Los Tres Príncipes

13.04.2011 00:15

 

(Cuento Lituano)Había una vez tres príncipes, que al quedar solos con su hermanastra, se dirigieron a la región de los grandes bosques en busca de fortuna.

Estuvieron cazando; y un día vieron a una hermosa loba de piel' gris plata, que deambulaba por el bosque con sus tres crías. Tendieron inmediatamente sus arcos para matarlos, pero la loba les suplico:

—No tiréis y os daré uno de mis lobeznos a cada uno. Con el tiempo, veréis que ganasteis un fiel amigo gra­cias a vuestra buena acción.

Los príncipes, que eran de corazón bondadoso, acce­dieron a la súplica de la loba y prosiguieron su camino con tres pequeños lobeznos trotando a sus espaldas.

A los pocos días, encontraron una zorra roja que ju­gueteaba con sus tres cachorrillos. Se dispusieron a matarlos, pero la zorra suplicó:   

—No tiréis y os daré uno de mis cachorros a cada uno. No os arrepentiréis, pues habréis ganado un fiel amigo por vuestra buena acción.

Accedieron los príncipes y continuaron su camino, seguidos cada uno, esta vez, de un lobezno gris plata y de un zorrito rojo.

Habrían pasado dos o tres días, cuando se cruzaron con una dorada y hermosa leona que vigilaba a sus tres cachorrillos. Volvieron los jóvenes a preparar sus fle­chas, pero la Leona les rogo:

—No tiréis v os daré uno de mis leoncitos a cada uno. Más tarde veréis que amigos tan buenos v fieles pueden ser mis cachorros.

Accedieron los príncipes a los ruegos de la leona madre y siguieron su vagabundeo por el bosque, seguidos de los lobeznos de piel plateada, de los zorritos rojos y de los dorados leoncillos.

Al caer el sol, llegaron a un punto de donde partían tres diferentes caminos, y en donde crecía un abedul.

El mayor de los hermanos tomó una flecha, y lanzandola al árbol, propuso:

Tiremos una flecha cada uno y busquemos nuestra fortuna por diferentes caminos. Cuando alguno de los tres regrese a este lugar, deberá buscar las flechas clavadas en el árbol; si ve que brota leche de alguna de ellas, sabrá que el que la tiro vive aun y está bien. Pero si ve sangre, sabrá que está muerto o en gravísimo peligro.

Dispararon tres flechas, y volviéndose a su hermanas­tra, le preguntaron:

¿Con cual de nosotros quieres marchar?

Con el mayor —contestó la joven sin titubear. Alejáronse, pues, los hermanos en tres direcciones, y la mozuela siguió al mayor. Detrás de cada príncipe, trotaban un lobo gris, un zorro rojo y un dorado león, que fueron creciendo hasta alcanzar, con el tiempo, su máximo desarrollo.

Una noche, llegó el mayor de los príncipes, con su hermana, a un castillo habitado por rudos bandidos. Abrieron estos la puerta, decididos a apoderarse de los intrusos y matarlos, pero inmediatamente el lobo, el zorro y el león, olfatearon algo extraño, y lanzándose al interior del castillo, mataron a todos sus moradores.

El príncipe tome entonces posesión del castillo y sus tesoros, v arrojó los cuerpos de los bandidos a un obs­curo calabozo, recomendando a su hermana:

—Puedes entrar en todas las habitaciones del casti­llo, menos en esta.

En cuanto el príncipe dio la espalda, sin embargo, entró la joven en la cámara prohibida, y se encontró con que el más cruel de los bandidos no estaba muer­to, sino solamente herido.

—No tengas miedo —dijo el hombre, al ver que la joven retrocedía—. Si haces exactamente lo que te voy a decir, seré tu amigo. Primero que nada, cásate conmigo, y serás mucho más feliz y mucho mas poderosa que viviendo con tu hermano. Ahora, ve al armario de mi habitación, teniendo cuidado de que nadie te vea, y tráeme los tres frascos que encontrareis allí. En el pri­mero, hay aceite que curara mis heridas. El segundo está lleno de una agua maravillosa, que hará que me sienta tan bien como siempre; y el agua del tercero me dará una fuerza extraordinaria.

La joven hizo lo que el bandido le pedía, pues, en realidad, no amaba a su hermano.

Cuando el bandido sanó de sus heridas y recuperó su fuerza, dijo a la joven:

—Ahora, ve a esperar a tu hermano, y cuando regrese del bosque con sus animales, dile: "Hermano, se que posees una gran fuerza, pero para probármelo y sentir­me segura a tu lado, permite que ate tus dedos pulgares a la espalda, con un cordón de seda. La facilidad con que rompas el cordón, me dará la medida de tu fuerza." Cuando veas que no puede desatarse —termi­nó el bandido —, llámame.

Hízolo así la joven; ató los pulgares de su hermano, pero este rompió el cordón fácilmente, y le dijo:

Hermana, ese cordón no era lo suficientemente fuerte para mí.

Cuando regresó del bosque al día siguiente, la ambiciosa doncella volvió a amarrar los dodos de su her­mano con un cordón más grueso. También lo rompió el príncipe, aunque no tan fácilmente como el prime­ro, y sonriendo, dijo a la joven:

Hermana, ese cordón tampoco era lo suficiente­mente fuerte para mi.

El tercer día, empleó la hermanastra el cordón mas grueso que encontró. Ató los pulgares del príncipe, y aunque este recurrió a toda su fuerza, no consiguió romperlo.

—Hermana —le dijo—, esta vez el cordón es demasiado grueso para mí. Desátame en seguida, ahora que ya has medido mis fuerzas.

Pero, en lugar de hacerlo, llamó la joven al bandido, que apareció corriendo, con un enorme cuchillo en la mano, resuelto a deshacerse del príncipe. Este, inclinando la cabeza, le dijo:

Ten paciencia un momento y concede a un moribundo su último deseo. Sostén contra mis labios cuerno de caza para que pueda soplar tres veces y despedirme así del bosque en donde he pasado tanto tiem­po de mi vida.

El bandido sostuvo el cuerno contra los labios del príncipe. Al primer toque, se despertó el zorro y supo inmediatamente que su amo estaba en peligro. Al se­gundo, saltó el lobo sobre sus patas, y al tercer toque se despertó el león, que destrozó la puerta de su jaula de un solo empujón.

Como un torbellino aparecieron los tres animales en la habitación donde el bandido estaba a punto de matar al príncipe. Y mientras el zorro mordía la cuerda que ataba los dedos del joven y el lobo acorralaba a la hermana en un rincón, el león devoraba al bandido, de unos cuantos bocados.

—No te mataré —dijo entonces el príncipe a su her­mana—, pero te dejare aquí para que te arrepientas de tu mala acción y hagas penitencia.

Y encadenándola a la pared, colocó una gran tinaja frente a ella, añadiendo:

No te moverás de este lugar, hasta que llenes la tinaja con tus lagrimas.

Y luego se alejó del castillo con sus tres fieles ami­gos. Llegaron a un país en donde todos los habitantes parecían afligidos por un gran dolor.

-       ¿Cual es vuestra pena? —preguntó el príncipe.

¡Ah! —contestaron los interrogados—. Nuestra amada princesa, la hija única de nuestro rey, ha de ser entregada hoy a un terrible dragón con nueve cabezas.

¡No lo permitiré! —exclamó el príncipe—. Soy fuerte y podre salvarla.

Le informaron que el dragón llegaría por la playa, y hacia allí se dirigió el joven, escondiéndose con sus tres amigos detrás de unas rocas.

Poco después, apareció una llorosa procesión, de la que se separaron unos hombres que colocaron a la prin­cesa sobre la arena y se retiraron inmediatamente. Pron­to se escuchó un fuerte ruido en el mar y aparecieron en seguida las nueve cabezas del dragón. Entonces dijo algo el príncipe a sus amigos, en voz muy baja.

Cuando el dragón Ilegó a la playa, la infeliz princesa gritó aterrorizada, y en ese momento se adelantaron el zorro, el lobo y el león. Se detuvieron, sin embargo, repentinamente, a la orilla misma del mar, y dando la espalda al monstruo, arrojaron con sus colas enormes cantidades de agua salada a los dieciocho ojos del dragón.

Detúvose éste unos momentos, cegado y enfurecido, y avanzando entonces el príncipe, con nueve golpes de su espada dejó sobre la arena las nueve cabezas, mien­tras que el león, el lobo y el zorro daban cuenta de lo que había quedado del monstruo.

La princesa, que había contemplado la escena, asom­brada y horrorizada a la vez, se arrojó en los brazos del príncipe, y le dio su anillo y la mitad de su pañuelo, en señal de que solamente con él se casaría. Inmedia­tamente lo condujo a la carroza que la esperaba.

Durante el camino, sin embargo, el cochero y el laca­yo que conducían la carroza, envidiosos de la fortuna del príncipe, urdieron un malvado plan.

—Por qué hemos de llevar a este extranjero al pala­cio? —se preguntaron—. Matémoslo y diremos que fui­mos nosotros los que destruimos al dragón, y así, uno de los dos se casará con la princesa y nuestra fortuna estará hecha.

Golpearon al príncipe en la cabeza y lo arrojaron a una zanja, calculando que pronto lo devorarían los cuervos y los buitres.

Mientras tanto, los tres animales habían acabado de despedazar al dragón y siguieron e] camino que habían visto tomar a su amo. Cuando lo encontraron tirado en la zanja, malherido, se entristecieron sobremanera y discutieron que deberían hacer. A los pocos minutos, se alejaba el león y mataba un buey, al que dejó tirado en el campo, bajo la vigilancia del zorro, que se escondió tras unos matorrales.

No tardaron en aparecer los cuervos y darse un festín con el buey, pero en cuanto se posaron sobre él, salto el zorro, y agarrando a uno de ellos, se lo llevó con todo cuidado al león, que, junto con el lobo, vigi­laba al príncipe.

—No te haremos nada —dijo el león al asustado cuer­vo—, siempre y cuando vueles hasta el castillo del ban­dido y traigas los tres frascos de agua milagrosa.

Le explicaron dónde los encontraría y se alejó el cuervo. A su regreso, tres gotas de los frascos bastaron para curar al príncipe y devolverle toda su fuerza.

Al punto, marchó al palacio del rey, a quien mostró el anillo y la mitad del pañuelo entregados por la prin­cesa, como prueba de que él era su salvador. Mientras celebraban sus bodas, el cochero y el lacayo se halla­ban ya encadenados en un obscuro calabozo.

Sin embargo, las aventuras del príncipe no termina­ron aquí. Al día siguiente, paseando con sus tres ani­males en los bosques que rodeaban el palacio real, se perdieron. Ya de noche, vieron una hoguera en la cual una vieja quemaba ramas y hojas secas, que juntaba con un pequeño rastrillo.

—Ayúdame a juntar leña —dijo la vieja, al ver al príncipe—, y te llevare hasta el palacio.

Pero en el momento en que el príncipe y los anima­les tocaron las ramas, quedaron convertidos en piedras planas y de suave superficie. La vieja era una malvada bruja, celosa de la belleza, y ávida de destruirla en donde la viera.

Ahora bien, aquella misma noche, el más joven de los tres príncipes llegaba al abedul donde habían cla­vado las tres flechas. Estaba muy avanzada la noche cuando Ilegó, así que durmió cerca del árbol; y al des­pertar, vio que manaba sangre de la abertura hecha por la flecha de su hermano mayor.

¡Está muerto o en un grave peligro! —exclamó.

Salió, tan de prisa como pudo, con sus tres amigos, los animales, y no tardó en llegar a la ciudad en donde el príncipe había salvado a la princesa del dragón.

Al contemplar al recién Ilegado y a sus acompañan­tes, todo el mundo, aun el mismo rey, creyó que se trataba del esposo de la princesa. Pero ésta se dio cuenta de que no era él y pidió a su cuñado que saliera a buscar al príncipe, perdido desde la víspera.

El mancebo, seguido de sus amigos, Ilegó a donde la vieja recogía ramas v hojas para avivar el fuego.

Ayúdame a reunir mi leña —pidió la mujer—, y te ayudaré a encontrar al príncipe.

Pero tan pronto como el doncel v los animales toca­ron las ramas, quedaron convertidos en piedras.

Aquella misma noche dormía el segundo de los príncipes cerca del abedul. Y cuando al despertar vio sangre bajo las flechas de sus hermanos, exclamó:

-             ¡Están muertos los dos, o en gravísimo peligro!

Galopó todo el Camino, hasta que llegó al palacio.

Fue recibido por el pueblo y el rey, como si fuera el príncipe perdido. Pero la princesa se dio cuenta, una vez más, de que no era su esposo v lo envió:, a los bos­ques, explicándole la desaparición de sus hermanos.

Dirigióse el joven en busca de los príncipes, pero al entrar en el bosque, pegó su oído a la tierra. Le pareció escuchar a lo lejos un débil murmullo, como si sus hermanos y sus animales lo llamaran. Escuchó también el chisporroteo de una hoguera, y guiado por el sonido, encontró a la bruja, juntando ramas y hojas.

—Ayúdame a juntar mi leña —dijo la mujer—, y te diré luego cómo encontrar a tus hermanos.

El príncipe, sospechando algo extraño, contestó: —Mi amigo te ayudará.

El zorro se disponía a juntar las ramas y las hojas de los alrededores, pero apenas las había tocado, quedó convertido en una piedra plana y tersa.

¡Eres una malvada bruja! —gritó el príncipe—. Has hechizado a mis hermanos y a sus animales, convirtiéndoles en piedras. ¡Vuélvelos ahora mismo a la vida o mi león te hará pedazos!

Asustóse la bruja ante la actitud del mozo, que no parecía estar hablando en broma, y al rociar las piedras con un polvo mágico, aparecieron los príncipes y sus animales, pero desapareció la bruja, convertida en una voluta de humo que se levantó de la hoguera.

Regresaron al palacio los tres príncipes, seguidos de sus nueve animales, y todo el reino los aclamó.

Y allí se quedaron a vivir y fueron muy felices.

 

 

 

* Tomado del libro: “HABÍA UNA VEZ” (título original en inglés: Once Long Ago), los mejores cuentos infantiles de todo el mundo, relatados por Roger Lancelyn Green,ilustrado por Vojtech Kubasta .versión castellana de Mercedes Quijano de Mutiozábal . Publicado por Editorial Novaro-México . Primera Edición 1964.