Largo,Fuerte y Ojos de lince

09.10.2010 20:52

 (Cuento Checo)

Érase un viejo rey de un lejano País, que tenía solo un hijo, a quien amaba sobre todas las cosas. Una vez, considerando que era tiempo de pensar en el futuro, le dijo:

—Me estoy haciendo viejo, hijo mío; pronto llegará el día en que no podré contemplar las flores, ni los arboles, ni sentir el cálido beso del sol. Pero antes de morir, quisiera verte felizmente casado con una buena esposa, para que nuestro amado país tenga un rey y una reina cuando yo muera.

—¡Ah!, padre mío —contestó el príncipe —, no habléis de cosas tristes, pues espero que aun viviréis muchos años. Es claro que quiero casarme, pero no he encontrado todavía a la princesa que yo pueda amar.

—Coge esta llave de oro —dijo entonces el rey—, y sube a la torre más alta del castillo. Mira cuidadosa­mente todo lo que hay arriba, y regresa a decirme que es lo que más te ha gustado.

Tomó el príncipe la llave y subió por una escalera de caracol hasta la parte más alta del castillo. Vio ahí una puerta cerrada y, abriéndola, se encontró en un enorme salón cuyo techo azul se veía salpicado de doradas es­trellas, y cuyo piso estaba cubierto con un tapete verde, tan suave como la más fina alfombra. Doce ventanas con marcos dorados dejaban entrar los rayos del sol a través de sus vidrieras de colores; en todas aparecía el retrato de una joven, más hermosa cada una que la anterior. Al contemplarlas, parecía que levantaban los ojos y le sonreían, y el príncipe casi esperaba que le dirigieran la palabra.

Al llegar a la última ventana, vio que estaba cubierta por una cortina. Retiró la seda blanca, y contempló el retrato de una princesa tan hermosa como el día, y, sin embargo, tan triste como la noche, ataviada con una túnica blanca, y luciendo un cinto de plata y una co­rona de perlas.

El príncipe se quedó extasiado y, sintiendo que la piedad por la tristeza de la joven, se convertía en amor, exclamó:

¡Será mi esposa, si es que existe, pues no podre amar a ninguna otra!

Al pronunciar estas palabras, pareció que la princesa se sonrojaba y le sonreía dulcemente, y los otros retra­tos se desvanecieron, quedando solamente las once ventanas con vidrios de colores.

Bajó el príncipe y refirió a su padre lo que había visto, y la elección que había hecho.

—Desgraciadamente —suspiró el anciano rey—, no deberías haber visto lo que estaba cubierto, pues te amenaza un gran peligro. Esa princesa es la prisionera de un brujo malvado que vive en el Castillo de Hierro.

Muchos príncipes han tratado de rescatarla, pero nin­guno ha regresado. Sin embargo, como has dado tu palabra, no puedes volverte atrás. Ve, hijo mío; regresa sano y salvo.

El príncipe dio un beso de despedida a su padre, montó en su caballo y salió en busca de la princesa. Caminó y caminó, hasta que llegó a un sombrío bosque. Penetró en él, pero era tan extenso e intrinca­do, que pronto se encontró perdido y no hacía sino dar vueltas alrededor del mismo punto, temiendo no encontrar nunca la salida.

De pronto, escuchó una voz que lo llamaba: — ¡0ye! ¡Detente un momento!

Se volvió el príncipe y contempló al hombre más alto del mundo, que corría hacia él.

—Tómame a tu servicio —dijo la extraña figura al acercarse—, y no te arrepentirás.

   ¿Quién eres? —preguntó el príncipe—, y, sobre todo, ¿qué sabes hacer?

—Me llamo Largo —fue la respuesta—, y hago honor a mi nombre. ¿Te gustaría tener el nido que está en la copa de aquel pino? —añadió señalando al árbol más cercano—. ¡Fácil!

Y se estiró hasta alcanzar la punta del pino y, co­giendo el nido, lo entregó al príncipe, al mismo tiempo que volvía a su estatura original.

—En verdad eres un individuo extraño —dijo el príncipe sonriendo—. Pero no necesito nidos de pája­ros. Lo que ahora necesito, y cuanto antes, es salir de este bosque; si pudieras guiarme fuera de él, entonces sí que me serías útil y te tomaría a mi servicio. ¿Qué dices, aceptas?

   ¡Fácil! —respondió Largo, y estirándose muy por encima del árbol más alto, dijo, al encogerse, señalando hacia un punto—: Allá está la salida, a media milla es­casa de aquí. Vamos.

Pronto se encontraron fuera del bosque, frente a una llanura que terminaba en altas y escarpadas montañas, y colinas bajas que parecían ser los muros de un cas­tillo.

Al avanzar hacia la llanura, Largo dijo al príncipe: —Señor, por aquí anda mi amigo Fuerte. Si me haces caso, lo tomarás también a tu servicio, y veras lo útil que te puede ser.

Llámalo —contestó el príncipe—, y si de veras me sirve, seguiré tu consejo.

—Está demasiado lejos para oírme, aunque le grite —respondió Largo—, y no nos cruzaremos con él en varios días. Será  mejor que vaya y lo traiga.

Esta vez, Largo se estiró en tal forma, que su cabeza llegó hasta las nubes; el cruzó el bosque de una sola zancada, y unos momentos después, regresaba con su amigo sobre los hombros.

Permíteme que te presente a Fuerte —dijo Largo, al tiempo que recobraba su primitiva estatura; y se encontró el príncipe frente a un hombre pequeño y re­dondo como un barril.

Buenos días, Excelencia —saludó  Fuerte quitándose el sombrero, pues por su gordura, no podía inclinarse en una reverencia—. Será un placer servirte. Puedo hacerme tan ancho como me lo ordenes.

A ver —dijo el príncipe, seguramente puedes mostrarme como lo haces.

—¡Corre y escóndete en el bosque —gritó Fuerte—, si no, te aplastare!

Largo echó  a correr, seguido por su amo. Fuerte se inflaba v se inflaba; al aspirar una bocanada de aire, casi derribó  al príncipe. Unos momentos después, ocu­paba toda la Llanura, hasta donde alcanzaba la vista, y daba la impresión de ser una baja, pero anchísima mon­taña.

Habiendo demostrado Fuerte su habilidad, dejó es­capar el aire con tal violencia, que los arboles se inclinaron como sacudidos por un huracán. Y volvió a su tamaño original.

—Te tomaré a mi servicio —dijo el príncipe —. Eres un individuo extraordinario, aunque me hayas hecho correr; v bien lejos, por cierto.

Los tres compañeros atravesaron la llanura, y al lle­gar al extremo opuesto, el príncipe miró  ansiosamente a su alrededor, pues pensó que las montañas que se alzaban frente a ellos, eran demasiado altas y escarpa­das para atravesarlas.

Pero al llegar a la ladera, encontraron a un hombre que llevaba una venda de piel, fuertemente apretada sobre los ojos. El hombre parecía estarlos esperando.

Señor—dijo Largo —, he aquí a nuestro tercer com­pañero, Ojos de Lince. Harás  bien en tomarlo a tu servicio, pues sin él nunca encontraremos nuestro camino.

¡Pero un hombre vendado no puede encontrar ni su propio camino! —exclamó el príncipe.

—Por el contrario, señor —replicó Ojos de Lince, haciéndole una gran reverencia—. Cubro mis ojos, preci­samente porque veo demasiado. Aun con los ojos ta­pados, puedo ver con más claridad que la mayoría de las personas con los ojos abiertos. Si me quito la venda, puedo ver a través de cualquier cosa, y lo que miro, o arde en llamas, o cae hecho pedazos. ¡Observa!

Ojos de Lince se quitó  la venda mientras hablaba, y miro fijamente las rocas que se hallaban frente a ellos. Se escuchó  el ruido de un trueno, e inmediatamente las rocas empezaron a desmoronarse, hasta quedar con­vertidas en montones de arena, como las dunas de la playa.

— ¡Excelente! —Exclamó el príncipe—. Te tomo a mi servicio desde ahora mismo. Pero, antes de ponerte la venda, dime, si puedes, dónde está el Castillo de Hierro, y cuánto tiempo tardaremos en llegar a él.

—Puedo verlo con toda claridad —respondió Ojos de Lince—, y también a la princesa. Está en la torre del brujo, cautiva tras rejas de hierro. Sin mí —añadió—, hubieras tardado un año en llegar al castillo; pero aho­ra, estaremos ahí antes de que obscurezca. Vamos, veo que están empezando a preparar la cena.

Y allá fue el príncipe con sus tres amigos, Largo, Fuerte y Ojos de Lince. Gracias a su ayuda, recorrió la enorme distancia en un par de horas, y cruzaban el puente del Castillo de Hierro antes que el sol llegara a su ocaso.

Lo habían cruzado apenas, cuando el puente se le­vantó aparentemente por sí solo, y en la misma forma se cerraron las enormes puertas de hierro. No se veía un alma. El príncipe dejó su caballo en los establos y recorrió todas las estancias del castillo, brillantemente iluminadas. Los únicos ocupantes parecían ser varios jóvenes vestidos con ricos trajes, pero convertidos en estatuas de piedra.

Por fin, llegaron nuestros amigos a un salón en donde se veía una mesa preparada para cuatro personas. Como estaban hambrientos, y nadie aparecía, se senta­ron a comer y a beber.

Estaban terminando, cuando se abrió la puerta y entró el brujo: feo, viejo y jorobado, completamente cal­vo, con una sucia barba gris, y luciendo, en lugar de cinturón, tres aros de hierro. Llevaba de la mano a la princesa que el príncipe había visto en el castillo de su padre. Era maravillosamente bella, vestía de blanco y se adornaba con un cinto de plata y una corona de perlas. Parecía, sin embargo, pálida y triste, y caminaba tan silenciosamente como si lo hiciera dormida.

—Ya sé a qué has venido —dijo el brujo al príncipe—. Muy bien, será tuya, pero con una pequeña condición. Durante tres noches montarás guardia en este salón y yo tratare de robártela. Si triunfo, y al amanecer no está aquí, os convertiré a todos en estatuas de piedra, como a los que han venido antes en su busca.

Dejó sentada a la princesa en un escabel y salió del salón. Al cerrarse la puerta, el príncipe se acercó a la joven y trató de hablarle, pero ella permanecía inmóvil y silenciosa, como si fuera de mármol.

Se dispusieron a velar toda la noche: El príncipe, sosteniendo la mano de la princesa entre las suyas; Fuerte, inflado, cubriendo toda la puerta; Largo, atra­vesado sobre el piso; y Ojos de Lince, apoyado en la columna del centro, con la mirada fija, tras su venda, en la joven.

Pero el lugar, sin duda alguna, estaba embrujado. En menos de un minuto, todos se habían dormido; y cuan­do el príncipe se despertó, con la primera luz del alba, la princesa había desaparecido.

¡Daos prisa! —gritó sacudiendo a sus compañe­ros—. El brujo vendrá de un momento a otro y la ha­bremos perdido.

—Calma, calma —dijo Ojos de Lince, quitándose la  venda—. Si... Si... Ya la veo... Está a cien millas de aquí, en un bosque. En medio del bosque hay un roble, y en la punta del roble, una bellota. Esa bellota es la princesa. Si Largo me lleva sobre sus hombros, pronto estaremos de vuelta.

Y en menos de lo que se cuenta, Largo había ido y regresado, y Ojos de Lince entregaba la bellota al príncipe, diciéndole:

¡Tírala al suelo y se romperá el hechizo!

El príncipe obedeció. Brilló un relámpago, y apare­ció la princesa.

Unos momentos después se abría la puerta, y en­traba el brujo, sonriendo maliciosamente; pero al ver a la princesa, se puso lívido de rabia, y uno de sus aros de hierro cayó  al suelo hecho pedazos. Sin pronun­ciar palabra, cogió a la princesa por la muñeca, y se alejó.

Durante todo el día, el príncipe y sus compañeros vagaron por el Castillo de Hierro. Todo el mundo parecía haber sido convertido en piedra; en los jardines no se vela ni una flor, ni una hierba, ni una hoja. Tam­poco se escuchaba el canto de algún pájaro.

Tres veces durante el día, y por arte de magia, apa­reció la mesa dispuesta con sus alimentos. Cuando estaban terminando de cenar, se presentó el brujo una vez más, con la princesa, y la dejó con ellos.

Al igual que la noche anterior, trataron nuestros ami­gos de mantenerse despiertos, pero no tardaron en que­darse profundamente dormidos. El príncipe se despertó antes del alba, vio que la princesa había desaparecido, y exclamó:

— ¡Arriba, arriba! Ojos de Lince, ¿puedes ver a la  princesa?

—Sí... La veo... —contestó Ojos de Lince después de un momento—. Está a doscientas millas de aquí, en una montaña. Hay una roca en ella, y en la roca, una gema que es la princesa. Largo me llevará y antes de que puedas contar hasta tres, estaremos de regreso.

Salieron dando enormes zancadas, en cada una de las cuales recorrían veinte millas; la terrible mirada de Ojos de Lince reducía a polvo montañas y rocas, y regresaron con la preciosa gema, que el príncipe tuvo apenas tiempo de tirar al suelo, en el momento preciso en que el brujo entraba en el salón, riéndose satisfecho.

Al ver a la princesa, sus ojos llamearon de furia, y el segundo aro de hierro cayó al suelo hecho pedazos. Far­fullando entre dientes, se llevó a la joven; pero volvió a llevarla aquella noche, para la prueba final.

El príncipe estaba decidido a mantenerse despierto esta vez, y paseaba de arriba abajo, dando palmadas para no caer vencido por el sueño. Pero un momento después yacía dormido, roncando sobre el suelo.

Salía el sol cuando se despertó, y la princesa había desaparecido.

¡Pronto, pronto! —gritó y Ojos de Lince se quitó su venda y miró a lo lejos.

¡0h, señor! —exclamó—. Está muy, muy lejos. A trescientas millas de aquí, en un profundo mar. En medio de ese mar, en el fondo, hay una pequeña con­cha; y en la concha, un anillo de oro, que es la princesa. Haremos cuanto podamos; pero hoy deberá acompañarnos Fuerte.

Cargo Largo a Ojos de Lince sobre un hombro y a Fuerte sobre el otro; pronto llegaron al profundo mar; pero aun cuando Largo estiró su brazo lo màs que pudo, no alcanzó la concha que reposaba en el fondo.

¡Espera un momento! —Gritó Fuerte—. Creo que puedo ayudarte. Y se infló tanto que casi no cabía en la playa; se inclinó, y empezó a beber el agua del mar. En dos mi­nutos había bebido tal cantidad, que Largo pudo fácilmente recoger la concha y sacar el anillo. Luego, regre­saron al Castillo de Hierro. Pero esta ocasión ya había salido el sol, pues Largo Ilevaba una doble carga y Fuerte había tardado dos minutos en beber el agua. El príncipe estaba solo en el salón, cuando entró el brujo, riendo triunfalmente.

Levantó su mano para convertir al príncipe en es­tatua de piedra, cuando Ojos de Lince, que podía ver a miles de millas de distancia, avisó a Largo, y este arrojó el anillo, con tan buena puntería, que cayó jus­tamente a los pies del príncipe. Brilló nuevamente un relámpago y apareció la princesa.

El brujo dio un alarido de rabia, y el ùltimo aro de hierro cayó en pedazos al suelo; él desapareció, solo se vio a un cuervo volar hacia la ventana, graznando las­timeramente.

Roto el hechizo, sonrió ruborizada la princesa, y se arrojó en los brazos del príncipe.

En ese mismo momento, las estatuas de piedra del Castillo de Hierro recobraron vida y movimiento; cre­ció la hierba, se abrieron las flores, y los pájaros ento­naron sus cantos matutinos.

Felices, salieron el príncipe y la princesa hacia su hogar, montados sobre los hombros de Largo, quien regresó por Fuerte y Ojos de Lince, para reunirse todos en el palacio del rey.

Sintióse éste feliz por tener nuevamente a su hijo y poder dar la bienvenida a la princesa; y las fiestas de la boda empezaron a celebrarse aquel mismo día.

—Quédense conmigo —suplicó el príncipe a sus ami­gos—, y les daré todo lo que quieran.

Pero ellos negaron con la cabeza.

—No podemos llevar una vida ociosa —contestaron—, tenemos que estar ocupados. Mañana nos iremos por el mundo, a ver a quien podemos sacar de apuros.

Y si aun andan vagando por la tierra, el día menos pensado podemos encontrarlos...

 

* Tomado del libro: “HABÍA UNA VEZ” (título original en inglés: Once Long Ago), los mejores cuentos infantiles de todo el mundo, relatados por Roger Lancelyn Green,ilustrado por Vojtech Kubasta .versión castellana de Mercedes Quijano de Mutiozábal . Publicado por Editorial Novaro-México . Primera Edición 1964.