Los huesos de Djulung

21.01.2011 01:49

 

(Cuento Polinesio) Había una vez siete hermanas, huérfanas de padre y madre, que vivían juntas en una isla de los mares del sur, en donde todo el año se disfrutaba de un hermoso verano. La mayor de las hermanas gobernaba la casa, e indicaba a las otras jóvenes cuales eran sus tareas; y siempre, el trabajo más duro era para la hermana pequeña, a la que todas despreciaban.

Consistía este trabajo en ir diariamente al cercano bosque, donde crecían cadenas de orquídeas uniendo las ramas de los enormes arboles, y cortar leña para el fuego de la cocina, que tenía que arder noche y día, pues permitir que se apagara, y encender otro nuevo, era asunto largo y difícil.

Al terminar su trabajo, la jovencita, exhausta y aca­lorada, se recostaba bajo un árbol de follaje frondoso y se dormía profundamente.

Una mañana, sin embargo, al regresar a la cabaña, tambaleándose bajo el peso de la leña, contempló el rio tan fresco y tentador, que decidió darse un baño, en lugar de dormir la siesta de costumbre. Y tan pronto como terminó de acomodar la leña, corrió al bosque y se sumergió en las frescas aguas. Estuvo nadando y mirando las ramas de los arboles que se unían sobre su cabeza, formando un dosel de sombra.

Al volver los ojos hacia el rio, vio un hermoso pece­cillo, que parecía formado por el arco iris mismo, pues brillaban sus colores y semejaba un rayo de luz, al des­lizarse por el agua.

En un momento en que el pececillo pasó cerca de ella, estiro el brazo y lo cogió cuidadosamente entre sus manos. Salió rápidamente del rio, y por un sendero cubierto de verde hierba se dirigió a una cueva frente a la cual corría, entre las rocas, un arroyuelo, formando un profundo estanque de claras y transparentes aguas.

Arrojó en él al pececillo, cuyo nombre era Djulung y se alejó, no sin antes prometerle que volvería a traerle comida.

Estaba ya preparado el arroz, cuando llegó a la cabaña; pero no comió todo el que le sirvieron en su escudilla de madera, sino que guardó casi la mitad; y en cuanto terminó de comer, se dirigió al estanque en donde la esperaba Djulung.

— ¡Aquí estoy! —Le gritó arrojando el arroz, grano por grano—. No te he olvidado; mañana traeré más.

Djulung se comió todo el arroz y pensó que nunca había probado nada tan sabroso. Se sintió absolutamente feliz en el estanque; y, como la joven le traía todos los días la mitad de su comida, creció tanto y llegó a conocerla tan bien, que ya no era necesario que su protectora le cantara para que apareciera en la superficie por su comida.

Ella, por el contrario, perdía peso, y cada día le pesaba más la leña. Notándolo, sus hermanas, hablaron del asunto, pues temían que si algo le pasaba, tendrían que hacer su trabajo.

Decidieron vigilarla, y una de ellas la siguió hasta el estanque en donde estaba Djulung, y vio que arrojaba al agua todo lo que había guardado de su comida. La moza refirió a sus hermanas lo que había visto y les describió el maravilloso pescado. Y mientras nuestra joven cortaba leña en el bosque, al día siguiente, la hermana mayor pescó a Djulung, y entre ella y sus her­manas lo guisaron y se lo comieron. Pero la pequeña no lo supo, pues aquel día la habían mandado a un sitio más alejado del bosque.

Al día siguiente, se dirigió al estanque para llevar a Djulung su comida; y lo llamó con su tonadilla, pero Djulung no apareció. Canto una y otra vez, y trató, de mirar a través del agua.

—No puede haber muerto —se decía—, pues su cuerpo flotaría en el estanque.

Regresó a la cabaña, triste y decepcionada, y se dur­mió profundamente. Tan profundamente, que no pu­dieron despertarla en varios días. Y una madrugada, de pronto, oyó el canto del gallo y le pareció escuchar que sus hermanas habían matado a Djulung v se lo habían comido, arrojando después sus huesos entre las cenizas.

Con mucho cuidado, hurgó entre ellas hasta que encontró todos los huesos de Djulung. Se alejo después silenciosamente; cavó un hoyo cerca del estanque y enterró en él los restos de su amigo. Mientras lo hacía, canturreaba tristemente:

Crezca un árbol sobre los huesos de Djulung

tan alto, que llegue hasta el cielo;

y caigan sus hojas hasta que un rey se entere,

      dónde, cómo y por qué crecieron.

 

Como ya no había ningún pez con quien compartir su comida, pronto engordó  la joven y pudo trabajar más aun que en el pasado. Sus hermanas no volvieron a preocuparse y ni siquiera pensaban en la hermana pequeña, rnientras esta hiciera el trabajo pesado y se lo ahorrara a ellas mismas.

Así que nada supieron del árbol que creció sobre los huesos de Djulung, al que visitaba la muchacha todos los días, al internarse en el bosque por leña.

Era un árbol tan hermoso, que no tenia rival en el mundo entero; su tronco era de acero; sus hojas, de fina seda; sus flores, de oro; y sus frutos, eran hermosos brillantes.

Un día, el viento llevó una de las hojas a través del mar, hasta una isla cercana. La encontró el rey y se dijo: "No podre tener paz hasta que encuentre el árbol del que brota esta hoja maravillosa... Aun cuando tenga que pasar el resto de mi vida, viajando de isla en isla..."

Pero no tuvo que ir muy lejos, pees en la primera isla que visitó, encontró el árbol de acero, con las ramas cubiertas de brillantes hojas, iguales a la que el viento había llevado hasta él.

    ¿Qué clase de árbol es este, y cómo nació aquí?

—preguntó a un niño que jugaba en el bosque.

—No se —contestó el pequeño—, pero siete hermanas viven en una cabaña, no muy lejos, y tal vez ellas sepan.

     Ve y tráelas —ordenó el rey—, diles que las estoy esperando.

Corrió el chiquillo y dijo a las seis hermanas mayores: —Un gran rey os espera para hablar con vosotras; venid pronto.

Corrieron tras el pequeño, dejando a la hermana menor vigilando el fuego y preparando la comida. Pero como ninguna de ellas había visto el árbol, no pudieron decirle nada al rey.

—El niño me dijo que erais siete —dijo el rey—, y solamente veo seis.

    ¡Oh! La mas pequeña está en casa; pero no sabe hacer nada, excepto cortar leña y hacer las faenas pesa­das. Además, casi siempre esta medio dormida —aña­dieron rápidamente.

—No lo dudo —contestó el rey—, pero traedla, de todas maneras. Tal vez haya aprendido algo en sus sueños.

Mandaron al niño a que trajera a la Ultima hermana; y tan pronto como apareció, el árbol mágico que había crecido sobre los huesos de Djulung, se inclinó hasta el suelo, frente a ella, para que pudiera cortar algunas de sus hojas y frutos y se los diera al rey.

--; La doncella que puede hacer tales maravillas, me­rece ser reina! —Exclamó  el soberano—, y es tan her­mosa, que nunca podre amar a ninguna otra mujer.

Se casaron, y se la llevó a través del mar para que fuera la reina de su isla. Y allí vivieron felices durante el resto de su vida.

 

* Tomado del libro: “HABÍA UNA VEZ” (título original en inglés: Once Long Ago), los mejores cuentos infantiles de todo el mundo, relatados por Roger Lancelyn Green,ilustrado por Vojtech Kubasta .versión castellana de Mercedes Quijano de Mutiozábal . Publicado por Editorial Novaro-México . Primera Edición 1964