El Pequeño Bunyip

10.01.2011 00:22

(Cuento Australiano) Hace muchos, muchos años, en el otro extremo del mundo, los jóvenes guerreros negros corrían, y bailaban al sol; y mientras más calentaba éste, más felices eran, más corrían, y más brincaban al bailar:
Habían salido de caza, para llevar comida a sus familias, que vivían en pequeñas cuevas hechas en las montañas. Mientras corrían y bailaban, disparaban sus flechas, viendo quién las tiraba más lejos. Lo mismo hacían con sus bumerangs, mostrando su habilidad en recoger estas curvas y extrañas armas, que siempre volvían a las manos de sus expertos tiradores.
Llegaron hasta los estanques de la llanura pantanosa, más allá del desierto de piedra, y cortaron juncos para tejer canastas en las que llevarían raíces, que para ellos eran alimento tan sabroso como las cebollas.
—Estamos perdiendo el tiempo —dijo de pronto el jefe de la tribu—. Traed a las mujeres y a los niños, pues el sacar raíces es trabajo fácil y ellos pueden hacerlo. Nosotros pescaremos anguilas, o lo que buenamente encontremos en los estanques.
Los jóvenes se entusiasmaron, desenredaron sus hilos de pescar, hechos de corteza de mimosa, y empezaron a buscar carnada. La mayoría escarbó en el lodo buscando gusanos, que ensartaban en sus anzuelos. Pero el hijo del jefe sacó de su morral un trozo de carne cruda que había llevado para su comida, y, sin que nadie lo viera, lo puso en su anzuelo.
No lograban pescar nada, y mientras tanto, el sol descendía por el cielo, tornándose rojo. Parecía que tendrían que regresar a sus hogares sin comida, y lamentaban no haber llenado sus canastas con las sabrosas raíces.
De pronto, el hijo del jefe vio que su hilo se hundía en el agua sin que él pudiera sujetarlo.
— ¡Ayudadme! —gritó —. He pescado un enorme pez!
Halaron todos con fuerza y, por fin, sacaron su pesca. Era una mezcla de ternera y foca, con una cola grande y ancha. Se miraron con horror, pues sabían lo que era, aunque ninguno lo había visto antes, pero sus padres y abuelos les habían hablado de aquel extraño animal.
— ¡Es un Bunyip! —exclamaron—. ¡Es un pequeño Bunyip, la cría del Gran Bunyip! Devolvámoslo pronto al agua!
Pero el hijo del jefe se negó a hacerlo.
Entonces, se oye un terrible lamento mas allá del estanque, Y vieron salir de su madriguera a la madre del pequeño Bunyip. Avanzó hacia los jóvenes, furiosa,
Con un brillo amenazador en sus ojos amarillos.
- ¡Déjalo ir! ¡Déjalo ir! —suplicaban sus amigos.
—! No lo hare! —gritó el hijo del jefe—. Yo lo he pescado y lo conservaré. Le prometí a la joven que amo que le Llevaría comida para tres días, para ella y toda su familia. Tal vez no puedan comerse el Bunyip, pero les servirá de diversión a sus hermanos y hermanas. Tal vez así gane su amor.
Lanco su venablo hacia la Gran Bunyip, se echó sobre los hombros al pequeño, y corrió a su hogar, seguido de sus compañeros, sin pensar ni por un momento en la pena de la madre por la pérdida de su hijo.
El sol se acercaba a su ocaso, y la planicie se envolvía en sombras, aunque arriba, en las montañas, todavía brillaba la luz del día. Los guerreros corrían, atravesando sin miedo el valle, sin acordarse de la madre Bunyip. Pronto olvidaron sus temores.
 

Y fue entonces cuando escucharon un ruido sordo y extraño, que avanzaba hacia ellos. Miraron a sus espaldas y vieron que el agua subía y que el pequeño estanque donde habían pescado el Bunyip, casi había desaparecido.
_ ¿Qué es esto? —se preguntaban unos a otros—. No hay nubes, no ha llovido, y sin embargo, el agua está subiendo. Está más alta que nunca.
Era verdad, el agua subía. De momento, quedaron paralizados; pero inmediatamente empezaron a correr de nuevo. El hijo del jefe era el que corría más de prisa, a pesar del pequeño Bunyip que llevaba sobre sus hombros.
Pronto llegaron a la falda de la montana y se apresuraron a subir. Al llegar a la cumbre, se pararon a descansar.
—Aquí estamos seguros —se decían unos a otros—. Hemos escapado de la creciente del estanque de la Gran Bunyip.
Pero al mirar hacia abajo, vieron que no estaban a salvo. Toda la planicie estaba cubierta de agua, que pronto alcanzó las copas de los árboles, los cuales no tardaron en desaparecer del todo. Y el agua seguía subiendo montana arriba.
Corrían y corrían los guerreros. Llegaron por fin a la aldea, donde los ancianos se sentaban a la entrada de sus cuevas, bajo la luz del crepúsculo, mientras los niños jugaban y las mujeres se dedicaban a chismear.
Cuando los habitantes de la aldea vieron al pequeño Bunyip, aun los niños comprendieron que algo terrible iba a suceder.
—¡El agua! ¡El agua! —gritaban los jóvenes—. Y todos vieron como cubría la montaña a sus espaldas. Corrieron a la cima del acantilado que estaba ya rodea¬do de agua, que pronto llegó a la cumbre misma.
— ¡Yo te salvaré! —Gritó el hijo del jefe, cogiendo a la joven que amaba, aquella por la que había pescado el Bunyip—. Yo te salvaré Te llevare a la punta de aquel árbol; estoy seguro que el agua no llegará hasta allí.
Trató de subir, pero sintió frio en los pies; miró hacia abajo y gritó... No tenía pies, sino unas garras enormes, semejantes a las de un gigantesco pájaro.


Volvió su vista hacia la joven y vio que lo que tenía en sus brazos era un gran pájaro negro. Miró a sus ami¬gos; todos se habían convertido en pájaros que aletea¬ban torpemente en el agua. Quiso taparse la cara con las manos; pero tampoco tenía manos: eran las alas de un pájaro. Trató de hablar y solamente brotó de su gar¬ganta un ruido raro, y notó que su cuello se había hecho largo y esbelto...
Sentía el agua en la cintura. De pronto, la joven y el empezaron a nadar. Se miró en el agua, y se vio convertido en un cisne negro, uno de tantos de una enorme parvada.
Y este fue el origen de los cisnes negros.
Nunca volvieron a ser hombres y todavía se llaman entre si con un lenguaje extraño que no es el lenguaje de los hombres, ni tampoco el canto de los pájaros.
El pequeño Bunyip fue salvado por su madre. El agua regresó con ellos a su estanque. Y no ha vuelto a saberse de una inundación tan grande.
Los negros del otro extremo de la tierra, no se acercan al estanque donde viven los Bunyips, pues dicen que es más seguro permanecer alejados. No saben si un Bunyip asomara su cabeza y arrastrara a uno de ellos al agua, con sus enormes quijadas.
Dicen que en su morada bajo el agua tienen hermosos tesoros. Pero nadie los ha visto. Tal vez los cisnes negros los hayan visto, tal vez fueron ellos los que contaron su historia. Pero lo que nadie sabe, es lo que los cisnes negros se dicen mientras vuelan durante la noche, llamándose tristemente unos a otros...

 

* Tomado del libro: “HABÍA UNA VEZ” (título original en inglés: Once Long Ago), los mejores cuentos infantiles de todo el mundo, relatados por Roger Lancelyn Green,ilustrado por Vojtech Kubasta .versión castellana de Mercedes Quijano de Mutiozábal . Publicado por Editorial Novaro-México . Primera Edición 1964