La alondra cantarina

22.02.2011 20:22

 (Cuento Alemán)

Se despedía un comerciante de sus tres hijas, al salir para un largo viaje de negocios y les preguntó qué desearían que les trajera de regalo. La mayor, le pidió brillantes; la segunda, perlas; y la menor, que era la consentida, le dijo:

— Querido padre, yo quiero una alondra que cante muy hermoso y que vuele muy alto.

— La tendrás —le contestó—, si se puede encontrar. Besó a las tres jóvenes, y se fue a un lejano país, donde permaneció durante muchos meses.

Como sus negocios tuvieron éxito, le fue fácil com­prar los brillantes y las perlas; pero no podía encontrar, por ningún lado, a alguien que vendiera una alondra, y esto lo tenía triste, pues se trataba del regalo de su hija consentida.

En su viaje de regreso, cuando cruzaba un bosque, vio en el centro un espléndido castillo, y muy cerca de él, un hermoso árbol donde, en la rama más alta, estaba una alondra que trinaba armoniosamente.

— ¡Ah! —Exclamó el comerciante, sintiendo que se le quitaba un peso del corazón—. ¡Una alondra que canta muy hermoso y que vuela muy alto! ¡Y, precisamente ahora!

Ordenó a uno de sus criados que subiera al árbol y cogiera al pájaro. Pero al acercarse, apareció un enorme león sacudiéndose. Empezó a rugir y todas las hojas temblaron.

— ¡Devoraré al que trate de robar mi alondra! —ru­gió, amenazador, disponiéndose a cumplir su palabra.

— ¡No sabía que la alondra fuera tuya! —Se disculpó con voz temblorosa el comerciante, y cayó de rodillas—. Solamente pensaba en mi querida hija. Permíteme que le lleve la alondra, y te pagaré por ella el precio que me pidas.

—Bien, te perdono la vida, y permitiré que le lleves la alondra, pero con la condición de que me entre­gues al primer ser con vida que veas al llegar a tu casa. Ese es el precio que pongo. Prométeme que así lo ha­rás, y podrás irte. "Seguramente será el perro, o uno de los criados", pensó rápidamente el comerciante. Y volviéndose hacia el león, juró hacerlo.

Tomó la alondra, y, con toda rapidez se alejó hacia su hogar.

Pero al acercarse a su casa, su hija menor, que desde hacia varios días lo esperaba ansiosa, salió corriendo a recibirlo. Lo besó y lo abrazó, y cuando vio que le había traído la alondra, brincó de gusto alrededor de su padre.

El comerciante, sin embargo, no podía sentirse feliz. Lloró amargamente, y le dijo:

—Hijita querida, te traje ciertamente la alondra, pero a cambio de ella, he prometido entregarte a un león feroz que, sin duda, te destrozara en pedazos para devorarte.

Le refirió toda la historia, y la joven le dijo:

—Has dado tu palabra, y no queda más remedio que me entregues al león. Olvidémonos de eso esta noche, v mañana saldré en su busca. Tal vez me deje con vida, Si se lo pido con toda humildad.

A la mañana siguiente, se dirigió la joven al bosque y encontró al león que estaba esperándola bajo el árbol donde había vivido la alondra cantora. La condujo al esplendido castillo, que parecía habitado solamente por leones, pero la trató amablemente y no le hizo daño alguno.

En cuanto se ocultó el sol y reinó la obscuridad, todos los leones se convirtieron en hombres, y uno de ellos, transformado en apuesto príncipe, se arrodilló frente a la joven y le explicó que él, y todos sus com­pañeros, estaban bajo un hechizo.

—Somos leones durante el día —le dijo—, pero en las noches volvemos a ser hombres.

Esa primera noche, el príncipe león y la hija del co­merciante se enamoraron y se casaron con gran pompa, y durante algunos años vivieron felices en el castillo, durmiendo siempre, mientras brillaba el sol.

Un día, recibieron noticias del mundo exterior. La hija mayor del comerciante iba a contraer matrimonio, y la princesa suplicó al príncipe que la dejara asistir a la boda. Accedió en el acto y la escoltó, acompañado de otros muchos leones, hasta la orilla del bosque.

El comerciante se sintió embargado de felicidad al ver a su hija, pues estaba seguro de que años atrás había sido devorada por el león. Permaneció la joven con su familia durante la boda y las celebraciones propias del caso, pero terminadas las fiestas, regresó feliz al castillo de los leones.

Al poco tiempo, les llegaron nuevas noticias; esta vez, se casaba la segunda hermana y la princesa suplicó a su esposo que la acompañara.

—No me atrevo —conteste el príncipe león—, pues si me toca un solo rayo de luz, me convertiré en paloma durante siete años y tendré que volar durante todo ese tiempo, y si no estás cerca de mí, al termino de los sie­te anos, para librarme del hechizo, me quedare con­vertido en una ave para siempre.

La princesa le prometió que no lo tocaría la luz, y se adelantó a la casa de su padre para preparar una habitación con gruesas paredes que no permitieran el paso del mas mínimo rayo de luz; y mandó hacer también una puerta, para no correr riesgo alguno.

Llegó el príncipe, y, en el momento en que iban a encender las velas para la ceremonia, corrió a encerrarse en la habitación preparada de antemano, cerrando la puerta tras de CI. Pero, desgraciadamente, la puerta había sido hecha de madera verde que, al contraerse, deje una pequeñísima grieta, que nadie notó. Y al pasar la procesión nupcial frente a la habitación se filtró por la grieta un rayo de luz, no más grueso que un cabello, y tocó al príncipe. Cuando la princesa vino a buscarlo después de la fiesta, solo encontró una blanca paloma.

; Durante siete años tendré que volar por los aires! —se lamentó la paloma—. Dejaré caer una pluma blan­ca cada siete pasos tuyos para que te sirvan de guía y puedas seguirme. Si me acompañas fielmente, podrás salvarme al término de los siete años.

Voló, la paloma a través de la puerta abierta, y la princesa salió tras de ella. Y cada siete pasos encontraba una pluma blanca que le mostraba el camino que debía seguir.

Recorrió la joven el ancho mundo, sin mirar nunca a su alrededor, sin descansar, hasta que los siete años se acercaban casi a su término, y sonreía dichosa pen­sando que pronto vería de nuevo a su príncipe.

Pero no era el fin, todavía…pues de pronto, la joven no encontró la pluma blanca            Miró, hacia arriba y vio, con espanto y consternación, que la paloma había desaparecido.

"Ningún hombre puede ayudarme", pensó la prin­cesa, y alzando la vista hacia el sol, exclamó:

— ¡Tú que brillas sobre todas las cimas y sobre todos los picos, dime, te lo suplico, si has visto a mi blanca paloma!

Pero el sol le respondió:

—Aun cuando brillo sobre todas las cimas y sobre todos los picos, no he visto a tu paloma. Te regalaré, sin embargo, este cofre; ábrelo solamente cuando no te quede otro recurso.

La princesa agradeció el regalo y siguió su camino. Cuando la luna cubrió la tierra con su manto plateado, le dijo:iTú que brillas sobre todos los campos y sobre todos los bosques, dime, te lo suplico, si has visto a mi blanca paloma!

Pero la luna le respondió:

—Aun cuando brillo sobre todos los campos y sobre todos los bosques, no he visto a tu paloma. Pero te hare un regalo: toma este huevo; rómpelo solamente cuando no te quede otro recurso.

La princesa dio las gracias a la luna y prosiguió su camino, hasta que el viento de la noche acarició su rostro, y le dijo:

¡Tú que rozas cada árbol y cada hoja, dime, te lo suplico, Dónde está mi blanca paloma!

—Voló hacia el mar Rojo —le contestó—, y allí se convirtió de nuevo en un le6n, que en estos momentos pelea contra un dragón. Este monstruo es, en realidad, una bruja. Corre tan de prisa como puedas y al llegar, cuenta los juncos en el lado derecho, hasta que llegues al número once; quiebra ese junco y golpea con él al dragón; entonces vencerá el león y ambos recobraran sus verdaderas personalidades. Pero tú y el príncipe, huid, sin perder un minuto, de la bruja. En la playa encontrareis un buitre, subid a su espalda, y os traerá, a través del mar, hasta vuestro propio hogar. Toma, además, esta nuez, y cuando estéis a medio camino, vo­lando sobre el agua, déjala caer. En el acto veréis un nogal donde el buitre podrá descansar; si no lo hace, no tendrá fuerzas suficientes para llevaros hasta donde deseéis, y si olvidas tirar la nuez, se cansara y los arroja­ra al mar.

La princesa siguió al viento de la noche hasta el mar Rojo donde peleaban el león y el enorme mons­truo. Contó los juncos, cortó el número once, golpeó al dragón, e inmediatamente el león venció y ambos animales recobraron sus formas humanas.

Pero antes de que la princesa pudiera moverse, la bruja que había sido el dragón, tornó al príncipe de la mano, lo sentó a su lado sobre el buitre y des­aparecieron volando hacia el castillo encantado de la hechicera.

La princesa se sentó en la orilla del mar Rojo y lloró por un rato. Pero recobrándose, dijo decidida:

- Seguiré a mi amado hasta el fin del mundo, hasta donde llegue el viento y grazne el cuervo, hasta que lo encuentre!

Recorrió caminos interminables y vastos desiertos, cruzó praderas y montañas, y llegó, finalmente, al castillo encantado. Y allí se enteró de que la malvada bruja estaba próxima a casarse con el príncipe, a quien con sus artes mágicas tenia encerrado y había robado la memoria.

La princesa creyó llegado el momento de abrir el cofre que le había regalado el sol y encontró dentro de él, un atavío tan brillante como el mismo astro. Se puso el vestido y entró en el castillo. Todos, hasta la misma reina, que no era otra que la bruja, la contemplaron asombrados y con envidia.

¡Me gusta tu traje para usarlo el día de mi boda!

—Exclamó la reina—. ¿Cuánto quieres por él?

—Ni dinero, ni tierras —contestó la princesa, pero si carne y sangre.

La reina le dijo que fuera más explícita, y la prince­sa, mirándola fijamente, le contestó sin rodeos:

—Déjame dormir una noche en la cámara del novio.

La reina accedió, pero sobornó al paje del príncipe para que mezclara una droga en el vino de su amo.

Cuando llegó la noche, la princesa fue conducida a la cámara del joven. Tan pronto como la dejaron sola, se sentó en la orilla del lecho, y dijo:

—Príncipe mío, te he seguido durante siete largos años. He preguntado al sol, a la luna y al viento de la noche, dónde podría encontrarte, y me han ayudado a vencer al dragón. ¿Verdad que no me has olvidado del todo?

Pero el príncipe estaba profundamente dormido y solo creyó escuchar el murmullo del viento entre los abetos. Cuando amaneció, la princesa tuvo que salir de la cámara y entregar su hermoso vestido.

Paso el día entero llorando en la pradera; pero al acer­carse la noche, se acordó del huevo que le había rega­lado la luna, y pensó que era tiempo de usarlo. Lo rompió, y, al hacerlo, salieron una gallina y doce polli­tos, todos de oro, que corrieron por la pradera. La reina bruja miraba a través de una de las ventanas del cas­tillo, y cuando los vio, pensó que no había nada más hermoso en el mundo entero.

¿Cuánto quieres por la gallina y los pollitos de oro? —preguntó a la princesa.

Ni dinero, ni tierras —contestó—, pero si carne y sangre.

La reina volvió a permitir a la princesa que pasara la noche en la cámara del príncipe, pero antes se aseguró de que el paje mezclara la droga en el vino.

Y otra vez, se sentó la princesa en el lecho, y le habló:

—Príncipe mío, te he seguido por siete largos años. He preguntado al sol, a la luna y al viento de la noche, dónde podría encontrarte, y me han ayudado a vencer al dragón. ¿Verdad que no me has olvidado del todo?

El príncipe se levantó de pronto. Había preguntado al paje sobre el extraño murmullo del viento que había escuchado la noche anterior, y el paje le confesó todo. Esa noche, por supuesto, quedó la copa del príncipe sin vaciar.

— ¡Por fin soy libre! —Exclamó, tan pronto como vio a la princesa—. ¡Ha terminado el hechizo que me arre­bató la memoria, y me has salvado, amada mía!

Salieron silenciosamente del castillo, tomados de la mano, y el viento de la noche los llevó hasta la playa del mar Rojo, donde los esperaba el buitre.

Volaban sobre su espalda, cuando, a la mañana si­guiente, la reina bruja vio que habían desaparecido.

Lanzando terribles amenazas, subió a su propio bui­tre y salió tras de ellos. Volaban sobre el mar y la reina se les acercaba peligrosamente. Pero al obscurecer, la princesa recordó la nuez, y la dejó caer. Inmediatamen­te vieron un enorme nogal y el buitre se posó sobre él para descansar por el resto de la noche.

Como el otro buitre no tenia árbol donde descansar, y al sentir que aumentaba el peso de la reina bruja so­bre su espalda, se la sacudió de encima, arrojándola al mar. Y ese fue el fin de la perversa hechicera.

Al día siguiente, el príncipe y la princesa se dirigie­ron a tierra firme y llegaron al castillo de los leones. Y allí vivieron felices, cerca del arbol donde la alondra cantaba día tras día, y noche tras noche...

 

* Tomado del libro: “HABÍA UNA VEZ” (título original en inglés: Once Long Ago), los mejores cuentos infantiles de todo el mundo, relatados por Roger Lancelyn Green,ilustrado por Vojtech Kubasta .versión castellana de Mercedes Quijano de Mutiozábal . Publicado por Editorial Novaro-México . Primera Edición 1964.