorporó a la moribunda princesa con un brazo, y acercó a la nariz la Manzana Mágica. No tardó la joven en abrir los ojos, y unos momentos después, daba la bienvenida a sus primos con su acostumbrada gracia, rogándoles que salieran de su habitación mientras se levantaba y se vestía.

            Los tres príncipes corrieron a arrodillarse a los pies de su padre, y no solamente le mostraron las maravillas que habían traído, sino que le refirieron el buen uso que habían hecho de ellas.

            - Y ahora, rey, ¡larga vida os dé Dios! – le dijeron-. Resolved cuál de nosotros puede reclamar a la princesa como su esposa.

            El Sultán se acarició la barba pensativamente.

            - El príncipe Ahmed ha salvado la vida de la princesa con la Manzana Mágica – dijo-, pero no hubiera podido llegar a tiempo a no ser por la Alfombra Mágica del príncipe Husein; y ninguno de vosotros hubierais sabido el peligro que corría, a no ser por el Anteojo-Espía Mágico del príncipe Alí. No… No puedo decir cuál es el vencedor, aun cuando los tres habéis probado ser merecedores de vuestra prima. Deberemos hacer otra prueba. Id, templad vuestros arcos,  llevad vuestras flechas, y esperadme en las murallas de la ciudad. Aquél cuya flecha llegue más lejos, será el esposo de la princesa al caer el sol.

            Poco después, los tres príncipes, uno al lado del otro estaban con las flechas preparadas en los arcos.

            El príncipe Husein tiró primero. A continuación, el príncipe Alí lanzó su dardo , que cayó unos pasos más lejos que el de su hermano. Por último, el príncipe Ahmed tensó su arco, y su flecha voló fuera del alcance de la vista, desapareciendo tan misteriosamente, que ni la más cuidadosa búsqueda logró descubrirla.

            Así que se declaró vencedor al príncipe Alí y grandes y hermosos fueron las fiestas con que se celebró la boda. Pero el príncipe Husein no se encontraba presente , pues desilusionado, había renunciado al mundo y a su derecho al trono. Era derviche, es decir, monje mahometano, y vivía en el desierto, ayunando y dedicando su vida a adorar a Alá el Misericordioso. 

            El príncipe Ahmed tampoco estuvo en la boda, pues seguía buscando su flecha. Y no pudiendo encontrarla, siguió la dirección en que había desaparecido, lejos, rumbo a las montañas, con el corazón invadido de tristeza.

            Llegó por fin a un enorme acantilado que le cerraba el paso. Y allí, con gran asombro, descubrió su flecha brillando sobre la hierba, a casi cuatro leguas del lugar donde la había lanzado.

            - ¡Parece obra de brujería! –exclamó-. No hay hombre que pueda disparar una flecha a esa distancia.

            Mientras hacía este comentario, notó que la flecha apuntaba a una cueva, en la entrada de la cual desembocaba una vereda; y al avanzar hacia ella, vio en el interior una extraña puerta de hierro. El príncipe la abrió sin dificultad, y penetró en la montaña.

            Esperaba encontrar tinieblas; pero, por el contrario, después de avanzar unos pasos , llegó a un espacio más iluminado aún que el mundo exterior. Y lo primero que vio, fue un magnífico palacio, resplandeciente de oro y piedras preciosas.

            No tuvo tiempo de admirarlo, sin embargo, pues inmediatamente avanzó hacia él, desde el palacio, la princesa más hermosa que nunca había soñado contemplar.

            Al acercarse a él, exclamó:

            - Bienvenido, príncipe Ahmed a mi palacio.

            El príncipe, que estaba extraordinariamante sorprendido, dijo:

            -Oh, hermosa señora, no encuentro palabras para alabaros. Pero decidme, os suplico, cómo sabéis mi nombre, cuando yo ni siquiera tenía noticia de este maravilloso lugar, tan cercano, sin embargo, a la ciudad de mi padre, el Sultán.

            -Oh, príncipe –fue la respuesta-, yo soy un hada, hija de un poderoso genio, y mi nombre es Banu. No debe sorprenderte que conozca tu nombre, pues te he seguido a ti, y a tus hermanos, durante algún tiempo. Fui yo la que mandé la Manzana Mágica a Samarcanda para que pudieras comprarla, así como la Alfombra Mágica a Bisnagar para el príncipe Husein, y el Anteojo Mágico a Chiraz, para el príncipe Alí. Pero no podía verte desposado con una persona tan inferior como la princesa, tu prima. Así que cuando disparasteis vuestras flechas, yo volaba invisible sobre vosotros, tomé tu flecha y la traje hasta la entrada de mis posesiones. Aquí podrás encontrar felicidad y riquezas, pues yo, y todo lo que tengo, será tuyo.

            El príncipe Ahmed contempló la belleza del hada Banu, y le pareció que jamás había visto nada igual, ni había conocido el amor, hasta ese momento. Así que se casaron ese mismo día, y durante seis meses fueron completamente felices.

            Al cabo de ese tiempo, el príncipe, dijo a su esposa:

            - Corazón de mi corazón, una sola cosa me impide ser completamente feliz. Durante todo este tiempo, mi amado padre debe creerme muerto. Permíteme ir a visitarlo y a llevarle el consuelo de que vivo.

            Pero el hada Banu le dijo, con acento de reproche:

            - ¿Es acaso, oh, príncipe, que te estás cansando de mí y buscas una excusa para dejarme?                  

            El príncipe, ante estos recelos, no volvió a mencionar su deseo de visitar al Sultán, aunque continuamente hablaba de él.

            Pero llegó el día en que el hada supo que el Sultán estaba verdaderamente triste por la desaparición de su hijo. No había vuelto a saber de él, y los mensajeros que había mandado en todas direcciones no lograban averiguar nada. Mandó, por fin traer a una bruja y le ordenó que usara de todas sus artes para descubrir el paradero del príncipe.

            -Oh, mi rey, a pesar de todas mis artes, lo único que puedo decirte es que el príncipe Ahmed vive aún. Un poder superior al mío me impide saber más.

            Enterada de esto, el hada Banu dijo al príncipe:

            - Amado mío, veo que continúas ansioso de visitar al Sultán, tu padre, y sé que es esa ciertamente la única razón que tienes para desear salir de aquí. Toma veinte hombres, y ve sin temor. Pero te suplico que no le digas con quién te has casado, ni dónde vivimos.

            El príncipe prometió guardar el secreto del hada, y salió con sus veinte guardias, vestidos con ricas ropas cubiertas de joyas, y montando magníficos caballos.

            El Sultán recibió feliz, y con lágrimas de alegría, al hijo desaparecido, sin forzarlo a traicionar el secreto de sus riquezas o de su matrimonio.

            Pero en torno al Sultán había señores y visires que envidiaban las riquezas y evidente felicidad del príncipe Ahmed. Pronto su envidia se convirtió en odio, y conspiraron entre ellos para destruirlo. Empezaron por insinuar al Sultán que el príncipe proyectaba matarlo y apoderarse del trono.

            El Sultán se rió de ellos. Pero después de varias visitas del príncipe, quién llegaba siempre inesperadamente y con sus guardas cada vez más lujosamente ataviados, se dio a pensar si no habría algún propósito oculto en todo aquello, que escapaba a sus ojos.

            Llamó nuevamente a la bruja y le ordenó que descubriera, en la montaña, el lugar donde se dirigían el príncipe y sus acompañantes.

            La bruja se disfrazó de inocente anciana y se sentó en el camino, cerca del lugar donde el príncipe parecía desvanecerse en la falda de la montaña.

            Cuando este y sus guardas pasaron por el lugar, ni se fijaron en la miserable vieja; pero ella los vigilaba atentamente y vio cómo se dirigían en fila hacia una cueva, no lejos de dónde ella se encontraba.

            Tan pronto como desaparecieron, siguió sus huellas por la vereda hasta la entrada de la cueva. Pero no vio más que la sólida pared de roca, pues la magia de la puerta de hierro del hada Banu, era tal, que ninguna mujer mortal podía verla.

            El Sultán, sin embargo, insistía en saber más, así que la bruja esperó la siguiente visita del príncipe Ahmed, y cuando calculó que estaba próxima se tendió entre las rocas, junto a la boca de la cueva, fingiendo estar gravemente enferma.

            Poco después salió el príncipe en su caballo, acompañado de sus criados, y cuando vio a la pobre mujer, tirada en el suelo, quejándose, se volvió y ordenó a dos de ellos, que la levantaran y la llevaran a la presencia del hada Banu.

            - Oh, señora mía y amor mío –dijo-, te suplico que cuides de esta pobre anciana que encontré tendida entre las rocas. Creo que si no la hubiéramos socorrido ahora, pronto hubiera muerto.

            - Oh, señor mío, luz de mis ojos –respondió el hada-, cumpliré tus deseos. Mi corazón se alegra al ver la bondad del tuyo. Pero te advierto que esta mujer no es lo que aparenta, y puede haber venido a hacerte algún mal.

            -No puede ser, -rió el príncipe-, pues nunca he ofendido a nadie, y no creo que exista quien me desee algún daño.

            Y se fue a visitar al Sultán, mientras que los criados llevaban a la bruja al palacio del hada Banu, y le daban unos tragos de agua de la Fuente de los Leones, con la que se lograban curaciones aún más maravillosas que con la Manzana Mágica.

            Cuando pareció revivir, la bruja visitó el palacio entero, y finalmente fue recibida por el hada Banu, que estaba sentada en su trono de oro puro, incrustado de joyas.

            El hada le habló amablemente y ordenó a dos de sus criados que la acompañaran durante parte del camino que conducía a la ciudad del Sultán. Cuando la dejaron y desaparecieron en la roca, la bruja se apresuró a regresar y buscar la puerta, pero tampoco en esa ocasión logró ver nada.

            Cuando refirió al Sultán todo lo que había visto, se mostró éste más preocupado. Los perversos visires le aconsejaban que aprehendiera al príncipe, pero la bruja le aconsejó que no lo hiciera.

            - Todos sus acompañantes son genios disfrazados –le dijo-. Nunca podrás capturarlos. Desaparecerán en el aire y correrán a traer al hada Banu para rescatar al príncipe, y se vengarán de ti. No, tu táctica deberá ser avergonzar al príncipe hasta que no se atreva a salir del palacio de su esposa. Estas hadas y estos genios pueden hacer maravillas, pero su poder tiene un límite. Pídele al príncipe regalos más y más difíciles de encontrar. Cuando le hayas pedido uno que el hada no pueda conseguir, se esconderá avergonzado, y nunca te volverá a molestar.

            El Sultán escuchó este malvado consejo, y lo aceptó gustoso. Así, en la siguiente visita del príncipe, le dijo:

            - Hijo mío, ha llegado a mis oídos que estás casado con un hada. Mi temor es que hayas sido engañado por un espíritu maligno salido del Sheol, el Lugar de los Demonios. Así que te suplico que la sometas a una prueba (pues si se trata efectivamente de un espíritu maligno, solamente podrá causar daño), pidiéndole tres maravillosos regalos que beneficiarán no únicamente a mí, sino también a mis súbditos. Ve , y pídele primero una tienda, tan pequeña, que pueda sostenerla en una sola mano cuando esté enrollada, y sin embargo, tan grande al extenderla, que pueda cubrir a todo mi ejército.

            El príncipe Ahmed quedó descorazonado al oír las palabras de su padre. Ni por un momento dudó de la bondad del hada Banu, y pensó que era asunto de honor demostrar a su padre la bondad de su esposa. Sin embargo, lo que el Sultán pedía parecía no solamente difícil, sino absolutamente imposible.

            Cuando regresó al palacio estaba tan afligido, que el hada pronto adivinó que algo sucedía.

            - La anciana que creías moribunda, era realmente una malvada bruja que mandaron para espiarme –dijo a su esposo-. Tu padre está rodeado de visires malvados que sienten envidia de tu buena fortuna. Sin duda te ha pedido alguna maravilla que demuestre no solamente mi poder, sino mi amor por ti.

            El príncipe le confesó que estaba en lo cierto.

            - Nunca podré volver a ver a mi padre – exclamó- , pues me ha pedido algo extraordinario que nunca se ha visto en el mundo: una tienda tan pequeña que cuando esté plegada pueda tenerse en la mano, pero que al extenderse sea tan grande como para cubrir a todo su ejército.

            El hada sonrió.

            - Príncipe mío – dijo-, siento mucho que una pequeñez como esa te haya causado tanta pena.

            Y volviéndose a una de sus esclavas le ordenó:

            Ve al lugar donde guardo mi tesoro y trae contigo el pabellón más grande que encuentres.

            Cuando el hada puso en la mano del príncipe un objeto no mayor que una bolsita de seda, pensó que se burlaba de él. Pero cambió de parecer cuando vio la bolsita extendida en el gran espacio que existía detrás del palacio. ¡Era una tienda que podría cubrir no solamente el ejér-cito del Sultán, sino otro más de la misma magnitud!

            El príncipe dio las gracias al hada Banu, y corrió con su tesoro a la corte de su padre. El Sultán se mostró encantado con el regalo; pero como los visires envidiosos y la bruja seguían aconsejándolo mal, insistió:

            -Maravilloso, sin duda alguna, oh, hijo mío, es el pabellón del hada. Sin embargo, pudo haber sido hecho por un maligno genio para atrapar a los fieles, aunque no he salido aún a pelear en el desierto sin más protección que la tienda que has traído. Por lo tanto, que el segundo maravilloso regalo, sea un frasco de agua de la Fuente de los Leones, la que, según he oído decir, puede curar todas las enfermedades.

            Una vez más el príncipe se sintió invadido de tristeza; pero el hada pronto supo la causa, y le dijo con su encantadora sonrisa:

            - ¡Oh, mi señor y luz de mi vida! No te aflijas por eso, sino por el contrario, monta en tu caballo y sal sin temor. Lleva contigo otro caballo, con un borrego acabado de matar, dividido en cuatro porciones, y esta bola de hilo. Tan pronto como dejes la puerta de hierro en la montaña, tira la bola hacia adelante, y verás cómo se desenredará y te guiará hasta el Castillo de los Leones. En la reja encontrarás dos leones de guardia, cuyos rugidos atraerán a los otros dos que duermen dentro del castillo. Cuando los cuatro animales te ataquen, arrójales una porción de borrego a cada uno, y no temas, pues ya no te harán ningún mal. Pero tú, sigue la bola de hilo hasta que veas la Fuente de los Leones, y llena en ella tu frasco, sin bajar del caballo. Después ve al palacio del Sultán, sin volver tu mirada ni a la derecha ni a la izquierda, y todo saldrá bien.

            El príncipe Ahmed obedeció al pie de la letra las instrucciones del hada Banu. Cuando hubo llenado su frasco con agua de la Fuente de los Leones, salió del castillo y se dirigió al palacio de su padre. Dos de los leones lo siguieron, con gran alarma de las personas con quienes se cruzó, pero los animales no intentaron ningún daño, y regresaron a vigilar su fuente, tan pronto como vieron que el príncipe entregaba el frasco al Sultán.

            El príncipe creyó que su padre quedaría satisfecho, pero la bruja y los visires lo habían cambiado por completo y era ya  tan malvado como ellos, por lo que su única idea era avergonzar al hada Banu y hacer que el príncipe Ahmed desapareciera para siempre.

            Así que, incitado por su odio y por la bruja, pidió algo que parecía del todo imposible.

            - Oh, hijo mío –dijo al príncipe-, no me queda más que una cosa que pedirte, que demostrará, sin dejar lugar a dudas, el poder de tu esposa. Tráeme un hombre no más alto que una cuarta, pero cuya barba sea tan larga como una vara; que, además de hablar, pueda cargar sobre su hombro una barra de hierro de veinte arrobas, y la maneje con la facilidad con que se usa un bastón.

            El príncipe Ahmed miró a su alrededor desesperado, pero los visires se rieron abiertamente de él, y aún el Sultán sonrió malévolamente.

            Regresó a toda prisa al hada Banu, y exclamó:

            -¡Ya hasta mi padre me odia y se burla de mí! Me ha pedido algo imposible. Nunca podré visitarlo en lo futuro, ni mantener mi cabeza levantada.

            Pero cuando dijo al hada de lo que se trataba, le sonrió ésta con su más dulce sonrisa, y le dijo:

            - ¡Oh, mi rey, fuente de mi felicidad, lo que te pide el Sultán es conocer a mi hermano Schaibar! 

            Al decir esto arrojó unas gotas de un precioso perfume al fuego, del que se levantó una densa nube de humo. Al desvanecerse ésta, dijo la princesa:

            -Aquí está mi hermano Schaibar, que ha venido a conocerte, esposo mío y luz de mis días.

            Y allí estaba ciertamente un pequeño duende, no más alto que una cuarta, pero con una barba negra tan larga como una vara, y llevando sobre el hombro una pesada y enorme barra de hierro, como si fuera un bastón.

            El príncipe Ahmed se dirigió al palacio de su padre con aquel extraño compañero, y cuantas personas encontraba, se retiraban aterrorizadas; así que llegaron, sin ningún obstáculo, ante el trono mismo del Sultán.

            - ¡Aquí estoy! - gritó Schaibar, adelantándose hacia él-. Querías conocerme, y he venido. ¿Qué es lo que deseas?

            Pero en lugar de contestarle, el Sultán se alejó con una mirada de disgusto en los ojos.

            Al momento, Schaibar enloqueció de furia.

            - ¡No puedo perdonar este insulto! –bramó, y antes de que el príncipe Ahmed supiera lo que estaba sucediendo, había levantado la barra y atacado al Sultán dejándolo instantáneamente muerto.

            Volvióse entonces y golpeó en la misma forma a los malvados visires. Por último, mando traer a la bruja, y la desbarató de un solo golpe.

            - ¡Haré lo mismo con todos, y destruiré vuestra ciudad –amenazó-, a menos que os inclinéis ante el príncipe Ahmed y le juréis fidelidad y lealtad, pues desde ahora es vuestro Sultán!

            Todos, excepto los visires muertos, habían amado siempre al príncipe; así que se mostraron encantados de servirle. El Sultán Ahmed dio a su hermano, el príncipe Alí, una provincia entera para que reinara en ella, y hubiera hecho lo mismo con el príncipe Husein, si éste así lo hubiera querido.

            Después mandó por el hada Banu, quien fue proclamada Sultana; y desde entonces gobernaron con justicia sobre su pueblo, y fueron felices toda la vida

 

                           FIN

           

   * Tomado del libro: “HABÍA UNA VEZ” (título original en inglés: Once Long Ago), los mejores cuentos infantiles de todo el mundo, relatados por Roger Lancelyn Green,ilustrado por Vojtech Kubasta .versión castellana de Mercedes Quijano de Mutiozábal . Publicado por Editorial Novaro-México . Primera Edición 1964.