La bella durmiente del bosque

11.03.2011 01:24

 

(Cuento Francés) Había una vez un rey y una reina que vivían su­midos en la más honda tristeza, pues no tenían hijos. Pero, por fin, después de años de rogar al cielo, les fue concedida una niña, y el reino entero lo celebró con enorme alegría.

El día del bautizo, el rey dio una fiesta maravillosa, e invitó a siete hadas que por aquel entonces vivían en sus dominios, esperando que cada una concediera a la princesita un don especial, como ha sido siempre la costumbre de las hadas. Y mandó poner, en la mesa, en el lugar de cada una de las hadas, un hermoso estu­che de oro que contenía un cuchillo, un tenedor y una cuchara del mismo metal, pero guarnecidos de brillan­tes y piedras preciosas.

Las hadas mismas admiraban tan espléndido regalo y disfrutaban del banquete, cuando, inesperadamente, se abrió la puerta del salón comedor, y entró un hada muy vieja, que no había sido invitada. Hacía cincuenta años que no se la veía por los alrededores, y como se­guramente había permanecido encerrada en su torre del bosque durante ese tiempo, todo el mundo la creía muerta o encantada.

 El rey ordenó en el acto un lugar para ella, pero no pudo obsequiarle un estuche de oro, como a las otras hadas, pues solamente había mandado hacer siete. La vieja hada estaba furiosa; anunció que el rey pagaría caro el insulto, y amenazó entre dientes a la princesita.

Al escucharla, el hada más joven se retiró silencio­samente de la mesa y se ocultó cerca de la cuna de la recién nacida. Deseaba ser ella la última en conceder su regalo de bautizo, pues temía que el hada vieja, eno­jada como estaba, intentara vengarse, y ella podría, tal vez, contrarrestar en parte cualquier amenaza.

Al terminar de comer, las hadas rodearon la cuna para conceder sus dones a la recién nacida. La primera, le anunció que llegaría a ser la princesa más hermosa del mundo; la siguiente, que tendría el ingenio de un ángel; la tercera, que todo lo que hiciera, lo haría con gracia inigualable; la cuarta, que bailaría divinamente; la quinta, que cantaría como un ruiseñor; y la sexta, que tocaría instrumentos musicales, con toda perfec­ción.

Llególe el turno al hada vieja. Se inclinó sobre la cuna, y con la cabeza temblorosa, tanto por el despecho, como por la edad, predijo con voz chillona:

-          ¡Princesa, un huso atravesara tu mano y morirás!

Al escuchar este terrible augurio, todo el mundo tembló. La reina y sus damas no pudieron contener el llanto.

Pero en aquel momento, el hada joven salió de su escondite, y mirando a la princesita, dijo a sus padres:

—No os aflijáis, amados reyes, vuestra hija no morirá. Cierto es que no puedo desbaratar lo que un hada mucho más vieja que yo ha hecho, pero si puedo sua­vizar el rigor de su sentencia. La princesita se atrave­sara la mano con un huso, es verdad, pero no morirá; solamente dormirá durante cien años, al cabo de los cuales, un príncipe que yo escogeré vendrá a despertar­la y a conquistar su corazón para hacerla feliz.

Esto consoló al rey y a la reina, pero no pudo evitar que se estremecieran ante la idea de cien años de sueño. El monarca, queriendo impedir que se cumpliera el vaticinio del hada vieja, proclamó un edicto prohi­biendo, bajo pena de muerte, que se usaran o guarda­ran dentro de su reino, husos y ruecas de hilar; y todos los que existían se llevaron a las plazas, y se quemaron públicamente.

Pasó el tiempo, y la princesa creció tan hermosa y tan inteligente corno las hadas habían prometido. Y había cumplido los dieciséis años sin haber visto ni oído hablar de un huso, de una rueca, ni de la manera de usarlos.

Pero un día que el rey y la reina habían salido al campo, la princesa quiso curiosear por la parte mas an­tigua del castillo, que no conocía. Al extremo de una vieja y polvosa escalera, encontró una habitación muy pequeña, en donde una viejecita, que jamás había oído ni mencionar el edicto del rey, hilaba en su rueca.

—Dime, buena mujer, ¿Qué haces? —preguntó  la princesa.

—Estoy hilando, querida niña —contestó la viejeci­lla, que no tenía idea de quién era la que le hablaba.

¡0h, debe ser entretenido! —Exclamó la princesa—. ¿Cómo lo haces? ¡Por favor, déjame probar!

La princesa tomó el huso de manos de la mujer, y al cogerlo, tal vez por el entusiasmo con que lo hizo, o por la magia del hada vieja, se atravesó un dedo, y cayó al suelo como si estuviera muerta.

La viejecita, muy sorprendida, trató de levantar a la doncella. Pero al ver que no podía hacerlo, empezó a gritar pidiendo ayuda. Llegó gente de todas partes del castillo, y cuando vieron a la princesa en el suelo, creyéndola desmayada, trataron de reanimarla, probando todos los remedios, desde el agua fría hasta las drogas más eficaces, pero todo fue en vano.

Poco después regresó el rey al castillo, y al enterarse de lo sucedido, recordó la maldición del hada vieja, pero también la promesa del hada joven. Ordenó que llevaran a la princesa al mejor salón del castillo, y que la acostaran en una cama de oro y plata.

Allí quedó, hermosa como un ángel, con las mejillas sonrosadas y los labios de coral, respirando suavemente. Todos pudieron ver que no estaba muerta, que sola­mente había caído en el sueño encantado que duraría cien años.

Mientras tanto, el hada que había salvado su vida, se encontraba a miles de leguas de distancia, en el reino de Matakin. Pero un duende, con sus botas de siete leguas, salió inmediatamente en su busca. En unos mi­nutos, el hada regresó al castillo en su hermoso carro conducido por dragones alados.

—Habéis obrado bien —le dijo al rey, cuando vio a la princesa, ataviada con sus más hermosas ropas, en el lecho real—. Hare algo más por ella. Cuando despierte, dentro de cien años si se encuentra sola no podrá evi­tar sentir miedo. Así, pues, hare dormir a todos los ha­bitantes del castillo, excepto a vos y a la reina, pues os debéis a vuestros súbditos, y todos despertaran cuando ella lo haga.

Recorrió el castillo con su varita mágica en la mano, y con ella fue tocando a los soldados, los cocineros, los criados, las doncellas de honor, los pajes, hasta los ca­ballos, y, por supuesto, el pequeño spaniel consentido de la princesa, que no se apartaba del lecho de su ama.

Todos quedaron dormidos bajo el hechizo del hada; no despertarían hasta que la princesa despertara y ne­cesitara de sus servicios. El hada encantó también el castillo entero, el fuego de las cocinas en donde se asa­ban los faisanes y las perdices, y hasta el humo que salía por las chimeneas.

El rey y la reina besaron a su hija, abandonaron el castillo y se fueron a vivir al palacio real de una gran ciudad, en el otro extremo de su reino. Hubieran que­rido dejar una guardia, pero en el momento de salir, el hada, con su varita mágica, hizo crecer los arboles de los jardines hasta que formaron una gruesa muralla; y entre sus troncos brotaron arbustos espinosos que también crecieron, cubriendo todo el castillo, excepto las torres, que solo podían distinguirse a gran distancia.

"El Bosque Durmiente", fue el nombre que le die­ron los habitantes del país; era tan espeso, y las zarzas y arbustos tenían tan afiladas espinas, que nadie podía pasar a través de ellos, ni mucho menos acercarse al castillo.

Y así continuó, aislado y solitario, durante cien años, hasta que un día llegó un príncipe de un reino cercano, en busca de aventuras. Había contemplado las torres que asomaban entre los arboles gigantes y se detuvo a preguntar sobre el misterioso castillo, tan bien guar­dado por el sombrío y espeso bosque.

 — ¡Ah! — Dijo el hombre a quien interpeló —, es un castillo muy antiguo, está en ruinas, y dicen que tiene fantasmas

—No es así —dijo otro hombre al escuchar la conversación—. Yo he oído que en él viven brujas, que vuelan sobre sus escobas, y tienen ahí sus reuniones nocturnas.

— ¡No, no! —exclamó un tercero — Ese castillo es el hogar de un ogro, y en él guarda todos los niños que puede robar, para comérselos cuando siente hambre. Solamente él conoce el secreto para penetrar en el bosque durmiente.

El príncipe no pudo evitar un estremecimiento al escuchar todo aquello, pues su propia madre era hija de un ogro, aunque su padre, el rey, lo ignoraba, al casarse con ella.

En ese momento, un campesino muy anciano, se acercó a él, y le dijo:

—Noble príncipe, hace cincuenta años que mi padre me refirió la historia de la bella durmiente, como él, a su vez, la escuchó de su padre. Mi abuelo, que tendría ahora más de cien años, si viviera, decía que en ese castillo está la más hermosa princesa del mundo, durmiendo un sueño encantado; que después de cien años, la despertará el príncipe que las hadas le han escogido.

El joven, asombrado al escuchar la última historia, se sentía ya enamorado de la bella durmiente encantada en el castillo y creía que era él el príncipe, para quien las hadas habían reservado tal princesa.

Se dirigió solo al bosque; y al avanzar notó con sorpresa y alegría que los arboles y las zarzas se abrían dándole paso, pero volvían a cerrarse inmediatamente para que nadie pudiera seguirlo.

Llegó al gran patio central del castillo, y se detuvo a contemplar una escena que hubiera producido escalofríos de terror al más valiente, Un terrible silencio .rodeaba todo; no se escuchaba el canto de un pájaro, ni el susurro de una hoja al ser movida por el viento, pero por todas partes se veían hombres y animales que parecían muertos. Pero al mirarlos con detenimiento, comprendió que no estaban muertos, sino que dormían el sueño encantado„ pues sus rostros aparecían sonrosados y en las copas que sostenían algunos de los soldados, se veía vino; y cuando entró en la cocina, las carnes en el asador estaban frescas y tiernas.

Subió el príncipe las escaleras, pasando frente a más guardias dormidos en sus puestos; y en los salones, pudo ver a las damas y a los caballeros de la corte, que también dormían, sentados o parados, como si hubieran sido bruscamente sorprendidos, y sumidos en el sueño encantado. Llegó, por fin, a una cámara, regiamente decorada en oro, donde contempló el espectáculo más hermoso que jamás soñara contemplar: una princesa, como de unos dieciséis años, bella como la luz, dormida apaciblemente en su lecho real.

El príncipe se acercó, intimidado por tanta belleza, y se arrodille junto a la joven. Al hacerlo, se rompió el hechizo; la princesa despertó de su largo sueño y dirigió al joven una dulce mirada a la vez que le decía: — ¿Eres tú príncipe mío?  ¡Has tardado mucho en venir!

El príncipe se sentía embargado de felicidad al escuchar estas palabras, y no sabia cómo demostrar su alegría y su gratitud. Pero si logró decirle que la amaba más que a su propia vida; después, fue ella la que habló. Tenía mucho que contar, lo que durante cien años había soñado qué haría cuando despertara.

Al mismo tiempo, el castillo entero había despertado con la princesa, y todos reanudaron sus labores, como Si hubiera sido ayer y no un siglo atrás, cuando las habían suspendido. Como ellos no estaban enamorados, lo primero que sintieron fue un hambre atroz. La azafata mayor, después de muchas cavilaciones, se atrevió, por fin, a tocar en la cámara real para anunciar a la princesa que la cena estaba servida.

El príncipe ayudó a levantarse a la joven, y en un momento se vistió con sus mejores galas, para su cena de esponsales. El príncipe tuvo buen cuidado de no mencionar que las ropas de la princesa estaban muy pasadas de moda y que los volantes plisados no se usaban desde que su abuela era joven.

Se dirigieron al gran comedor del castillo, en donde los músicos tocaron melodías ya olvidadas, pero con tal maestría, que nadie hubiera podido decir que no habían ensayado durante cien años. Después de la cena, el príncipe y la princesa se casaron en la capilla del castillo, y el mismo capellán que había bautizado a la joven, los casó; la madrina fue la azafata mayor, que en otro tiempo había sido su niñera.

A la mañana siguiente, el príncipe dijo a su esposa que el tenía que regresar a la corte de so padre, y que ella debería esperarlo en el castillo, pues su matrimonio debería conservarse en secreto, por razones de Estado. Al alejarse, el bosque se cerró tras él, guardando a su princesa.

Cuando hubo llegado a la corte de su padre, este le preguntó dónde había estado, y el príncipe le explicó que se había perdido en el bosque y que se había refugiado en la choza de un carbonero, quien le había dado queso y pan negro. El rey, que era ya muy viejo y que nunca pensaba mal de nadie, creyó todas las palabras de su hijo; pero la reina empezó a tener sus dudas cuando notó que el príncipe salía todos los días a cazar y que siempre tenía una buena excusa para regresar hasta la mañana siguiente.

—Estoy segura de que te has casado en secreto —le decía la reina, continuamente.

El príncipe no se atrevía a confesarle la verdad; y menos aún cuando nacieron sus dos hijos, la princesa Aurora y el príncipe Lucerito, quienes permanecían escondidos, con su esposa, en el castillo del bosque durmiente, pues temía a su madre, debido a los rumores que corrían en la corte. Sc decía que cuando la reina veía a un niño, se despertaban en ella terribles deseos de volver a comer aquello con lo que se había alimen­tado cuando joven, pues no podía evitar el ser hija de un ogro.

Pero, un día, murió el rey y cuando el príncipe ocupó el trono, no tuvo más remedio que sacar a su esposa del bosque durmiente y presentarla en la corte, en donde hizo una entrada triunfal entre sus dos hijos, que para esa fecha tenían ya cuatro y tres años.

El nuevo rey fue coronado. Poco después, entraba su país en guerra con uno vecino. El joven monarca se vio obligado a pelear contra el rey de Cantalabute, y al partir, dejó a la reina madre encargada del gobierno de su pueblo. Prometió ésta solemnemente cuidar de su nuera y de sus dos hermosos nietos. Pero no habían pasado muchos meses, cuando se apoderó de ella un deseo irresistible de comer lo que comen los ogros.

Lo primero que hizo, fue mandar a su nuera con sus dos pequeños hijos a pasar el verano en una finca en el campo, rodeada de bosques, para evitar que hubiera gente a su alrededor, que pudiera oponerse a sus propósitos.

A los pocos días fue a visitarlos, y tan pronto como llegó se dirigió a la cocina, ordenando al cocinero mayor:               

—Quiero para cenar a la pequeña princesa Aurora.

—Oh, no, señora! —gritó el cocinero mayor.

—Se hará como lo he ordenado —replicó la reina madre, y su voz era ya la de un ogro, con un terrible deseo por saborear su platillo favorito—. Y deseo que la prepares con salsa blanca.

El cocinero, verdaderamente atribulado, pues sabía que no podía engañar a una ogra, cogió su cuchillo más grande y se dirigió a la habitación de la princesita Au­rora. Esta, al verlo entrar, fue hacia él, sonriéndole mi­mosa, y rodeando su cuello con sus bracitos, le pidió una barra de azúcar cande.

El pobre hombre no pudo contener las lagrimas, dejó caer el cuchillo, llevó a la princesa Aurora a su casa, en el extremo más alejado del castillo, y la entregó a su mujer. Se dirigió al corral, donde mató un borreguito que guisó tan bien, en una excelente salsa blanca, que la reina madre juró mas tarde, que en su vida había comido un platillo tan delicioso.

Una semana después, volvió a la cocina y ordenó al cocinero:

—Hoy prepararás al príncipe Lucerito para mi cena, y espero que la salsa blanca te quede tan buena como la ú1tima vez.

El cocinero no contestó. Y aun cuando llevaba su gran cuchillo, se alejó en busca del pequeño príncipe, solamente para llevarlo a su cabaña, lejos del castillo, con su hermana.

Cocinó esa noche un cabrito muy joven y muy tierno, y lo sirvió a la reina madre en su salsa favorita.

Pero un día, volvió a sentir hambre, y se dirigió a la cocina, ordenando al cocinero:

—Esta noche cenaré a la reina en salsa blanca, exac­tamente como preparaste a sus dos pequeños.

El cocinero estaba desesperado. ¿Qué animal podría tener el mismo sabor que una hermosa y joven reina de veintiún años, sin mencionar los cien que había estado dormida? Y sin otra alternativa, se dirigió a la habita­ción de la reina, con su enorme cuchillo, y le refirió lo que la reina madre le había ordenado.

— ¡Hazlo, hazlo inmediatamente! —Sollozó la reina, deshecha en llanto, pues desde que sus hijos habían desaparecido misteriosamente, los creía muertos y llo­raba noche y día—. ¡Mátame, para que .pueda ir a re­unirme con mis dos pequeños que amaba tanto! ¡Ah! ¿Por qué no permitió el hada que muriera cuando el huso atravesó mi dedo?

—No, Majestad —contestó también llorando el co­cinero—, no moriréis y no debéis culpar al hada. Ve­réis a vuestros hijos otra vez. Venid conmigo a mi cabaña en el extremo del bosque, en donde están es­condidos. Y trataré de engañar a la reina madre, sir­viéndole una cierva, y claro, con salsa blanca.

Llevó a la joven a su cabaña y la dejó allí embargada por la felicidad a la vista de sus pequeños hijos, mien­tras él preparaba la cierva con la salsa de costumbre. Y la reina madre saboreó, golosamente, su cena, creyendo que lo que le habían servido, era la joven reina.

Pero un día, mientras paseaba por el bosque, en busca de niños que comer, escuchó llorar a la pequeña princesa Aurora en la cabaña del cocinero; y poniéndose a escuchar por una rendija, oyó también la voz de la reina, consolándola, y un momento después, la del príncipe Lucerito que decía algo a su madre.

Su rabia no tuvo límites y hasta se olvidó de su ham­bre. Pero con la voz terrible de una ogra decidida a todo, ordenó a los criados que pusieran una enorme tinaja en el centro del patio, que la llenaran con sapos, víboras y culebras de todas clases, y que arrojaran en ella, con las manos atadas a sus espaldas, a la reina, a los pequeños príncipes, al cocinero, y a su esposa.

Aterrorizados por la ogra, los criados tenían que obe­decerla, y cuando se disponían a arrojar a las desgra­ciadas víctimas en la tinaja, repentina e inesperadamen­te, apareció el rey en el patio, gritando con iracunda voz:

— ¿Qué significa todo esto?

Al escuchar su voz, la ogra dio un paso atrás, y al tropezar, cayó de cabeza en la tinaja, donde fue devo­rada, en unos instantes, por los horribles animales que ella misma había mandado traer para sus víctimas.

El rey no pudo evitar el entristecerse por la muerte de su madre; pero pronto fue consolado por su hermosa mujer y sus dos pequeños hijos.

Y desde entonces vivieron todos muy felices.

  

* Tomado del libro: “HABÍA UNA VEZ” (título original en inglés: Once Long Ago), los mejores cuentos infantiles de todo el mundo, relatados por Roger Lancelyn Green,ilustrado por Vojtech Kubasta .versión castellana de Mercedes Quijano de Mutiozábal . Publicado por Editorial Novaro-México . Primera Edición 1964.