El hijo del jefe lobo

03.02.2011 02:14

 

(Cuento piel Roja)

Muy muy al norte, y sobre las playas del gran océano los pieles rojas de la tribu Tlingit habían levantado o sus chozas y tiendas, y vivían en una pequeña aldea construida con pieles y cortezas de abedul.

Y ocurrió que un año se sintió una gran hambre en la región, y muchos de los indios murieron. Era en ver­dad terrible contemplarlos sentados, envueltos en sus mantas, esperando la muerte, demasiado débiles y des­esperanzados para moverse.

Pero había entre ellos un niño que no se daba por vencido. Día tras día, cogía su arco, cargaba las flechas sobre su espalda, y salía a los bosques en busca de comida para su madre y para él.

Una mañana, mientras vagaba como de costumbre por el bosque, encontró un extraño animalito parecido a un perro, pero que no era exactamente un perro. Como era gordezuelo, de fina piel y simpático, no tuvo corazón para matarlo, a pesar de su hambre. Así que lo cubrió con su manta y lo llevó a su choza. Una vez en ella, le quitó el lodo y la nieve, y después le pinto la cabeza y las patas con la pintura roja de los guerre­ros, para poder distinguirlo cuando salieran juntos de caza.

Al día siguiente, el niño se despertó temprano y salió a cazar con su nuevo compañero. Y se mostró este tan rápido y astuto, que en poco tiempo habían cazado entre los dos unos cuantos gallos silvestres, los cuales representaban la comida de varios días. Y esa noche pudieron invitar a algunos de sus amigos a cenar.

Poco después, volvió a salir el niño de caza, y estando en el bosque se dio cuenta de repente de que su pe­queño compañero ya no estaba con él. Pegó su oído a la tierra y oyó claramente, aunque muy lejano, un débil y ansioso lamento. Siguiendo el sonido como solamente un piel roja sabe hacerlo, el niño descubrió pronto una cueva, en el fondo de la cual el perro había dado muerte a uno de los grandes borregos de la mon­taña.

¿.Eres de verdad un perro? — Preguntó el mucha­cho—. No podría asegurarlo... Quisiera saber lo que eres... Pero te  tratare como debe ser tratado un perro.

Y cuando guisaron la carne, dio a su camarada el me­jor de los trozos.

Unas semanas más tarde vino a ver al niño el marido de su hermana y le dijo:

—Voy a salir a cazar. Préstame tu perro, pues me será de gran utilidad.

El muchacho no se atrevió a negarle tal favor a aquel enorme y torvo guerrero; remolonamente se dirigió a la pequeña perrera que había hecho para su extraño amigo, y se lo entregó a su cuñado, no sin antes pin­tarle la cabeza y las patas, como siempre lo hacía.

—Dale lo mejor de la presa, como lo hago yo —le suplicó.

Pero el hombre no contestó. Recogió el animalito, lo puso en su manta, y se alejó hacia el bosque.

Era el guerrero un hombre mezquino y avaro, y cuando su compañero de caza mató un rebaño entero de borregos salvajes, le arrojó solamente un trozo de entrañas que nadie hubiera comido, exclamando:

¡Toma! ¡Es bastante para una criatura como tú!

El animal miró lo que le daba, y dándole la espalda, huyó hacia las montañas, aullando fuertemente.

En vista de lo sucedido, el guerrero se vio obligado a cargar con el rebaño entero; y ya había obscurecido cuando, tambaleándose, llegó a la aldea.

El niño lo esperaba ansiosamente, y le preguntó: — ¿Dónde está mi perrito?

¡No me sirvió para nada! Gruñó enojado el guerrero —. Se escapó

Más tarde suplicaba el niño a su hermana:

¡Dime lo que le hizo al perro! No quería prestárselo pues temía que sucediera esto.

—Le arrojó las entrañas de un borrego —contestó la esposa del guerrero—; pero, por lo visto, es demasiado delicado para comerlas, y escapó a las montañas.

Cuando oyó esto el niño, se volvió tristemente y decidió salir en busca de su camarada. Pronto descubrió las huellas de sus patas y manchas de pintura roja entre la hierba.

Siguió caminando hasta llegar más lejos de lo que ningún valiente tlingit había llegado, trepó a las montanas, y encontró por fin un enorme lago negro, tan extenso que no podía ver ninguno de sus dos extremos. Las huellas del perro se perdían en la playa, y lejos, en la orilla opuesta, distinguió una aldea con chozas y cabañas, cuyos habitantes parecían estar practicando algún juego, pues hasta él llegaban claramente voces y sonidos apasionados.

Si pudiera cruzar las negras aguas! —suspiró.

Apenas había pronunciado estas palabras, cuando la tierra se abrió junto a él, y una nube de humo subió hacia el aire.

¡Entra! —gritó una voz desde la nube, y obedeciéndola, se encontró cara a cara con una viejecita—. ¿Para que has venido, hijo mío? —preguntó cuando el muchacho estuvo frente a ella—. ¿Para qué has venido a visitar a los "Indios Vagabundos Eternos"?

—Encontré un pequeño animalito. Era como un perro —explicó el muchacho—. Me ayudaba a conseguir comida para mi gente, y yo lo amaba. Pero el esposo de mi hermana fue el causante de que huyera, y está perdido.

•—Sus gentes viven más allá del lago —respondió la anciana—. Debes saber que no es un perro ordinario, sino el hijo de Jefe Lobo. Su aldea es aquella, desde donde llegan las voces de los súbditos de Lobo.

El niño miró al otro lado del lago, y agachó la cabeza tristemente, pensando:

"¿Cómo podré llegar a la aldea de Jefe Lobo?"

—Mi pequeña canoa está por aquí —dijo la anciana, como si el muchacho hubiera hablado en voz alta.

"Es muy chica, y temo que se hunda con mi peso", pensó el muchacho, al ver que se trataba de un juguete.

Nuevamente le habló la anciana:

—Llévala hasta la orilla del lago —dijo—, y sacúdela una vez antes de subirte. Verás cómo cabes en ella per­fectamente. Una vez dentro, extiéndete y desea ardien­temente llegar a la otra orilla. No necesitarás ni remar.

Obedeció el niño, y fácilmente llegó a la orilla opuesta. Al tocar tierra, cogió la canoa, la sacudió, e inmediatamente volvió a encogerse hasta convertirse en el juguete que le había dado la viejecita. El muchacho se la metió en un bolsillo antes de dirigirse a la aldea.

— ¿Dónde está la tienda del jefe? —preguntó a un grupo de niños que jugaban con la cola del arco iris.

—Al otro extremo —respondieron, sin dejar de jugar.

Así que nuestro héroe siguió caminando hasta llegar a un espacio abierto donde ardía un hermoso fuego, al­rededor del cual se sentaban muchas personas. De un lado estaba Jefe Lobo, y de repente vio a su amiguito jugando alegremente cerca de su padre.

¡Wah! ¡Wah! —gritó de pronto el jefe—. ¡Hay una criatura de la raza de los hombres entre nosotros! ¡Des­apareced, súbditos de los Lobos!

Y repentinamente obedecieron todos, menos el pe­queño lobo, que corrió hacia el muchacho, lo olfateó e inmediatamente lo reconoció. Cuando Jefe Lobo vio esto, se tornó visible de nuevo y dijo al muchacho:

—No temas, soy tu amigo. Yo mismo mande a mi hijo a ayudarte cuando tu gente moría de hambre. Mi corazón y el de todo mi pueblo rebosa alegría, pues has venido a buscarlo, y le has puesto la pintura gue­rrera de los Hombres Rojos. Ahora todos la tendremos, v se podía distinguir un Lobo desde muy lejos, gracias al rojo de sus patas y de su hocico.

Jefe Lobo calló para añadir después:

—Pero no creo que permitiré que mi hijo regrese con­tigo. Te hare en cambio dos singulares regalos. Toma ese dardo hecho de pluma de ganso, colgado en la pa­red de mi tienda. Si llegas a encontrar un oso, dirige la punta hacia él, y verás como vuela de tu mano y mata al oso. Y toma esta otra pluma de mi manta; si la colocas al lado de cualquier persona, por enferma que esté, sanará. Pero si la pones atravesada junto a tu enemigo, morirá.

Miró entonces el muchacho a Jefe Lobo y a su hijo, y vio que ya no parecían lobos, sino que eran como cualquier guerrero piel roja.

Hizo nuestro joven gran amistad con Jefe Lobo y le dirigió mil preguntas. La primera fue sobre el arco iris con que los niños jugaban en el otro extremo de la aldea, pues nunca había visto cosa igual.

—Es mi juguete —contestó Jefe Lobo—. Cuando lo veas en el cielo durante la noche, quiere decir que hará mal tiempo. Pero Si lo ves por la mañana, podrás salir a cazar o a pescar en el lago sin ningún temor, pues el tiempo será bueno. Si..., es un bonito juguete...

Por fin, dijo Jefe Lobo:

—Ahora comerás conmigo, pues tienes una larga jornada por delante y necesitaras fuerzas para recorrerla.

Diciendo esto, puso algo de comida en la boca del muchacho, quien, al tragarla, tuvo la sensación de que solamente había estado fuera de su hogar dos noches, cuando en realidad habían sido dos largos años.

Después de esto, emprendió su viaje de regreso al hogar; y cuando finalmente llegó él, ya no era un niño, sino un hombre.

Muy cerca de su aldea, tropezó con un oso, y al ver que se le echaba encima, recordó el regalo de Jefe Lobo. Apuntó el dardo directamente hacia el animal, e inmediatamente se le escapó de la mano, atravesando el corazón del oso.

Tenía, pues, excelente carne fresca para los hambrientos habitantes del pueblo, y se apresuró a llegar. Pero topó con una extraña calma. Nadie se movía, y, sin embargo, estaba llena de hombres, mujeres y niños, cuando se alejó en busca de su perro, hacia solamente dos días.

Se asomó a la choza más cercana, y contempló tirados en el suelo, tres o cuatro cuerpos de indios que habían muerto de hambre. Recorrió todas las chozas, una por una, y siempre vio el mismo triste espectáculo. Así que, pensaba, cuando él y el perro desaparecieron. Nadie había podido conseguir comida. De pronto se acordó del segundo regalo que le había hecho Jefe Lobo. Rápidamente lo sacó de su bolsillo, y lo fue co­locando junto a los cadáveres. Según lo iba haciendo, todos, uno tras otro, se despertaban como de un sueño, hasta que la aldea estuvo nuevamente llena de vida.

—He regresado para salvaros del hambre y de la muerte —dijo el muchacho, que era ya todo un hom­bre—. Seguidme, vamos a cazar.

Se dirigieron todos a la falda de la montana, y cuan­do vieron un rebaño de borregos salvajes, nuestro héroe apuntó hacia ellos su precioso dardo. Voló este tan suavemente, que nadie se dio cuenta y logró sacarlo del corazón del Último borrego sin que nadie pudiera ver­lo. No perdería aquel maravilloso regalo, se decía, como había perdido su perro.

Hicieron fuego y aderezaron los borregos; los que no eran sus amigos, pagaron la carne que comieron. Y así se salvo toda la tribu. Y cuando pagaron los malos tiem­pos, nuestro héroe, que había salvado a los tlingits, se puso en camino y visitó todas las tribus de la región, curando a los enfermos y resucitando a los muertos. Los que habían muerto hacia muchos años, tardaban mu­cho en recuperarse, y sus ojos aparecían siempre hun­didos en las cuencas... Y había en ellos esa mirada de los que han visto cosas ocultas para el resto de los hombres.

 

* Tomado del libro: “HABÍA UNA VEZ” (título original en inglés: Once Long Ago), los mejores cuentos infantiles de todo el mundo, relatados por Roger Lancelyn Green,ilustrado por Vojtech Kubasta .versión castellana de Mercedes Quijano de Mutiozábal . Publicado por Editorial Novaro-México . Primera Edición 1964.