Los Tres Tesoros

09.04.2011 00:59

 (Cuento Alemán) Erase  que se era un pobre sastre que tenía tres hi­jos, tan inútiles, ociosos y buenos para nada, que, un día, decidió echarlos de su casa para que se las com­pusieran como buenamente pudieran.

Y sucedió que se las arreglaron bastante mejor de lo que se merecían, aunque al principio tuvieron que tra­bajar duramente, y sin grandes perspectivas.

El mayor se dedicó a la ebanistería, y se mostró tan hábil durante el tiempo que trabajó como aprendiz, que al abandonar el taller para dedicarse, ya por su cuen­ta, al oficio, su amo le obsequió una pequeña mesa ple­gable, de madera.

—Las cosas no son exactamente lo que aparentan —le dijo el maestro ebanista al entregarle la mesita—. Esta, es una mesa mágica y no tienes más que ordenar­le "Mesita, ¡extiéndete!", para que inmediatamente se extienda y aparezca con un mantel limpio, platos y cu­biertos, y estupendas carnes cocidas y asadas, tantas, como puedan caber sobre ella; y para completar el ban­quete, una garrafa del buen vino rojo que tanto alegra el corazón.

El joven dio las gracias a su patrón, y se dijo:

"Con esta mesa tengo suficiente para toda mi vida." Se fue a correr mundo y, por supuesto, nunca le faltó comida ni vino; ni aun en los bosques más alejados, las montañas más altas o en los lugares más desérticos.

Pasado el tiempo, pensó que debería regresar a su hogar; su padre se alegraría al ver su mesita mágica.

Estaba en una posada, ya en su viaje de regreso, y sólo a un día de camino de su casa, cuando fue invitado a comer con otros de los muchos huéspedes que llena­ban el comedor, pues de otro modo, le advirtieron, po­dría quedarse sin comida.

—Nada de eso —contestó el ebanista —. Por el con­trario, seréis vosotros mis invitados.

Todos se rieron, pensando que bromeaba. Pero cesa­ron de reír, cuando, al colocar la mesa mágica en el centro de la habitación, y ordenarle "Mesita, ¡extién­dete!", se cubrió, al instante, de estupendas viandas y vinos. Y se rieron todavía menos, al ver que por mucho que comían y bebían, los platones vacíos desaparecían, para aparecer al minuto otra vez llenos, y las jarras de vino estaban siempre hasta el borde.

"¡Qué útil podría serme esa mesita!", pensó el po­sadero, contemplándola con envidia.

Y cuando el ebanista y sus invitados se retiraron a dormir, resolvió quedarse con ella. La escondió y, con grandes precauciones, puso en su lugar otra mesita igual, que, por casualidad, encontró en su bodega.

Al día siguiente, el ebanista salió con la mesa al hombro, sin pensar, ni por un momento, que no era la suya, y llegó esa noche a la casa de su padre, donde fue recibido con grandes muestras de alegría.

—Bien, hijo —preguntó el padre—, que has apren­dido?

—Ebanistería —contestó el hijo.

—Un buen oficio —comentó el viejo sastre—; pero no me parece que te haya ido muy bien, si tu obra maestra es esa vieja mesa que cargas a tu espalda.

—Ah —contestó el muchacho—. Es una mesa mágica. Cuando le ordeno que se extienda, lo hace, y apa­recen sobre ella los mejores platillos del mundo, y también el vino que tanto alegra el corazón. Invita a todos tus parientes y amigos, y podremos agasajarlos en grande.

Cuando todos estuvieron reunidos, el joven colocó la mesa en el centro de la habitación, y dijo: —Mesita, i extiéndete!

Pero la mesita no obedeció, siguió tan vacía como cualquier mesa, y todos sus amigos y parientes se bur­laron de él, y no se lo perdonaron, pues tuvieron que regresar a sus hogares con los estómagos vacios.

Avergonzado por su fracaso, se alejó, mientras su padre volvía  a sus parches y remiendos.

Mientras todo esto sucedía, el segundo hijo había aprendido el oficio de molinero. Y lo aprendió tan bien que el día que resolvió trabajar por su cuenta, su patrón le dijo:

Mereces que te haga un regalo, y aquí tienes este borrico que no puede ni tirar de una carreta, ni cargar un solo saco sobre su lomo. Pero las cosas no son siem­pre lo que aparentan. No tienes más que poner una alfombra bajo sus patas y decirle "iSualtalas!", para que el buen animalito suelte tantas piezas de oro cuantas necesites.

Se despidió el muchacho agradecido, y nunca tuvo necesidad de nada, mientras lo acompañó el borrico.

Y, al igual que su hermano mayor, decidió un día regresar a la casa de su padre para enseñarle su tesoro, y llegó a la misma posada donde aquel había perdido su mesita mágica. El posadero se sorprendió al ver el cui­dado con que el muchacho acomodaba el borrico en el mejor lugar del establo. Y se sorprendió aun mas cuan­do vio que sacaba dos piezas de oro de su bolsillo, por lo que decidió cobrarle el doble que a los demás.

Es todo lo que tengo —dijo el joven molinero al ver que no le alcanzaba el dinero para pagar su cuen­ta—, pero iré al establo y mi borrico me dará lo que falta. •

El insaciable posadero lo siguió calladamente para averiguar dónde tenía escondido el oro. Al ver la puer­ta cerrada, espió por el ojo de la cerradura, y vio como el muchacho colocaba una alfombra bajo el asno, y le decía "¡Sueltalas!", y una cascada de oro caía sobre el tapete.

Durante la noche, el posadero cogió el borrico de oro y lo cambió, sin grandes dificultades, por otro.

El joven molinero prosiguió su camino al día siguien­te, sin sospechar el cambio, y su padre lo recibió en­cantado.

Bien, hijo, que has aprendido? —le preguntó.

A moler grano —contestó el joven.

Un buen oficio —observó el padre—; pero, ¿qué cosa has traído de tus viajes?

— Solamente este borrico —contestó.

Por aquí abundan los borricos —respondió el pa­dre, enojado.

Pero el muchacho se apresuró a aclarar:

Este es un borrico de oro. Cuando le digo "¡Suel­talas!", abre la boca y suelta una cascada de piezas de oro. Trae a todos tus parientes y amigos, y comparti­remos con ellos mi fortuna.

Cuando todos estuvieron nuevamente reunidos, el muchacho extendió una alfombra bajo las patas del borrico, y le ordenó "¡Suéltalas!". Pero no cayó ni una sola pieza de oro, y a leguas se notaba que el animal nada sabía sobre el arte de acuñar monedas.

Parientes y amigos se retiraron a sus hogares tan po­bres como habían llegado, y el molinero, cabizbajo, salió en busca de ocupación, mientras que su padre volvía a sus parches y remiendos.

El hermano menor, mientras tanto, se había dedica­do al oficio de tornero, y por ser el trabajo que mas ha­bilidad requería, necesitó más tiempo para dominarlo. Por esa razón, no pudo emprender su retorno al hogar hasta algún tiempo después que sus hermanos le escri­bieron contándole sus aventuras, y refiriéndole como el malvado posadero les había robado sus maravillosos tesoros.

Cuando llegó el momento en que el tornero estaba listo para averiguárselas por sí mismo, le dijo su amo:

Has trabajado tan Bien, que te hare un regalo. Aquí tienes este morral, y dentro, encontraras una porra.

—Puedo usar el morral —contestó el muchacho—, pero, para que quiero la porra? Solo será un peso mas.

—Las cosas no son lo que aparentan —fue la respues­ta—. Si alguien te insulta, o te hace algún daño sólo tienes que decir "Sal, porra, del morral", y saldrá, y le dará a quien tú le ordenes que lo haga, la paliza más grande que haya recibido en su vida. Y seguirá golpeando hasta que vuelvas a ordenarle "Porra, al morral".

El joven le dio las gracias, se echó el morral a la es­palda, y se alejó en dirección a su hogar. Y nunca tuvo que temer a ladrones o a vagabundos, en las montañas o en los desiertos, pues su porra mágica los mantuvo siempre a raya.

Llegó por fin, a la misma posada en la que sus her­manos habían perdido sus tesoros, y sentándose frente a una mesa, colocó sobre ella su morral.

Al poco rato, la conversación giraba alrededor de te­soros mágicos, y el joven, con toda intención, exclamó:

10h! He visto muchos durante mis correrías. Es fácil encontrar una mesa mágica o un borrico de oro; la mesa que aparece cubierta con excelentes viandas y vinos, y el borrico que escape monedas de oro; pero no son nada en comparación con lo que yo he consegui­do, y que llevo a mi casa, dentro de este morral.

El posadero paró las orejas.

¿Que podrá ser? —se preguntaba—. Bien, sea lo que sea, creo que me servirá, como me han servido la mesa y el borrico. Tengo un morral muy parecido... Esperare a que este dormido...

Esperó, y cuando vio que el joven dormía junto a los rescoldos del fuego, en la cocina, entró sigilosamente, cogió el morral que el tornero había colocado como almohada, y puso, en su lugar, otro lleno de palos.

Pero no había acabado de hacerlo, cuando el tornero, que solo fingía dormir, gritó: “Sal porra, del morral!", y salió la porra decidida a hacer un buen trabajo, dándole al posadero la paliza que se merecía desde hacía mucho tiempo, y las que pudiera merecer al futuro.

Cayó por fin, el hombre, de rodillas, gritando y suplicando misericordia, y el joven le dijo:

—Te lo has merecido. Y mi porra empezará otra vez a actuar a conciencia, Si no me entregas inmediata-mente la mesa mágica y el borrico de oro que les robaste a mis hermanos.

— ¡Si, si, ahora mismo te los entregare! —1loriqueó el posadero—. Pero, por lo que más quieras, esconde esa porra!

El tornero ordenó "Porra, al morral", y el posadero devolvió los tesoros; pero durante una semana, no pudo sentarse cómodamente en ningún sitio.

Al día siguiente, el muchacho salió para su casa, con la mesa, el borrico y, por supuesto, el morral, y su padre lo recibió cariñosamente.

—Bien, hijo mío, ¿qué has aprendido? —le preguntó. —Tornería —contestó el muchacho.

—Un buen oficio, sin duda. Pero, dime, ¿Que cargas en ese morral? ¿Alguna muestra fina de tu trabajo? —No, solamente es una porra.

¿Qué cosa? —exclamó el sastre—. ¿Una porra? Eso es todo lo que sabes hacer? Podrías sacar una de cada árbol.

—Pero no como esta, padre. Es una porra mágica. Todo lo que tengo que decir es "Sal, porra, del morral!", y allá se va azotando a todo aquel que quiera hacerme algún mal —y con toda rapidez tuvo que añadir: "¡Porra, al morral!", pues ya la porra había saltado del morral y se disponía a obedecer a su amo, descargando sus golpes sobre el sastre—. Ya has visto —continuó el tornero—, lo eficaz que puede ser. Y ahora, te diré lo útil que ha sido. Recobré la mesa mágica y el borrico de oro de mis hermanos. El avaro posadero los había robado. Convida a tus parientes y amigos, y esta vez sí les daremos una estupenda comida y llenaremos de oro sus bolsillos.

El sastre no estaba muy convencido, ni tampoco lo estaban los familiares y amigos. Pero lo estuvieron al poco rato, y sin ayuda de la porra mágica. Cuando todos estuvieron reunidos, el hijo menor extendió la alfombra bajo las patas del borrico y dijo a su hermano, el molinero:

—Ahora, querido hermano, háblale.

El muchacho dijo "¡Suéltalas!", y el borrico derramó oro, hasta que los bolsillos de todos se llenaron. Trajo después el tornero la mesa mágica, y volviéndose hacia su hermano mayor, le dijo:

—Ahora, querido hermano, háblale.

— ¡Mesita, extiéndete! —ordenó el ebanista.

Y los invitados disfrutaron de la mejor comida de su vida, y bebieron y se alegraron hasta muy noche. El sastre abandonó, ¡por fin!, sus remiendos, sus hilos y aguja, su cinta de medir y su plancha, y vivió feliz, sin preocupaciones, con sus tres hijos.

 

* Tomado del libro: “HABÍA UNA VEZ” (título original en inglés: Once Long Ago), los mejores cuentos infantiles de todo el mundo, relatados por Roger Lancelyn Green,ilustrado por Vojtech Kubasta .versión castellana de Mercedes Quijano de Mutiozábal . Publicado por Editorial Novaro-México . Primera Edición 1964