La cenicienta

15.08.2011 17:07

(Cuento Francés)Había una vez un caballero viudo, que pensó en volver a casarse. Y así lo hizo, pero con tan mala fortuna, que escogió por esposa a una mujer orgullosa y presumida que, para colmo de males, era también viuda y tenía, de su primer matrimonio, dos hijas que habían heredado todos sus defectos. El caballero tenía también una hija, pero ésta era, por el contrario, de carácter dulce, modesta y hermosa, y amable con todo el mundo.

Poco tiempo después del matrimonio, las dos jóvenes y su madre pusieron de manifiesto su maldad. No podían soportar las cualidades de la pobre, pero hermosa joven, y la obligaban a trabajar el día entero, ya fuera fregando pisos, encendiendo el fuego o sirviéndoles de doncella. Y después de tan duras faenas, la enviaban a dormir a la buhardilla sobre un montón de paja, mientras ellas ocupaban las habitaciones más hermosas y dormían en bien  mullidas camas.

La joven soportaba todo con una dulce sonrisa y estaba siempre dispuesta a hacer lo que le ordenaran. Pero a menudo se sentía tan cansada, que se sentaba frente al brasero a calentarse, pues era el único Lugar de la casa que sentía realmente suyo.

Por ese motivo, la madrastra y la hija mayor dieron en llamarla "fregona de cenizas"; pero la hija menor, que no era tan malvada, la bautizó "Cenicienta", y Cenicienta la llamaron desde entonces. Y aun cuando sus ropas eran viejas y raídas, mientras que sus hermanastras vestían sedas y brocados, era mucho más hermosa que cualquiera de las dos.

- Y sucedió que un día, el rey dio un gran baile, con la esperanza de que su hijo el príncipe encontrara una princesa de la que se enamorara. Fueron invitadas las hijas de todos los reyes, de marqueses, duques, condes y barones, así como todas las jóvenes de las familias nobles del país. Y entre ellas, Cenicienta y sus dos hermanastras.

¡Cenicienta no puede ir al baile de palacio! —gritaron las dos hermanastras al mismo tiempo.

Y esto fue lo último que Cenicienta escuchó acerca de su asistencia al baile, aunque no de la de sus hermanastras, pues desde ese día no hablaron de otra cosa, discutiendo sobre los trajes que llevarían, mientras Cenicienta planchaba vestidos, y cosía y descosía encajes.

Cuando Ilegó por fin el gran día, la pobre joven no tuvo paz ni tranquilidad, pues además del trabajo diario de la casa, tuvo que ayudar a vestir a sus hermanastras, a peinarlas v a dar mil vueltas de aquí para allá.

— ¿Te gustaría venir con nosotras? —le preguntaron.

—¡Ah no os burléis de mí! —Respondió Cenicienta con los ojos llenos de lagrimas—. Todo el mundo se reiría de mi, pies solo tengo los harapos que llevo puestos.

—  ¡Claro que se reirían al ver a una fregona de cenizas en un baile! —contestó cruelmente la mayor de las hermanas.

Cenicienta suspiró; continuo peinando a su hermanastra lo mejor que pudo y haciendo cuanto estaba en su poder por las dos egoístas jóvenes.

En cuanto se fueron, regresó a la cocina, y sentándose junto a las cenizas sollozó  amargamente.

¿Qué te sucede, querida niña? —preguntó a su espalda una voz muy suave, que hizo volver la cabeza a Cenicienta.

Y vio frente a ella, a su madrina.

—Es que... Quisiera... Pero sé que no puedo...

—fue todo lo que Cenicienta pudo decir, entre lagrimas. —¿Quisieras ir al baile de palacio, no es eso?

¡Si, madrina! —suspiró Cenicienta.

—Bien, como has sido buena y generosa te ayudare —contestó la madrina 

—. ¿Sabes que soy un hada? ¡Qué sabia fue tu madre cuando me pidió que no te perdiera de vista! Y ahora veo que has merecido lo que con tanto placer hare por ti. Corre al jardín y tráeme una calabaza.

Cenicienta escogió la más grande que encontró y la entregó a su madrina, que la esperaba en la puerta. El hada tocó la calabaza con su varita mágica, y repentinamente la transformó en una magnifica carroza de oro resplandeciente.

—Ahora, trae lo que encuentres en las ratoneras —le ordenó su madrina.

Cenicienta volvió con seis ratoncillos vivos, y al irlos sacando uno por uno, el hada los tocó con su varita y los convirtió en seis hermosos caballos de color gris rata

Necesitamos un cochero —añadió la madrina.

¿Serviría una rata grande? —preguntó Cenicienta, con los ojos brillantes por la excitación—. Con toda seguridad encontrare una en los sótanos.

Trajo una rata de enormes bigotes que al instante quedó transformada en un elegante cochero; y para terminar, seis lagartijas del jardín se convirtieron en seis lacayos, enfundados en verdes libreas bordadas de oro.

Allí tienes —exclamó el hada madrina—, todo lo necesario para ir al baile de

  palacio! ¿Estas contenta?

— ¡Contentísima! —agradeció Cenicienta, entusiasmada—. Pero... esta ropa ¿Tengo que ir así?

El hada no contestó, pero tocó el viejo vestido con su varita y al momento lucía Cenicienta un regio traje bordado de oro y piedras preciosas, brillantes entre los cabellos, y en sus pequeños pies, el par de zapatillas de cristal más hermoso del mundo.

—Ahora, vete —le dijo el hada—, y diviértete como lo mereces. Pero recuerda una cosa: no deberás permanecer en palacio pasada la medianoche, pues si te quedas tan solo un momento después de esa hora, tu carroza volverá a ser una calabaza; tus caballos, ratoncitos; tu cochero, una rata; tus lacayos, verdes lagartijas; y tu traje, el viejo vestido que tan bien conoces.

Cenicienta prometió obedecer a su madrina y salió rumbo a palacio en su magnífica carroza. El príncipe salió a recibirla, y al entrar en el gran salón, llevándola del brazo, todos dejaron de bailar para admirar aquella princesa desconocida que era la más hermosa y mejor vestida de cuantas habían sido invitadas.

El príncipe no se separó de ella ni un instante y mucho antes de la medianoche, se había enamorado locamente. Cenicienta, en un descanso entre dos bailes, fue a sentarse junto a su madrastra y sus hermanas, que ni por asomo la reconocieron; se mostró especialmente amable con ellas, ofreciéndoles de los bocadillos que el príncipe mismo le había traído.

Cuando oyó que los relojes daban el cuarto para las doce, Cenicienta desapareció silenciosamente del salón de baile y volvió a su polvoso rincón de la cocina, y a su viejo vestido; así la encontraron sus hermanastras cuando regresaron, con las primeras luces del día.

¡Cómo habéis tardado! —exclamó Cenicienta, bostezando y frotándose los ojos.

—Si hubieras estado en el baile, el tiempo no te hubiera parecido tan largo —contestaron—. Conocimos a la princesa más hermosa del mundo, pero nadie sabe quién es. El príncipe estaba desesperado cuando ella desapareció repentinamente, sin despedirse de nadie. Y, por cierto, se mostró amabilísima con nosotras, y nos convidó de los bocadillos que el príncipe mandó traer para ella.

—Debe ser muy hermosa —dijo Cenicienta—. ¡Cómo me gustaría ir al baile de esta noche! Carlota querida, ¿podríais prestarme uno de vuestros vestidos, aunque no sea uno de los nuevos?

— ¿Prestarle mis vestidos a una cenicienta como tú? —Contestó airada la joven—. ¡No estoy loca!

Esa noche, las dos hermanastras fueron a palacio otra vez, y tan pronto como se alejaron, el hada madrina se presentó y transformó a Cenicienta como lo había hecho la noche anterior, y allá fue, con un vestido todavía más hermoso que el de la víspera, pero con las mismas zapatillas de cristal.

Cuando llegó, el príncipe la esperaba. Bailó con ella toda la noche y le declaró su amor, y Cenicienta, que también se había enamorado del joven, se olvidó de mirar el reloj. De pronto, empezaron a sonar las doce campanadas de la medianoche.

Se acordó entonces de la advertencia de su madrina y se alejó corriendo como un gamo. El príncipe corrió tras de ella, pero no pudo alcanzarla; lo único que encontró fue una de las zapatillas de cristal que la joven había tirado en las escaleras, al dirigirse hacia la salida.

— ¿Pasó por aquí una hermosa princesa? —preguntó a los lacayos que guardaban la entrada del palacio.

—Nadie ha pasado —contestaron los guardas—, excepto una joven harapienta y descalza que debe de haber estado ayudando en las cocinas.

Mientras tanto, Cenicienta corría temblando en la obscuridad hasta llegar a su rincón, junto a las cenizas, mucho antes de que regresaran sus hermanastras. Nada le quedaba de su lujoso atavió. Solo una zapatilla de cristal que apretaba llorosa contra su pecho.

— ¿Cómo estuvo el baile? —preguntó a sus hermanastras, que llegaron cuando los gallos empezaban a cantar—. ¿Asistió la princesa desconocida?

--Por supuesto! Y más hermosa que anoche —contestaron—. Pero desapareció cuando el reloj dio las doce; el príncipe se pasó el resto de la noche buscándola. Debe de estar muy enamorado, pues conservó entre sus manos una de las zapatillas de cristal de la princesa y no quiso separarse de este único recuerdo que de ella le quedó.

El príncipe estaba verdaderamente enamorado; y a los pocos días, no habiendo logrado encontrar a su amada, mandó anunciar por todo el reino, al son de trompetas, que se casaría con la joven a quien le viniera la zapatilla de cristal. Se la probaron princesas, duquesas, marquesas, vizcondesas, y las hijas de nobles v caballeros. Por fin, tocó el turno a la casa del padre de Cenicienta.

Ansiosas e ilusionadas, las hermanastras se esforzaron por meter sus pies en la zapatilla, pero en vano.

—permitid que yo también me la pruebe! —suplicó Cenicienta con dulce voz.

Las hermanastras rieron a carcajadas y se burlaron cruelmente de la cenicienta que quería casarse con. un príncipe. Pero el heraldo, contemplando a la joven, dijo:

—Es justo que ella también se la pruebe. Mi amo, el príncipe, dijo que absolutamente todas las jóvenes deberian hacerlo.

Cenicienta se sentó y el heraldo le puso la zapatilla con tal facilidad, como si hubiera sido hecha a la medida del pie de la joven. Las hermanastras quedaron boquiabiertas, y su asombro fue aun mayor cuando Cenicienta sacó la otra zapatilla y se la puso en el otro pie.

Y en el momento en que Cenicienta se levantaba, apareció su hada madrina, quien la tocó con su varita mágica y la joven quedó transformada. Su traje era más hermoso que el de las noches anteriores, y en su cabellera refulgían las mas ricas alhajas.

Las dos hermanas reconocieron en el acto a la princesa desconocida que había sido tan amable con ellas en el baile, se arrodillaron v he pidieron perdón por sus crueldades y egoísmos.

Cenicienta las ayudó a levantarse y las besó cariñosamente.

—Os perdono de todo corazón —les dijo—. Lo único que deseo es que me améis siempre.

El heraldo la condujo a palacio y el Príncipe también se sorprendió al ver que era más dulce y bella aun, de lo que el recordaba, y quiso que la boda se celebrara inmediatamente.

Cenicienta, que era tan buena como hermosa, llevó a sus hermanastras a vivir al palacio con ella y no tardo en encontrarles marido entre los señores de la corte.

Y colorín, colorado...

 

* Tomado del libro: “HABÍA UNA VEZ” (título original en inglés: Once Long Ago), los mejores cuentos infantiles de todo el mundo, relatados por Roger Lancelyn Green,ilustrado por Vojtech Kubasta .versión castellana de Mercedes Quijano de Mutiozábal . Publicado por Editorial Novaro-México . Primera Edición 1964