El ladrón del tesoro

25.03.2012 18:03

(Cuento egipcio) Había una vez un rey, en Khem, que amontonaba oro, piedras y objetos preciosos, hasta llegó a tener un tesoro mayor que el de cualquier soberano en el mundo. Pero conforme aumentaba su tesoro, aumentaban también sus temores, pues recelaba que vinieran los ladrones durante la noche, y le robaran sus objetos preciosos.

Así que llamó al arquitecto mayor y le ordenó:

—Quiero que construyas una casa para mi tesoro deberá ser de cantera; el piso, de roca sólida; las paredes  tan anchas que no haya hombre capaz de abrir un agujero en ellas; y el techo, de piedra, en forma de pirámide, para que sea inexpugnable.

El arquitecto mayor se inclinó ante el rey y exclamó: —Oh, vida y fuerza de tu pueblo, poderoso monarca, se hará como lo mandas!

Y salió a cumplir las órdenes que había recibido. Puso a todos sus canteros a sacar y cortar piedra día y noche; a acarrearla y colocarla; a alinear los anchos muros, hasta construir encima, finalmente, una pirámide. La gran cámara del tesoro quedó en el centro. A su entrada, colocó puertas corredizas de piedra, y otras de hierro y bronce; y cuando las inmensas riquezas del rey fueron colocadas en la cámara, las puertas fueron cerradas con  llave, y selladas con el gran sello secreto del monarca.

El arquitecto mayor le había hecho una mala jugada al rey. En el ancho muro de la casa del tesoro, había dejado un estrecho pasadizo secreto, con una piedra en cada extremo. Las piedras podían quitarse, pero encajaban tan perfectamente, que nadie podría descubrirlas, a no ser que conociera el secreto.

Con esto, el arquitecto mayor esperaba aumentar los ingresos que su cargo le proporcionaba. No los aumentó mucho, sin embargo, pues una grave enfermedad lo atacó

apenas terminada la casa del tesoro, y poco después, murió.

En su lecho de muerte, empero, reveló el secreto a sus dos hijos; y tan buen uso hicieron de él, al morir su padre, que no tardó el rey en darse cuenta que su tesoro desaparecía, a pesar de las precauciones tomadas.

No lograba entender el soberano cómo entraban los ladrones, ya que los sellos reales y secretos nunca fueron violados, ni siquiera maltratados.

Pero el tesoro seguía disminuyendo y, por fin, ordenó el rey que se colocaran hábiles trampas cerca de los cofres y; vasijas de donde desaparecían los objetos valiosos.

Las trampas fueron colocadas, y cuando los dos hermanos volvieron a entrar por el pasadizo secreto, el primero en cruzar la cámara, cayó en una de las trampas: _ Comprendió inmediatamente que estaba perdido,  así que gritó:

—Hermano, he caído en una trampa, y toda tu habilidad no podrá sacarme de ella. Tal vez haya muerto para cuando el rey venga a averiguar si cayó el ladrón del tesoro; pero, si no he fallecido, me someterá a tormento, hasta que hable; y, por otro lado, el mismo rey, o alguno de sus guardas reales, me reconocerá, y, al hacerlo, te capturarán también, y moriremos los dos. No queda, pues, otra solución, sino que saques tu espada, me cortes la cabeza, y te la lleves. Así moriré rápida y fácilmente, y nadie me identificará, y tú, cuando menos, te salvarás dé la venganza del monarca.

El segundo hermano trató de romper la trampa; pero al ver que sus esfuerzos eran inútiles, y al comprender que efectivamente era mejor que muriera sólo uno de ellos, y no los dos, hizo lo que su hermano proponía. Salió por el pasadizo secreto, colocó cuidadosamente la piedra, y esa misma noche enterró, con todo respeto, la cabeza de su hermano.

Al día siguiente, muy temprano, se presentó el soberano en la cámara del tesoro, y, como ignoraba la entrada secreta, quedó atónito al contemplar, sujeto en la trampa, el cuerpo sin cabeza de un hombre. Tampoco esta vez habían sido violados los sellos.

Decidido a pescar al ladrón, ordenó el rey que se colgara el cuerpo encontrado, en el muro exterior del palacio, y que se mantuviera una guardia cercana, con el fin de atrapar a cualquier persona que tratara de llevarse el cadáver para enterrarlo, o que se acercara a llorar y a lamentarse.

Cuando la madre del muerto escuchó que el cuerpo de su hijo estaba colgado del muro del palacio, y que no podría enterrarlo, miró a su segundo hijo, y exclamó:

—Si el cuerpo de tu hermano permanece sin sepultura, su espíritu jamás encontrará paz en la tierra de los muertos, y vagará, por el mundo, como un fantasma. Tendrás que recobrar su cadáver para enterrarlo, o, de lo contrario, iré con el rey y le diré que tú eres el ladrón del tesoro.

El muchacho trató de convencerla, diciéndole que bastaba con que la cabeza estuviera enterrada, y, por otro lado, que era preferible que uno de ellos permaneciera sin sepultura, y no que murieran los dos.

Pero la madre no quiso escucharlo, y, por fin, tuvo que prometerle lo que pedía.

Se disfrazó como un viejo comerciante, cargó dos borricos con pellejos de vino, y se dirigió al camino que pasaba frente al muro del palacio. Al acercarse, empujó a los borricos, y cortó disimuladamente uno de los pellejos que llevaba cada animal, de manera que el desperfecto pareciera causado por alguna pieza de los arneses, y que los soldados creyeran que se había producido al chocar los borricos entre sí.

El vino empezó a correr por el piso, y el falso comerciante lloraba y se lamentaba a gritos, fingiendo tal contrariedad, que no atinaba cómo salvar siquiera uno de los pellejos.

Los soldados acudieron rápidamente en ayuda del viejo, o más bien, en ayuda de ellos mismos, pues se dedicaron a vaciar los pellejos estropeados, y, cuando terminaron de hacerlo, estaban ya bastante alegres.

El viejo, para entonces, se había hecho amigo de ellos, y para demostrarles su gratitud, les regaló otro pellejo, y se sentó a echar un trago con ellos. Y no supieron negarse cuando les ofreció otro más. Al terminar este último, estaban ya más allá del bien y del mal, y tirados en el suelo, roncaban con las bocas abiertas.

Tan pronto como obscureció, el falso comerciante bajó el cuerpo del muro, lo cubrió con los pellejos vacíos, y lo cargó sobre uno de los borricos. Tras de cortar un mechón del cabello de cada soldado, volvió triunfante a su hogar, mostró el cadáver a su madre, y lo enterraron antes del amanecer.

Cuando salió el sol, y el rey descubrió que el cuerpo había sido robado, su furia no tuvo límite, y los soldados pagaron caro el haber bebido vino y por su negligencia.

— ¡Cueste lo que cueste, he de encontrar a ese hombre! —gritó el rey, y decidió disfrazar a su hija como una doncella noble de un país extranjero, y la instaló en una hermosa tienda en las afueras de la ciudad. La joven se comprometía a contraer matrimonio con el hombre que le refiriera la acción más ingeniosa que hubiera hecho durante su vida, así como la más perversa.

El ladrón del tesoro adivinó al instante quién era la extraña doncella, y por qué deseaba averiguar lo que preguntaba. Pero estaba resuelto a demostrarle al monarca que era tan listo como él, y aún más, que no le ganaría la partida.

Visitó a la princesa al caer el sol, llevando consigo, escondidos bajo su capa, el brazo y la mano de un hombre, muerto recientemente.

— ¡Hermosa doncella, espero que serás mi esposa! —le dijo.

—Cuéntame entonces, la acción más ingeniosa, así como la más perversa, que hayas hecho durante tu vida —contestó ella—, y seré tu esposa, si son, en verdad, la más ingeniosa y la más perversa, de cuantas he escuchado hasta ahora.

Y mientras el sol se ocultaba entre el lejano desierto, el ladrón del tesoro contó su historia a la princesa, de principio a fin, sin ocultar detalle.

—Así que —terminó el muchacho—, la acción más perversa que he cometido, fue cortar la cabeza de mi propio hermano cuando cayó en la trampa en la cámara del tesoro del rey; y, la más ingeniosa, robar su cadáver en las propias narices de los guardas que deberían vigilarlo.

_ La princesa sujetó al ladrón por el brazo, mientras gritaba a los criados:

 

— ¡Venid pronto, tengo al hombre que busca mi padre ¡Lo tengo atrapado!

Pero cuando los criados entraron con sus antorchas - pendidas, el ladrón del tesoro se había escapado en la obscuridad, dejando el brazo del hombre muerto en las manos de la princesa, quien comprendió al instante que había sido engañada.

Cuando el monarca se enteró de esta nueva osadía y astucia, exclamó:

— ¡Este hombre es demasiado listo para ser castigado! El reino de Khem se enorgullece de aventajar al resto del mundo en sabiduría, pero él es, sin duda alguna, el más astuto de cuantos viven en este país. Id, y proclamad por toda la ciudad, que lo perdono por todo lo .fue ha hecho, y que le concederé la mano de mi hija.

Y el ladrón del tesoro se casó con la princesa, y fueron muy felices.

Por supuesto, nuestro hombre no volvió a usar la entrada secreta a la cámara real del tesoro.

* Tomado del libro: “HABÍA UNA VEZ” (título original en inglés: Once Long Ago), los mejores cuentos infantiles de todo el mundo, relatados por Roger Lancelyn Green,ilustrado por Vojtech Kubasta .versión castellana de Mercedes Quijano de Mutiozábal . Publicado por Editorial Novaro-México . Primera Edición 1964