Madschun

09.03.2011 01:12

  

(Cuento Turco) Hace muchos, muchos años, había una mujer que tenía solamente un hijo, pero era tan flojo y holgazán, que nunca quería trabajar, ni hacer nada de provecho; se pasaba el día entero sentado bajo un árbol, viendo pasar a los vecinos. Para colmo de males, llegó a los veinte años, sin un solo cabello en la cabeza; no quiere decir esto que se quedó calvo a esa edad, sino que nunca, lo que se dice nunca, había tenido un solo pelo. Su madre le decía a menudo:

    ¿Qué va a pasar contigo? ¿Cómo vas a poder vivir, si no trabajas? Y ¿Quién  querrá casarse contigo, si no tienes un triste cabello?

Pero un día, fue el joven el que decidió con quien quería casarse; y escogió nada menos que a la princesa, la hija del sultán, que una tarde, por casualidad, pasó frente a nuestro joven, acompañada de su séquito.

—Madre —dijo el muchacho, resuelto y decidido—, tienes que ir a ver al sultán y decirle que quiero casarme con su hija.

    ¿Qué dices? —gritó espantada la mujer—. ¡Debes estar loco! Aun cuando tu cabeza luciera una hermosa cabellera, el sultán no vacilaría en echártela abajo al escuchar mi petición. Y tampoco la mía duraría mucho sobre mis hombros...

—El sultán es bueno —contestó el joven—; ve, y dile lo que quiero.

—Pero aun cuando nos perdonara la vida por nues­tro atrevimiento, se negara terminantemente a entre­gar a su hija a un calvo, flojo y miserable como tú —in­sistió la mujer.

—Eso es cuenta mía —respondió el hijo—. Todo lo que te pido, es que vayas a verlo y se lo propongas.

Insistió tanto el muchacho, mañana, tarde y noche, un día sí y otro también, que, por fin, la mujer, vis­tiendo sus mejores ropas se dirigió al palacio.

Escogió un día en que el sultán, sentado en su trono, atendía, personalmente, las quejas y peticiones del pue­blo, así que no tuvo ninguna dificultad en llegar hasta él y hacerle, temblorosa y asustada, su extraordinaria petición. El sultán era, efectivamente, un hombre bueno, que disfrutaba con todo lo que se saliera de lo común; no se disgustó en lo más mínimo al escuchar a la mujer, y solamente le contestó: —Dile a tu hijo que venga el mismo a pedírmelo; vete tranquila, nada malo le pasara. Presentóse el joven y se arrodilló frente al sultán; al contemplar este su calvísima cabeza, y deseando sacu­dirse de una vez y para todas del importuno preten­diente, le dijo: —He sabido que deseas casarte con la princesa. Me parece bien. Pero el hombre que sea su esposo, deberá juntar antes todos los pájaros cantores que hay en mi reino y traerlos a mi jardín, pues hasta ahora, ninguno ha anidado en los arboles del palacio. Desmoralizóse terriblemente nuestro joven al escu­char la demanda del sultán. Pero, haciéndole una pro­funda reverencia, se alej6 inmediatamente en busca de la persona que pudiera aconsejarle lo que debería ha­cer; pues comprendió que jamás lograría llevar a cabo la difícil tarea, sin la ayuda de algún poder mágico. Vagó por el desierto durante varios días, y tuvo la fortuna de encontrar a un mago, que le preguntó: — ¿Qué es lo que te preocupa, hijo mío? El muchacho le contó sus penas y terminó diciendo tristemente que haría cualquier cosa en el mundo para conquistar a la princesa, aunque estaba dándose cuenta de que jamás lo lograría. —No te desesperes —le dijo el mago—. Las personas decididas, reciben siempre su recompensa. Te enseñaré una palabra mágica y te diré cómo usarla. La palabra es "Madschun", y deberás pronunciarla cuando llegues junto al gran ciprés que se encuentra al final del de­sierto. Todos los pájaros cantores de las tierras del sultán, se congregan, por las noches, en ese ciprés. Escóndete bajo el árbol y no hagas ruido alguno hasta que hayan llegado todas las aves; di, entonces, "¡Mads­chun!", y ninguna podrá volar. Cuando las hayas ba­jado, acomódalas sobre la cabeza, los brazos, y todo tu cuerpo, y llévaselas al sultán. Di, entonces, en voz muy baja: "Que todos los prisioneros de Madschun queden libres", y los pájaros quedaran deshechizados.

Alejóse el joven, entusiasmado, no sin antes dar las gracias al mago, y siguió su camino hasta el gigantesco ciprés. Y tuvo tanto éxito la palabra mágica, que, unos días después, avanzaba lentamente hacia el asombrado sultán, lo que parecía ser una montana de pájaros de todos tamaños y colores. Y, de pronto, extendiendo los pájaros sus alas, volaron hacia el jardín, posándose y cantando en todos los arboles; dejando al enamorado muchacho, solo, frente al sultán, al que hizo una pro­funda reverencia, al mismo tiempo que decía:

— He cumplido tus órdenes, poderoso sultán. Permi­te, pues, que me case con la princesa.

— Con todo gusto! —Exclamó el sultán—. Ordenaré inmediatamente que se hagan los preparativos para la boda. Prepárate tú también, pues con tu magia no dudo que puedas hacer cuanto desees; y consigue una her­mosa y rizada cabellera, que te hará aparecer apuesto y gentil, y que agradara a la princesa.

Nuevamente se sintió nuestro amigo invadido por la desesperación al escuchar las palabras del sultán; pero se inclinó ante él, y salió a pensar que cosa podría hacer.

El sultán, mientras, llamó a su gran visir y le dijo:

— Deseo que mi hija se case cuanto antes, con un marido que le convenga, y creo que tu hijo es el indi­cado; arregla todo para que la boda se celebre mañana.

Cuando el joven calvo se enteró de que la princesa se casaba a la mañana siguiente, corrió al palacio y se escondió detrás de una de las columnas del vestíbulo. Al llegar la novia con su séquito, pero antes de que se presentara el sultán, pronunció la palabra mágica "iMadschun!", y todos los ahí reunidos, quedaron absolutamente inmóviles, como si hubieran sido conver­tidos en estatuas.

Envió el sultán emisarios por todo el país para que trajeran sabios y magos que pudieran decirle cómo romper el hechizo que sufría toda la corte. Pero aquellos solo contestaban:

—Es culpa tuya, sultán. Si no te hubieras retractado de tu palabra, este sortilegio nunca habría caído sobre tu hija. El único remedio, es despachar al novio que escogiste, y poner en su lugar, al joven calvo.

Viose el sultán obligado a aceptar el consejo, y envió un mensajero a la casa de la madre del muchacho; pero esta tenía ya preparada su contestación, y dijo:

—No he visto a mi hijo desde hace muchos días. Y no tengo dinero para emprender un viaje a los lugares en donde tal vez se encuentre.

—No te fijes en detalles tan insignificantes —contes­tó el mensajero entregándole una bolsa con mil piezas de oro, que la mujer guard6 cuidadosamente.

Fingió después que salía en busca de su hijo; y esa misma noche regresaron los dos a su hogar, pero se escondieron aún durante varios días, al cabo de los cua­les, el joven se presentó en el palacio, como si acabara de Ilegar de un viaje.

— ¡Ah hijo mío! —Exclamó el sultán, al verlo— ¿Dónde has estado durante todo este tiempo?

—Con toda honradez gané a tu hija, sultán —fue la respuesta—, pero no cumpliste tu palabra y te negaste a entregármela. Todo me resultaba tan triste, que me dediqué a viajar de un lugar para otro. Ahora he venido a reclamar a mi esposa, así que ordena a tu gran visir que prepare el contrato de la boda.

No hubo más remedio: el visir redactó el acta con las condiciones del matrimonio, y el sultán la firmó.

El joven se volvió entonces hacia la princesa y su séquito, que seguían inmóviles, y murmuró:

¡Que los prisioneros de Madschun queden libres! Se rompió el hechizo y la princesa se casó con el jo­ven, y fueron muy felices.

¿Y su cabeza calva, preguntareis? Suponemos que pudo cubrirla con una rizada y hermosa cabellera, pronunciar su palabra mágica "iMadschun!"; supone­mos también que nunca la perdió...

* Tomado del libro: “HABÍA UNA VEZ” (título original en inglés: Once Long Ago), los mejores cuentos infantiles de todo el mundo, relatados por Roger Lancelyn Green,ilustrado por Vojtech Kubasta .versión castellana de Mercedes Quijano de Mutiozábal . Publicado por Editorial Novaro-México . Primera Edición 1964.