Los dos reyes

21.01.2011 22:01

 

(Cuento Rodio) Había una vez un anciano rey, que sintiendo próxima la hora de su muerte, llamó a sus dos herederos y les dijo:

—Tengo muy poco que dejaros, hijos míos. A ti —habló, dirigiéndose al mayor—, te dejo mi reino, y con él, mi maldición. Y a ti, como eres el menor y no tengo otro reino, sólo puedo dejarte mi bendición.

Murió el anciano rey; el hijo mayor aceptó de buen grado la maldición de su padre, puesto que a ella iba unido el reino; y su hermano, se alejó con la bendición por todo capital.

Dirigióse al país vecino, en busca de un lugar en donde vivir y trabajar, para conseguir su diario sustento, y se encontró, en una ciudad a orillas del mar, con un hombre muy viejo que tenía una taberna.

—Déjame vivir contigo —le dijo el príncipe—, y durante un tiempo, dame también de comer, a cambio de mi trabajo.

—No gano ni siquiera lo suficiente para mí —con­testó el viejo—, ¿cómo puedo ayudarte?

—Permite que me quede, a pesar de todo —suplicó el príncipe—, y verás cómo cambia tu suerte.

Accedió, por fin, el anciano, y el príncipe inmediata­mente se hizo cargo de la taberna y se dedicó a tra­bajar para que su suerte cambiara pronto. Limpió y pintó de blanco el local, y pulió las cafeteras y las jarras del vino, hasta que brillaron como el oro.

El viejo tabernero no tenía más que dos parroquia­nos; pero cuando éstos vieron la limpieza que reinaba en la taberna, trajeron a sus amigos; y éstos, a los suyos. Y al poco tiempo, el lugar estaba siempre abarrotado y los clientes satisfechos.

No tardó en llegar a oídos del visir la fama de la taberna; y se presentó una noche, disfrazado, en el fres­co salón; saboreó el dulce café; bebió el fuerte vino con sabor a resina y disfrutó del transparente licor llamado ouzo, que se tornaba blanco al mezclarse con agua.

El príncipe reconoció al visir en cuanto éste entró; se inclinó ante él en la medida que su rango lo exigía y cuidó de que su café estuviera bien caliente y su vaso siempre lleno. Al retirarse, dejó una espléndida propina en la bandeja: ¡veinte piezas de oro!

Dirigióse en seguida el visir al palacio y habló al rey del ingenioso muchacho que había hecho tales cam­bios en la taberna. Mostróse el rey tan interesado, que también se disfrazó, y llegó a la taberna como cual­quiera de sus súbditos, a beber ouzo. El príncipe supo, sin embargo, que se trataba del rey; se inclinó ante él como lo había hecho ante el visir, y cuidó de que su café estuviera bien caliente y su vaso siempre lleno. Y cuando se marchó el rey, dejó en la bandeja una es­tupenda propina: ¡Cincuenta piezas de oro!

De regreso en el palacio, el rey, paseando por su cámara, pensaba: "Si ese mancebo ha hecho tanto por la taberna, ¿no podría hacer lo mismo por mi reino? Lo casare con mi hija, si se muestra digno de tal honor."

Lo mandó llamar, y cuando estuvo frente a él, mirándolo fijamente y le dijo:

—¿Ves estos libros? Contienen las cuentas que han rendido mis doce consejeros. Revísalas con todo cui­dado, pues quiero saber si están correctas.

El príncipe se llevó los libros, y encontró que mu­chas partidas eran falsas y que las sumas eran incorrec­tas; todo ello hecho con la clara intención de engañar al rey v robarlo.

Cuando este se enteró despachó a los doce conse­jeros y casó al joven con su hija; y como murió, al poco tiempo, el príncipe que había sido mozo de taberna lle­gó a ser el rey de la ciudad situada a orillas del mar.

Llevaba poco tiempo en el trono el nuevo rey, cuan­do se acordó de su hermano mayor, y envió a cuatro soldados para que le trajeran noticias de él y de su familia. Pero, cuando llegaron los soldados a la ciu­dad, no hallaron al rey. Sólo les dijeron:

Lo encontrareis en lo alto de la montaña.

Subieron a la montaña y vieron al hermano mayor de su rey, cubierto de miserables harapos, y gritando que su esposa y sus hijos se morian de hambre. Cuando le preguntaron la causa de su desgracia, les contestó:

Mi mala fortuna me ha traído hasta aquí; ahora debo vigilar puercos para poder ganar unas pocas aceitu­nas y un trozo de pan... Yo, que fui el heredero del reino de mi padre...

Tu hermano, que es nuestro rey, nos ha enviado para que te llevemos a la ciudad cercana al mar —le dijeron los soldados.

Alegróse el semblante del desventurado, y exclamó: —Me hacéis feliz, vayamos con vuestro rey.

Cuando llegaron, el joven monarca se sintió) inun­dado por la piedad al ver el estado lamentable en que se encontraba su hermano, y ordenó a sus sirvientes que lo atendieran a él, así como a su esposa y a sus hijos.

Prepararon un perfumado baño, les proporcionaron después finas ropas y los colocaron en los sitios de honor durante la fiesta que dio el rey. Ya sentados a la mesa, todavía insistió) este:

Que mi hermano, su esposa y los dos pequeños, sean servidos primero, aun antes que nosotros.

Y los consideró como huéspedes distinguidos de la ciudad a orillas del mar. Todo contribuía a que se sin­tieran felices. Los habitantes de la ciudad, por su parte, lo estaban con su nuevo rey, tan justo y bondadoso.

Pero la esposa del hermano mayor no era feliz. Es­taba celosa y sentía una gran envidia, y por fin, un día dijo a su marido:

No podre ser feliz, hasta que tú seas el rey.

¿Cómo puedo ser el rey? —preguntó—. Recuerda que cuidaba puercos en la montana.

Fácil —contestó suavemente la mujer—. Lo único que tendrías que hacer es matar a tu hermano, y ocuparías su trono.

Y con tanta astucia le pinto las cosas, que el hombre acabó por dar crédito a sus malvadas palabras.

Al día siguiente, y de acuerdo con el plan que habían tramado, fue informado el rey de que su hermano esta­ba indispuesto. Se apresuró a visitarlo, interesado since­ramente por su salud, y escuchó que aquel le decía:

Por hermosa que sea tu ciudad a la orilla del mar, parece ser que me falta el aire al que me acostumbre cuando vivía en la montana.

Ven conmigo —dijo entonces el rey—, subiremos al viejo castillo en la cumbre de la montana que domi­na la ciudad. Allí el aire es fresco, pues viene del mar.

Esto era precisamente lo que el hermano esperaba que el rey diría, y ansiosamente montó el caballo que habían traído para el los sirvientes. Salieron los her­manos, seguidos por dos guardas; subieron por la senda de la montana, hasta donde los caballos pudieron llegar, y siguieron luego a pie hacia el viejo castillo y las mi­nas del templo que había frente a él.

Soplaba el viento con fuerza en la cumbre de la montana, y el malvado hermano condujo al rey hasta la orilla del acantilado, exclamando de pronto:

iMira que barco tan extraño navega allá abajo!

El rey, sin sospechar ni remotamente las intenciones de su hermano, se acercó más a la orilla y se inclinó, buscando el barco. Lo empujó entonces el malvado al abismo, y volvió, fingiendo desesperación, al lugar donde aguardaban los soldados, a quienes dijo:

jAh, maldición! Mi querido hermano, el rey, se inclinó para observar una embarcación que pasaba y el viento lo derribó, haciéndolo caer sobre las rocas.

Los guardas quisieron acudir en ayuda del rey, pero el hermano, saliéndoles al paso, les dijo:

Él está muerto. Ahora yo soy vuestro rey. No se hable más del asunto y seguidme a la ciudad.

Bajaron de la montana y en seguida el nuevo rey se sentó en el trono de su hermano, a la vista de todo el pueblo, y ordenó a sus guardas que despojaran a la reina viuda de sus hermosos trajes y la encerraran en los gallineros. Estableció después nuevos y tan fuertes impuestos, sobre todos los súbditos de la ciudad a ori­llas del mar, que no podían aquellos dejar de trabajar ni de día ni de noche, y se lamentaban continuamente:

¡Cómo desearíamos que nuestro rey viviera aún!

Y le guardaron luto, y lloraron por él, sin lograr olvidarlo.

Pero el autentico rey no había muerto. Al ser empujado por su cruel hermano desde lo alto del acantilado, cayó,  afortunadamente, sobre unas zarzas. Quedó ciego, pero no tuvo otras heridas graves; pudo nadar hasta una roca a la orilla del mar, subirse a ella y esperar,  „lamentándose de su desgracia.

A poco, pasaban unos pescadores, que habían tenido un mal día. Al escuchar el capitán del barco las quejas del hombre, se acercó a la roca lo más que pudo, para averiguar lo que le pasaba al individuo que tan amargamente se lamentaba, y ordenó que lo subieran a bordo y le prepararan un buen café.

—Echarnos nuestras redes una y otra vez, y no pescamos nada —murmuraron los hombres—. Y ahora, pescamos un ciego que nos traerá mala suerte.

El capitán insistió, autoritariamente; el ciego fue subido a bordo y se le dio café bien caliente, mientras los hombres echaban sus redes, gruñendo:

—Hasta ahora, habíamos pescado una o dos sardinas; pero esta vez, las redes están completamente vacías. Entonces, se oyó la voz del ciego:

—Capitán bondadoso, ordena a tus hombres que echen sus redes una vez más, en nombre del ciego.

Las echaron, sonriendo burlonamente, y pareció que se habían enganchado, pues no lograban subirlas.

—¡Matemos al ciclo! —gritaron airados—. Antes podíamos subir las redes aun vacías; ahora, deben de haberse atorado en alguna roca y se harán pedazos.

—No tal —contestó el capitán—. Subidlas cuidadosamente, pero usando de toda vuestra fuerza, y no os atreváis a levantar la mano sobre un ciego.

Dieron un fuerte tirón y subieron, por fin, las redes; estaban tan llenas de pescado, que solo cupo en la embarcación una parte, que luego vendieron en más de cien piezas de oro.

Los pescadores, agradecidos, cuidaron siempre de que tuviera la comida y la litera mejores. Y el capitán llevó desde entonces a su esposa en las expediciones, con el fin de que atendiera al ciego y que este no se quedara solo mientras los hombres bajaban a tierra para vender su pescado.

Transcurrió el tiempo y la esposa del capitán, cansada de su papel de niñera, llegó a aborrecer al ciego y lo molestaba y atormentaba cuando la dejaban sola con él. Un día, al regresar el capitán y sus hombres, la encontraron llorando, con las ropas destrozadas y el cabello desaliñado. Al verlos, exclamó:

—¡Salvadme del ciego! Trató de golpearme...

El capitán y los pescadores corrieron hacia ella, jurando que matarían al ciego, pero este exclamó:

—Oh, mi capitán! Tú que tienes un corazón de oro y que has sido tan bueno conmigo desde que llegue a tu barca, escúchame, te suplico, antes de condenarme. te juro que no he hecho ningún daño a esta mujer, ni he pensado hacérselo. Por el contrario, es ella la que me ha atormentado cuando nos habéis dejado solos. Y como prueba de que digo la verdad, ordeno a esta embarcación que se divida en dos mitades; ella quedará en una de las mitades y  yo en la otra; Y, Puesto que ha sido cegada por el espíritu del mal, conmino a su vista, de la que tan mal uso ha hecho, a que pase a mis ojos, ya que yo tengo tanta necesidad de ella y la usaré  honradamente.

No había acabado de pronunciar estas palabras, cuando la embarcación se partió en dos mitades,  sin hundirse. En una de ellas estaba la dama turca, sin ojos, y en la otra, el hombre que había estado ciego, pero que ahora veía perfectamente. Sus ojos, sin embargo eran  azules ahora; antes de su caída sobre las zarzaa habían sido negros.

-                    ¿Me creéis ahora? —preguntó—. Si no me creeis, me alejaré en esta mitad de tu barco, mientras que esta falsa mujer se hundirá en el mar con la otra mitad.

¡Te creemos, oh, maravilloso ciego! —exclamaron todos—. Aunque ya no deberíamos llamarte así. Pero te suplicamos que nos devuelvas nuestra embarcación, pues no podríamos vivir sin ella.

El hombre que había estado ciego, bajó a tierra, e inmediatamente se juntaron las dos mitades del barco; la mujer seguía sobre cubierta, sin ver; y el capitán y sus hombres se embarcaron, emocionados.

—¡Vuelve con nosotros; nos traerás buena suerte! —le rogaron todavía.

Ya no —contestó el hombre—. Nuestra sociedad ha llegado a su fin.

Se alejó el barco; y el rey, con sus nuevos ojos azules, regresó a su ciudad. Notó,, con extrañeza, que de las ventanas de todas las casas colgaban crespones negros.

"Habrá ocurrido alguna desgracia", pensó. Y en Lu­gar de ir a su palacio, se dirigió a las afueras de la ciudad, observándolo todo, hasta que llegó a una cabaña a cuya entrada se sentaba una anciana mujer.

¿Puedes aceptarme como huésped? —le preguntó

Con todo gusto, pero no tengo cama, ni comida que ofrecerte —dijo la mujer.

Yo te dare para que compres ambas cosas —contes­to el hombre; le entregó varias piezas de oro y le ordenó que fuera a la ciudad a conseguir lo que necesitara.

Cuando regresó la mujer trayendo comida, vino, acei­te y una estera para su huésped, preparó, una sabrosa cena con aceitunas, alcachofas, cordero asado y ensala­da; y sacando un buen vino de un barril nuevo, lo trajo a la mesa con una brillante jarra de cobre. Al encen­der la lámpara, miró, a su huésped, y le dijo:

—Tuvimos una vez un bondadoso rey, a quien todos amábamos. Te pareces mucho a él, excepto en los ojos, pues los tuyos son azules y los de él eran negros.

—Yo soy el rey —contestó el hombre, sirviéndole un buen vaso de vino que hizo que la mujer se sintiera un poco mareada—. ¿Sabes dónde está presa la reina?

—Tu hermano, el nuevo rey, la ha encerrado en los gallineros, y el acercarse a ella significa la muerte.

—Pero tal vez tú puedas verla y decirle en dónde estoy. Le llevarás mi anillo, como prueba de que estás diciendo la verdad —añadió el rey.

La vieja mujer, envalentonada por el buen vino, co­gió el anillo y se dirigió a los gallineros reales, tan pron­to como salió la luna. Cuando llegó cerca del lugar donde estaban los animales, dijo:

—Sal, reina mía; tengo buenas noticias para ti. Pero la reina solamente gritó:

— ¿Qué maligno espíritu eres, que te atreves a llegar hasta aquí para atormentarme?

Y gritó tanto, que se acercaron los guardas y la an­ciana tuvo que salir corriendo, llegando a su cabaña más muerta que viva.

Cuando refirió al rey lo sucedido, él insistió:

—Debes volver; entrégale el anillo y dile dónde estoy.

Se fue la mujer; pero esta vez, antes de hablar, pasó el anillo a través de las barras de la ventana. Al verlo, rompió la reina la puerta de su prisión, y alcanzando a la mujer, que huía asustada, le preguntó:

— ¿En dónde encontraste el anillo de mi esposo?

La mujer le explicó todo y juntas llegaron hasta la cabaña. El rey y la reina lloraron abrazados, y después de comer y beber, pasaron la noche entera en vela, con­tándose sus aventuras y haciendo planes para el futuro.

Al día siguiente, se dirigieron juntos a la ciudad situada a orillas del mar y fueron reconocidos por sus súbditos, a pesar de los ojos azules del rey. Tocaron las campanas a rebato, por el júbilo que todos sentían al saber que su buen soberano había regresado.

Al llegar al palacio, dijo éste a los guardas: —Arrestad a mi hermano, el falso rey, a su esposa, y a sus hijos.

Los verdaderos monarcas ocuparon una vez más el trono, y todo el pueblo se presentó a rendirles home­naje y a referirles sus cuitas.

El rey envió a su hermano, con su mujer e hijos, a vivir al otro extremo de la isla, bien vigilados. Y él, con su esposa, gobernó prudente y sabiamente su país. Lo primero que hizo, fue abolir los impuestos, por lo que el pueblo entero, entusiasmado, lo aclamó.

Después, todo fue prosperidad y dicha en la hermosa Lindos, la ciudad ubicada a orillas del mar.

 

* Tomado del libro: “HABÍA UNA VEZ” (título original en inglés: Once Long Ago), los mejores cuentos infantiles de todo el mundo, relatados por Roger Lancelyn Green,ilustrado por Vojtech Kubasta .versión castellana de Mercedes Quijano de Mutiozábal . Publicado por Editorial Novaro-México . Primera Edición 1964