El Buitre

29.02.2012 01:14

(Cuento Suizo) Érase que se era un rey que tenía una sola hija, tan debilucha y enferma, que ningún médico lograba curarla, o siquiera fortalecerla. Hasta que un mago vaticinó que la joven sanaría al comer una manzana, siempre que esa fruta fuera la adecuada.

Prometió, entonces, el rey, entregar a su hija en matrimonio a aquel que trajera la famosa manzana. Presentáronse en el palacio infinidad de personas, trayendo canastas y más canastas de rojas y doradas manzanas; pero, desgraciadamente, la princesita seguía tan enferma y debilucha como siempre.

Ahora bien, por aquellos mismos tiempos, había en el reino un aldeano que se jactaba de su astucia e ingenio; nunca decía la verdad, si podía ensartar en su lugar, una buena mentira; no confiaba absolutamente en nadie, y esto, según él, probaba sin dejar lugar a dudas, cuán listo e inteligente era.

Tenía tres hijos nuestro astuto aldeano; los dos mayores habían heredado todas sus "cualidades"; pero Hans, el menor, era diferente y le llamaban el estúpido Hans, porque siempre decía la verdad, lisa y llana.

—Nuestras manzanas son tan buenas como las mejores del reino —opinó el hombre.

Así que ordenó a su hijo mayor, que llenara una canasta con manzanas recién cortadas, las tapara cuidadosamente, y se presentara en el palacio a curar a la princesa y a obtener su blanca mano.

Obedeció el joven y se dirigía a ver al rey cuando se encontró con un pequeño hombrecillo, cubierto de pies a cabeza, con ropas metálicas.

—Dime, muchacho, ¿qué llevas en esa canasta preguntó la extraña aparición.

— ¡Ancas de rana! —contestóle aquél sin titubear

—Bien, ancas de rana dices que son, ancas de rana que sean —contestó el hombrecillo, y desapareció.

Cuando nuestro joven llegó al palacio y destapó su canasta, se encontró con que efectivamente estaba llena de ancas de rana y los guardas, creyendo quería burlarse de ellos, lo arrojaron de mala manera.

Al día siguiente, el segundo de los hijos llenó otra canasta con hermosas manzanas, y se dirigió al palacio a llevar la salud a la princesa y a reclamar el premio.

Se encontró también con el hombrecillo de las ropas metálicas, que le preguntó:

— ¿Qué llevas en la canasta?

— ¡Rabos de puerco! —contestó el muchacho.

—Bien, rabos de puerco dices que son, rabos de puerco que sean —dijo el hombrecillo y desapareció.

Cuando llegó el muchacho al palacio y descubrió su canasta, encontró que estaba llena, hasta el borde de rabos de puerco; los guardas, molestos, le dieron buena paliza, y lo despacharon con cajas destempladas

Al día siguiente, el estúpido Hans pensó que bien él debía probar suerte, y así lo dijo a su padre

Si tus hermanos que son tan listos, fracasaron, qué oportunidad le queda a un tonto como tú! —gruñó el aldeano.

Pero, riendo aquéllos maliciosamente, dijeron: — ¡Déjalo ir! ¡Perderá las manzanas antes de llegar a la próxima esquina!

Llenó Hans su canasta con frescas manzanas y salió decidido a curar a la princesa y a casarse con ella. Se encontró con el hombrecillo de las ropas metálicas, a la mitad del camino, y escuchó que le preguntaba: Dime, muchacho, ¿qué llevas en la canasta? —Manzanas —contestó sencillamente Hans—, para curar a la hija del rey.

—Bien, manzanas dices que son, manzanas seguirán siendo —sentenció el hombrecillo y desapareció. Cuando llegó Hans al palacio los aburridos guardas lo detuvieron, y le dijeron:

—Ayer y anteayer vinieron dos tontos que aseguraban traer manzanas para curar a la princesa; uno traía su canasta llena de ancas de rana, y el otro, de rabos de puerco.

Hans, sin embargo, insistió repitiendo que traía las más hermosas y frescas manzanas del reino entero, y r estaba dispuesto a enseñarlas a todo aquel que quisiera verlas. Le permitieron, pues, que pasara, y cuando estuvo frente al rey, descubrió su canasta. El admiró las manzanas, y ordenó que las llevaran a su hija. A los pocos minutos apareció la princesa cantando y bailando, completamente restablecida, sana, alegre, hermosa y sonrosada.

— ¿Cuándo será la boda? —preguntó Hans.

—Todavía no —contestó el rey—; hasta que construyas una lancha que pueda avanzar por tierra con más rapidez que sobre el mar.

—Trataré de hacerla —dijo Hans, y se fue a construir la lancha.

Pero cuando llegó a su casa y refirió lo que el rey le había exigido, sus hermanos, envidiosos, decidieron hacer la lancha e ignorar a su hermano menor. Cuando el hombrecillo de las ropas metálicas se presentó y preguntó qué hacían con tanta prisa y afán, le contestaron que fabricaban escudillas de madera para las cocinas. El hombrecillo repitió su cantilena:

—Bien, escudillas decís que son, escudillas que sean.

Hans, por el contrario, le contó la verdad; y esa misma noche atravesaba la ciudad sobre su lancha montada en ruedas; y lo hizo a una velocidad que, estamos seguros, nunca hubiera logrado sobre las olas del mar.

El rey se negó aún a entregarle a la princesa; y le exigió que probara su inteligencia y habilidad, cuidando un grupo de cien liebres, durante un día entero, sin perder una sola.

Se fue Hans a cumplir tan extraño cometido y las cosas parecían ir desenvolviéndose tranquilamente, cuando se presentó un criado de las cocinas del palacio, pidiéndole una liebre para la cena, pues habían llegado —le dijo—, unos huéspedes inesperados. Hans rehusó entregar el animalillo; pero cuando la princesa en persona se lo pidió, comprendió que no podía negarse.

A los pocos minutos, se le apareció el hombrecillo, y le preguntó cómo iban las cosas. Informado por Hans, el hombrecillo le dijo:

—Toma este silbato; si desaparece alguna liebre, úsalo y regresará.

Dióle las gracias Fans e inmediatamente lo tocó; en el acto, apareció la liebre que llevaba la princesa envuelta en su delantal. Así que nuestro amigo pudo devolver las cien liebres sin que faltara una sola.

—Excelente —dijo el rey—; te casarás con mi hija, cuando hayas pasado por una última prueba: quiero una pluma de la cola del buitre.

Sonreía el rey al decirlo, pues sabía muy bien que todo aquel que visitaba el castillo del buitre, nunca regresaba.

Salió el muchacho, y no se detuvo hasta que llegó, al anochecer, a un castillo en donde pidió alojamiento. El señor del castillo se mostró amable y, cuando ya se retiraban a sus habitaciones, preguntó a Hans el objeto de su viaje.

—Voy a ver al buitre —le contestó.

— ¡Al buitre! —Exclamó el señor del castillo—. Dicen que no hay nada oculto para él en el mundo entero; si lo ves, pregúntale, por favor, en dónde está la llave del cofre que encierra todos mis tesoros; hace tiempo que la perdí y no logro encontrarla.

—Lo haré con todo gusto —contestó Hans—; creo que será fácil.

Prosiguió su camino al día siguiente y, por la noche, llegó a otro castillo, en donde fue igualmente bien atendido por el dueño, que al enterarse del objeto de su viaje, exclamó:

— ¡Ah, vas a ver al buitre! Como no existen secretos para él pregúntale, por favor, cómo puedo curar a mi hija que lleva años enferma.

Con mucho gusto —contestó Hans—; lo creo fácil

Reanudó su viaje a la mañana siguiente y llegó a un ancho río en el que un gigante cruzaba, llevando en sus espaldas, a todos aquellos que necesitaban pasar de una orilla a la otra. Cuando el gigante le preguntó adónde se dirigía, contestó Hans:

—A ver al buitre.

— ¡Al buitre! Pregúntale durante cuánto tiempo tengo que llevar a los viajeros a través del río y cómo puedo romper el hechizo que me tiene atado a este lugar.

—Se lo preguntaré —accedió Hans—; lo creo fácil

Pero cuando llegó al castillo del buitre y refirió a la esposa de éste, que por cierto era una simpática y agradable mujer, la misión que llevaba y las preguntas que pensaba hacerle, la esposa del buitre le dijo:

—Pero, amigo mío, ningún cristiano puede hablar con mi marido, pues en cuanto los ve, los devora, pero si insistes en quedarte, escóndete bajo la cama cuando duerma, tal vez logres arrancarle una pluma de la cola.

No diré una palabra de tu presencia en el castillo, pero si te encuentra, nada podré hacer para salvarte.

Aceptó Hans el riesgo y se escondió bajo la cama; terminaba de acomodarse en su escondite cuando entró el buitre, gritando:

— ¡Huelo sangre humana!

—Es posible —contestó tranquilamente pues hoy pasó por aquí un muchacho, pero desapareció en cuanto le dije a quién pertenecía este castillo.

El buitre pareció aceptar la explicación de su esposa se sentó a cenar, e inmediatamente que terminó, se acostó en la cama; y cuando roncaba plácidamente, estiró Hans el brazo y le arrancó una pluma de su cola.

Despertóse sobresaltado el buitre y gritó:

—¡Mujer, mujer, sigo oliendo sangre humana, y hace un momento sentí como si alguien me tirara de la cola!

— ¡Qué tonterías! —Contestó la esposa—. Tal vez soñabas. Ya te dije que hoy estuvo aquí un muchacho, pero repito que se fue en cuanto le dije a quién pertenecía el castillo. Antes de irse, sin embargo, me contó toda clase de cosas extrañas que ha visto durante sus correrías; dice que estuvo en un castillo en el que hay un enorme cofre lleno de oro y piedras preciosas; pero que han perdido la llave y que no lo pueden abrir.

— ¡Qué tontos son en ese castillo! —Gruñó el buitre—. La llave está bajo el tronco que atora la puerta.

—Y me habló también de otro castillo —siguió hablando la mujer—; dice que la hija del caballero está -sumamente enferma y que nada hay que pueda curarla.

— ¡Pero qué tontos y ciegos! —Refunfuñó el buitre—. Lo que pasa es que un sapo ha construido su nido con un mechón del cabello de la joven, bajo la escalera del sótano; si recupera ese mechón, sanará inmediatamente.

—También me habló de un gigante que tiene que pasar a todos los viajeros que llegan a un río, y dice que el hombre ya se está cansando de ese trabajo.

—También me estoy cansando yo de tanto chismorreo —bostezó el buitre—. Todo lo que tiene que hacer ese gigante, es arrojar a uno de sus pasajeros en el centro del río y el hechizo quedará roto.

Volvióse a dormir el buitre y tan pronto como empezó a roncar, salió Hans de su escondite; y sin hacer menor ruido, se deslizó fuera del cuarto, abandonó el castillo y emprendió su viaje de regreso.

Al llegar al río, le preguntó el gigante:

— ¿Viste al buitre? ¿Te acordaste de mi pregunta?

—Te diré lo que me dijo, en cuanto me hayas llevado la otra orilla —contestó.

—Todo lo que tienes que hacer —explicó el muchacho unos momentos después—, es arrojar a tu siguiente pasajero en el centro del río y el hechizo quedará roto.

— ¡Qué amable has sido! —Exclamó el gigante—. Para demostrarte mi gratitud, te llevaré gratis hasta la otra orilla y volveré a traerte.

—Muchas gracias —contestó Hans—, pero no quiero causarte tanto trabajo. Y, además, tengo prisa.

Llegó a los dos castillos en los que se había detenido unos días antes; curó a la joven enferma, y encontró la llave del cofre del tesoro. Los señores le regalaron grandes  bolsas llenas de oro y hermosos ganados.

Cuando se presentó en la corte con todos sus tesoros entregó al rey la pluma del buitre, aquél le preguntó:

— ¿En dónde conseguiste tantas riquezas?

— ¡Oh! —Contestó Hans—, en mi visita al castillo del buitre.

— ¡Qué bien me vendrían unos tesoros así! —exclamó El rey con envidia.

Y se encaminó al castillo del buitre. Pero al llegar al río, como era el primer viajero que se presentaba después de lo que Hans había dicho al gigante, éste, quería librarse del hechizo, lo dejó caer, y el ambicioso re:y murió ahogado.

Hans se casó con la princesa y heredó el trono, que, aquí entre nos, había ganado a ley y a conciencia.

* Tomado del libro: “HABÍA UNA VEZ” (título original en inglés: Once Long Ago), los mejores cuentos infantiles de todo el mundo, relatados por Roger Lancelyn Green,ilustrado por Vojtech Kubasta .versión castellana de Mercedes Quijano de Mutiozábal . Publicado por Editorial Novaro-México . Primera Edición 1964