Los Duendes nyamatsanos

25.11.2010 19:10

 

(Cuento Basuto) Muy lejos, allá  por el rumbo de tierra caliente, donde el agua es tan escasa, vivía un intrépido guerrero con su mujer y sus hijos. Eran muy felices, hasta que un día dijo la esposa:

—Quiero comer el hígado de un Nyamatsano. Si de veras me amas y eres el guerrero más valiente de nuestra tribu, tienes que conseguírmelo. Si no lo haces, pensaré que no me amas y que no eres un guerrero de verdad.

Mujer, mujer —contestó el esposo—, temo que nos ocurra alguna desgracia si accedo a tu capricho.

Pero la esposa continuó fastidiándolo tanto, que, por fin, un día dijo el marido:

—Hornea un pan, llena mi bolsa con su corteza, y mañana saldré en busca de un Nyamatsano.

Al día siguiente, tomó su azagaya y un morral con comida, y salió a cumplir los deseos de su esposa. Pero no era fácil encontrar a los Nyamatsanos, y durante varios días el guerrero anduvo tras ellos. Cuando por fin llegó al lugar donde vivían, ya se había comido va­rios trozos del pan que llevaba en su morral, y le que­daban muy pocos. Los Nyamatsanos, afortunadamente, habían salido de cacería, y solamente estaba la abuela, demasiado débil para acompañarlos.

Parecióle esto de perlas al guerrero, quien se apresu­ró a matarla, a quitarle la piel y el hígado, y a enterrar los restos. Apenas había terminado de cubrirse con la piel de la pobre mujer, cuando regresaron los Nyamat­sanos, y lo primero que hicieron fue saludar a la an­ciana, pues todos la querían mucho.

¡Huele a carne humana! —exclamaron—. ; Hay un hombre por aquí!

Y se pusieron a buscar por todos lados.

El guerrero, fingiendo ser la abuela, dijo con voz temblorosa:

No, hijos míos, no hay nadie. que tendría que hacer un hombre por aquí?

Pero siguieron buscando, y abrían todas las alacenas y cajas, gritando:

¡Aquí hay un hombre! ¡Aquí hay un hombre! Como no encontraron nada, se tumbaron por fin en el suelo, y se durmieron profundamente.

A la mañana siguiente, estaban listos para salir nue­vamente de cacería; pero antes de alejarse, llamaron a la abuela:

¡Ven a desayunarte con nosotros!

La sacaron fuera de la choza y, hambrientos, empe­zaron a comer guijarros como lo hacen todos los Nya­matsanos. El guerrero fingía comerlos también, pero disimuladamente los echaba en su morral.

Cuando terminaron su desayuno, se fueron los Nya­matsanos a sus correrías, dejando a la falsa abuela en la choza.

En cuanto los perdió de vista, el guerrero se quitó la piel de la anciana, y se apresuró a regresar a su ho­gar. Pero antes, sacó de su morral los guijarros, excepto un pequeño brillante que había entre ellos, el que volvió a guardar junto con el hígado de la vieja.

Al anochecer, regresaron los Nyamatsanos a su choza.

Cuando encontraron la piel, comprendieron que habían sido engañados y gritaron:

¡Si era carne humana la que olimos!

Y salieron en persecución del guerrero, al que pronto dieron alcance, pues podían correr mucho más de prisa que el hombre. Pero, cuando creían que lo tenían en sus manos, sacó el guerrero el pequeño brillante de su morral, y lo colocó en el suelo, entre sus pies. En cuan­to el brillante tocó la tierra, empezó a crecer hasta con­vertirse en una altísima roca, y el guerrero quedó sen­tado encima de ella.

Fue en vano que los Nyamatsanos trataran de subir a la roca, pues era lisa como el cristal. Por fin, cansados de tanto esfuerzo, se tumbaron en la tierra y se que­daron dormidos.

Tan pronto como los oyó roncar, nuestro hombre se deslizó por un costado de la roca, y corrió a su hogar, al que llegó en el preciso instante en que sus perseguidores casi lo alcanzaban. Allí estaba seguro, pues los peores enemigos de los Nyamatsanos son los perros, y estos abundaban por los caminos y mantenían aleja­dos a los duendes.

El guerrero se acostó, rendido, en su tienda.

He traído lo que me pediste —le dijo a su mujer, entregándole el hígado de la anciana—. Ahora sabes que te amo, y que soy en verdad un guerrero.

Cuando terminó de comer, le dijo su esposa:

Ahora, llévate a los niños, y déjame sola.

—Cómete hasta el Ultimo trozo de hígado —reco­men& el marido—. No dejes ni un pedazo, pues al­guien podría encontrarlo. Sigo temiendo alguna des­gracia

—Puedes estar seguro de que no dejare nada —con­testó ella—. Y al quedarse sola, guisó el hígado y se comió hasta el Ultimo pedazo.

No había terminado de engullir el Ultimo bocado, cuando sintió una sed tan terrible, que cogió una cubeta grande de agua, y la vació de un trago.

¡Vecina, dame agua!    entrando en la choza contigua.

Y bebió jarra tras jarra, hasta que no quedó una gota del líquido en toda la aldea.

Corrió entonces al cercano rio, de cuyas aguas se abastecía la aldea. Desesperadamente, se inclinó y be­bió, y bebió... hasta que dejó seco el cauce. Y como no se calmaba su sed, corri6 al desierto, buscando agua en vano.

Esa noche, como era su costumbre, salieron los ani­males que habitaban los bosques de los alrededores, a beber su diaria ración de agua; cuando vieron que no había una gota en el rio, se enfurecieron tanto, que, entrando en la aldea, devoraron a todos los hombres, mujeres y niños que ahí vivían.

Y estas fueron las terribles consecuencias que sufrie­ron los personajes de nuestro cuento, por molestar a los Duendes Nyamatsanos.

 

* Tomado del libro: “HABÍA UNA VEZ” (título original en inglés: Once Long Ago), los mejores cuentos infantiles de todo el mundo, relatados por Roger Lancelyn Green,ilustrado por Vojtech Kubasta .versión castellana de Mercedes Quijano de Mutiozábal . Publicado por Editorial Novaro-México . Primera Edición 1964.