ZULVISIA

22.04.2011 00:30

 

(cuento Armenio) Había una vez un rey, que sintiendo cercana la hora de su muerte, llamó a sus siete hijos y les recomendó:

—Hijos míos, cuando yo muera, el mayor de vosotros será rey; si algo le pasara, lo será el segundo, y así suce­sivamente hasta el menor. Todo marchara bien si seguís mi consejo: no vayáis nunca de caza a la Montana Mágica, pues muchos han ido, y no han regresado.

Murió el rey, y el hijo mayor ocupó el trono. Pero como deseaba tan ardientemente conocer el secreto de la Montana Mágica, pronto salió a cazar en sus laderas, v nunca lo volvieron a ver.

Lo sucedió el segundo hermano, quien, siguiendo los pasos del mayor, desapareció en igual forma; y el mis­mo camino siguieron los otros, hasta que el más joven de todos fue proclamado rey.

Al poco tiempo decidió este Ultimo salir de cacería a la Montana Mágica; pero los ruegos de su pueblo lo detuvieron por algunos años, hasta que su deseo se hizo tan irresistible que salió, por fin, una mañana, muy temprano, con un pequeño grupo de amigos y criados.

Cabalgaban a través de un valle rocoso cercano a la falda de la Montana Mágica, cuando repentinamente apareció un venado que huyó hacia el bosque, perse­guido por los jinetes.

Lo siguieron el día entero, y al anochecer, desapareció el animal entre los árboles, dejando a los cazadores muy atrás. El rey Ilevaba ventaja a sus acompañantes, y por algún tiempo siguió vagando en el bosque, antes de volver a reunirse con sus amigos.

A su regreso, descubrió una cañada con varias tien­das de campana, en las que yacían muertos todos sus compañeros, envenenados, según parecía, por la comida y el vino que había junto a ellos.

¡Pobres amigos míos! —Exclamó el rey—. ¡Desgra­ciadamente llego demasiado tarde para salvar vuestras vidas, mas no para vengaros!

Escondió su caballo en el bosque, regresó a la cañada, y subió a un cercano y enorme nogal, en cuyas ramas pasó la noche.

Al amanecer, y montando un resplandeciente caba­llo, apareció un joven guerrero, seguido de otros mu­chos, quienes descuartizaron los cadáveres y los arro­jaron a una barranca cercana. Volvieron a poner las mesas y a escanciar más vino envenenado en las jarras; cargaron el botín sobre los caballos capturados, y se alejaron.

Mientras tanto, el guerrero que montaba el hermoso caballo, paseaba entre los árboles y, de pronto, encontró el corcel del rey.

¡Qué extraño! —murmuró—. Había un caballo por cada hombre muerto, ¿de           quién será este?

- ¡Mío! —gritó el rey, bajando del árbol—. Pero, ¿quién eres tú que así das muerte a mis hombres? No volverás a cometer mas atrocidades como esta! Regre­sa a tu castillo, adonde te seguiré, para vengarme!

Por un momento, el guerrero, furioso, se quedó sin habla, pero por fin exclamó:

-- ¡Acepto tu reto! Pero sígueme, si te atreves. ¡Yo soy Zulvisia!

Quedose el rey de una pieza al oírla y descubrir, con gran asombro, que el guerrero era una hermosa joven. Pero esta, sin darle tiempo para responder, clavó las espuelas en su caballo, y se alejó galopando, como un rayo de luz.

Al instante, el rey la perseguía en su propio caballo, pero Zulvisia le llevaba una gran delantera. Continuó el rey en su persecución hasta que se sintió tan cansado y hambriento, que estaba próximo a caer exhausto.

En esto, se encontró frente a las casas redondas de tres viejas hadas, cada una de las cuales tenía tres hijos. Al verlo, lo recibieron amablemente. Cuando hubo be­bido un poco de leche, y descansado un rato, respondió a las preguntas de las hadas.

—Busco a Zulvisia —les dijo—. Es ella la que ha dado muerte a mis hermanos y a muchos de mis amigos.

—Desgraciadamente —contestaron las hadas—, Zul­visia ha pasado dos veces por aquí desde que salió el sol; tal vez hubiéramos podido detenerla, aunque es muy peligrosa. Así que te suplicamos que abandones tus planes, y te quedes con nosotros.

—Quédate! —Insistieron los hijos de las hadas—. Se nuestro hermano mayor, y permite que seamos tus hermanos pequeños.

No puedo —contestó el rey—. Debo buscar a Zul­visia. Pero os dejare estos tres recuerdos: mis tijeras, mi navaja y mi espejo. Si veis aparecer sangre en las tijeras o en la navaja, o veis que el espejo se empaña, sabréis que mi vida está en peligro. Venid, entonces, en mi ayuda.

Así lo haremos —contestaron los muchachos—. Puedes tener confianza en nosotros.

Se alejó el rey, y al brillar la luna en el cielo, llegó a un esplendido palacio cuya torre del vigía era de cristal, pero que no tenía puerta alguna en sus muros. Poco después, y mientras seguía buscando una entrada, escuchó un fuerte ronquido y descubrió a un viejo durmiendo en el fondo de un profundo foso. Bajó, y sacudió al anciano hasta que éste despertó.

— ¿Qué es esto? —gruñó—. ¡Únicamente los pájaros y las víboras llegan hasta aquí!

—Sólo soy un hombre —contestó el rey—, y busco a Zulvisia.

— ¡Zulvisia, la maldición de la tierra! —Gimió el hom­bre—. ¡Me ha dejado con vida, nada más a mí, entre los miles cuya muerte ha causado; aunque no puedo comprender por qué me conserva vivo, en este agu­jero, del que no puedo escapar!

— ¡Ayúdame! ¡Te lo suplico! —dijo el rey, y le contó su historia.

—Escucha cuidadosamente —le explicó entonces el hombre—. Todas las mañanas, al salir el sol, Zulvisia viene a la torre del vigía, cubierta de perlas. Desde ahí, vigila todas sus tierras _y descubre a cualquier hombre o demonio que intenta entrar. Si ve alguno, da un grito tan terrible que el que lo oye, muere de terror. Pero tú, ve a la pequeña cueva que hay bajo la torre, escóndete allí, sosteniendo en tu mano un bastón con dos puntas. Cuando haya gritado tres veces, salta con toda osadía, y mira hacia ella... Habrás roto el hechizo.

El rey hizo exactamente lo que el anciano le dijo, y cuando oyó el primer grito, permaneció impávido. Después del tercero, saltó fuera de la cueva, y miró teme­rariamente hacia la hermosa joven en la torre de cristal.

—Has vencido, y soy tuya —dijo Zulvisia—, pues eres el primer hombre que ha escuchado mi voz y no ha muerto. Sube, serás mi esposo y reinaras en todas mis tierras.

Y diciendo esto, dejó caer su maravillosa cabellera, y colgándose el rey de ella como si se tratara de una cuerda, subió hasta la torre.

—Pideme lo que quieras, y te lo concederé —le dijo Zulvisia, después de la boda.

—Deja en libertad al hombre que está en el foso, y mándalo salvo a su propio país —pidió el rey. Al día siguiente de la boda, dijo Zulvisia.

—No cazaré mas, ni vigilare mis tierras. Todo te per­tenece ahora.

Y mostrándole su hermoso caballo, dijo a este: —10h, mi corcel de fuego! He aquí a tu dueño y señor; sírvelo, como me has servido a mí.

Besó al animal entre los ojos, y puso las riendas entre las manos del rey.

Salía este a menudo a galopar por el bosque, y siem­pre llevaba cerca de su corazón un pequeño estuche hecho de perlas, en el que guardaba unos rizos de la cabellera de su esposa.

Un día, persiguiendo un ciervo, se metió este en un ancho rio, y aun cuando el rey lo mató con su ballesta, tuvo que cruzar el rio a nado, con su caballo. Al ha­cerlo, el estuche de perlas cayó en el agua, sin que lo notara. La corriente era suave, y el estuche flotó en ella hasta que un aguador de un lejano país, lo encontró, y lo llevó a su rey.

—Dime a quien pertenece este hermoso cabello —dijo el rey a su ministro—, o morirás dentro de tres días. El ministro acudió a una bruja, quien le dijo: —Es el cabello de Zulvisia.

—Ve por ella para que sea mi esposa —dijo el mal­vado rey, cuando se enteró del nombre de la dueña de los rizos—, y te daré tanto oro que no sabrás que hacer con el.

La bruja regresó a su choza en el bosque y silbó sua­vemente. Grandes serpientes empezaron a deslizarse bajo las hojas muertas. La bruja las llenó de halagos y las alimentó, y poco después salía acompañada de los reptiles, como si fueran sus amigas: unas se le enreda­ban entre las ropas, otras formaron una balsa para que la bruja pudiera navegar rio arriba, y otra más se hizo tan dura, que le servía de remo.

Con el tiempo llegó a los jardines de Zulvisia, y encontró al rey que regresaba a su palacio, en su corcel de fuego, de vuelta de una de sus cacerías. Y le contó la bruja una historia tan triste, que el bondadoso corazón del rey se sintió conmovido, y la invitó al palacio. Quiso subirla a su caballo, y cada vez que trataba de hacerlo, el caballo se erguía y se rebelaba; mas el rey no logró comprender este aviso.

—Dadle de comer, y despachadla —ordenó Zulvisia. Pero a la mañana siguiente, cuando sus damas de honor le contaron las maravillas que la bruja relataba, Zulvisia quiso verla. Y en unos minutos de conversación, la bruja la había hechizado con tal maña, que la joven la consideró desde ese momento como la mejor de sus amigas, a la que nada podía ocultar.

Tan pronto como la bruja comprendió que Zulvisia estaba en su poder, empezó su malvada tarea.

Que listo fue el rey al adivinar tu secreto y ganar así tu corazón! —le dijo—. Por supuesto que él, a su vez, te contaría el suyo.

—Desde luego que no —contestó Zulvisia—, pues no tiene ninguno.

¿ Ningún secreto? —Gritó la bruja—. ¡Ah!, pobre señora, cómo te han engañado. Si el rey no tuviera un poder secreto, no podría estar a tu lado. Por supuesto que tiene un secreto, y si te amara de verdad, te lo hu­biera revelado. Al no hacerlo, es que no te ama sinceramente.

Quedose Zulvisia muy turbada, y creyó las palabras de la bruja, pues estaba en verdad hechizada. Y ya no pudo estar tranquila hasta que el rey le reveló todo.

—Esta espada mágica es la que me da mi poder —dijo el rey, cuando su esposa lo convenció que le con­tara su secreto—. Nunca me aparto de ella, ni durante el día, ni por la noche. Ahora, júrame por este anillo que no lo dirás a nadie.

Zulvisia juró, pero no pudo cumplir su juramento, y ni siquiera pensó que debería tratar de hacerlo.

Cuatro noches después, la bruja robó la espada y la arrojó al río. A la mañana siguiente, el rey estaba mo­ribundo, demasiado débil para moverse.

Se escucharon gritos y lloros en el palacio, y Zulvisia y sus damas trataron de salvar al rey, pero todo fue en vano.

De pronto, sus sollozos se convirtieron en gritos de terror al contemplar a la bruja entrar a grandes pasos en la estancia, con las serpientes enredando y silbando alrededor de su cuello, brazos y cintura. A una señal, ata­caron a las damas con sus colmillos venenosos, hasta que les dieron muerte. Y se llevó la bruja a Zulvisia, vigilada por las serpientes, hasta la balsa que ellas mis­mas formaron y navegó por el rio hasta el siguiente país, donde la vendió a su malvado rey por un saco de oro.

Pero ese mismo día, al contemplar los hijos de las hadas los presentes que les había dejado el rey, nota­ron manchas de sangre en las tijeras y en la navaja, y observaron que el espejo aparecía empañado.

¡Un peligro terrible amenaza a nuestro hermano! —exclamaron—. Vayamos en su ayuda inmediatamente.

Se calzaron sus botas voladoras, y en unos momentos llegaron al palacio. Pero no pudieron encontrar la es­pada mágica.

Llegó la noche, y sintieron hambre, pues como el rey no había salido de cacería, no había comida.

¡Ah, que tontos somos! —Dijeron los hijos de las hadas—. Por aquí corre un rio, y en él hay peces.

Así que se dedicaron a la pesca, y aplacaron su ham­bre. Pero no lograban pescar un pez enorme que, con gran sorpresa, vieron que ya había sido no solamente enganchado, sino herido con un garfio de gran tamaño. El pescado salía del agua y se sumergía, mal herido, y algo brillaba en su costado...

i La espada mágica! —exclamaron.

Y en un momento la habían recuperado y colocado junto al rey.

--¿Dónde está Zulvisia? —preguntó este, sentándose lentamente, y sintiendo, una vez más, toda su fuerza.

—No lo sabemos —contestaron tristemente—, pues la bruja se la llevó por el rio sobre su balsa de ser­pientes.

— ¡Traedme mi corcel de fuego! —ordenó el príncipe, y unos momentos después galopaba con la rapidez del rayo.

Llegó hasta una choza en las afueras de una ciudad, sobre la orilla del rio, y allí una anciana le dio leche fresca y le contó las noticias que corrían por la ciudad.

--¡Ah! Has llegado en momentos felices —sonrió en­tre dientes—. Nuestro rey se casará dentro de cinco días, y habrá un banquete para todos los que vengan de fuera. Sin embargo, dicen que la novia está extraña­mente contrariada, y que guarda cerca de ella una copa con veneno, pues prefiere la muerte a casarse con nues­tro joven y apuesto rey. Y sin embargo, debería consi­derarse afortunada, pues era solamente una esclava que una vieja bruja vendió al rey.

1Zulvisia! —Gritó el rey.

—Sí, sí, ese es su nombre —exclamó la anciana, mo­lesta al ser interrumpida—. Mañana la veré, pues cada uno de sus futuros súbditos tenemos que hacerle un regalo.

Si le llevas uno de mi parte, y me traes su mensaje, te entregare una bolsa llena de oro —prometió el rey.

¡Por supuesto que lo hare, y más si me pides, en tratándose de oro! —rió la mujer, tomando de manos del rey el anillo que este le entregaba.

Zulvisia estaba decidida a morir, y no le interesaban los regalos que día tras día le llevaban... De pronto, vio que una anciana le tendía un anillo.

¿Dónde está el dueño de este anillo? —preguntó ansiosamente, mientras lo cogía entre sus dedos.

—En mi choza, esperando tu mensaje —contestó la anciana.

Dile —dijo Zulvisia— que la mañana de mi boda, paseare por los jardines reales, cerca del rio. El hará lo demás.

Desde ese momento, la joven pareció olvidarse de su copa de veneno, y se mostró tan feliz y amable, que el rey suspendió su estrecha vigilancia, pensando que había reflexionado y estaba dispuesta a ser su esposa.

Llegó el día de la boda, y salió el novio con un gran acompañamiento, en busca de la joven. Al llegar a los jardines, la vieron envuelta en su dorada túnica, pa­seando entre las flores.

De pronto, se vio un brillantísimo relámpago, como si una centella hubiera caído del cielo, y todos se reti­raron atemorizados. ¡Era el corcel de fuego!

Y cuando abrieron sus asustados ojos, fue solo para ver como el corcel se alejaba, galopando velozmente, en medio de una nube de luz, con un jinete y una mu­jer a la grupa.

Zulvisia y su rey volvieron a su antigua felicidad, aten­tos esta vez, a no dejarla escapar nuevamente.

 

* Tomado del libro: “HABÍA UNA VEZ” (título original en inglés: Once Long Ago), los mejores cuentos infantiles de todo el mundo, relatados por Roger Lancelyn Green,ilustrado por Vojtech Kubasta .versión castellana de Mercedes Quijano de Mutiozábal . Publicado por Editorial Novaro-México . Primera Edición 1964