El Principe hambriento

18.11.2012 22:15

 

 

 

 

 

 

(Cuento Griego Antiguo)Había una vez un príncipe tan frívolo y vano, que sólo pensaba en comer y beber. Cuando tuvo edad suficiente, decidió levantar un gran palacio donde poder agasajar a sus amigos con regios banquetes. Pero en el reino de su padre no había árboles suficientes para construir palacios; sólo existía una arboleda que nadie se atrevía a tocar, pues en cada uno de los árboles vivía un hada.

El príncipe, empero, no se preocupaba en absoluto de las hadas o de sus árboles, y acompañado de sus amigos, armados de sierras y hachas, se dirigió al bosque a cortar los árboles necesarios para levantar su palacio. En aquel entonces, era más fácil construir con madera que con piedra, y se necesitaban grandes vigas y tablones para cualquier construcción.
Al acercarse a la arboleda, los amigos del príncipe tuvieron un momento de vacilación, pero él, con un .lacha, empezó a dar golpes sobre el gran roble que se levantaba en el centro de la arboleda, exclamando:

— ¡Aunque este árbol fuera un hada, y no solamente su hogar, lo tiraría, para sacar de él las vigas que necesito para mi palacio!
Al pronunciar estas palabras, hundió el hacha con todas sus fuerzas en el tronco del roble; se escuchó un gemido, y pareció que por la corteza corría sangre y no la savia. Volvió el joven a hundir su hacha y al hacerlo, hojas y bellotas se tornaron completamente blancas, mientras una voz gritaba desde las ramas:
— ¡Hombre cruel y despiadado, no golpees más! Éste es el árbol de las hadas, y si sigues haciéndole daño, nuestra reina te castigará.
Pero el príncipe, riendo, contestó:

— ¡Ten cuidado, hermosa hada, no sea que hunda mi hacha en tu propia carne! Este árbol, y todos los que están a su alrededor, van a convertirse en vigas para mi palacio, donde celebraré regias fiestas con mis amigos. Siguió golpeando el árbol y la voz volvió a exclamar:
— ¡Pronto recibirás el castigo de tu maldad y tu saña! Ten cuidado, pues soy el hada de este roble, y nuestra reina me ama más que a todas las otras hadas.
El príncipe rió burlonamente y siguió golpeando hasta que el árbol cayó en medio de un gran estruendo. Poco después, todos los robles y álamos yacían por el suelo; y durante varias semanas se vio a los criados del príncipe cortar vigas y tablones, que los albañiles usa-ban en la construcción del palacio en donde el príncipe, una vez terminado aquél, se dedicó a agasajar a sus ociosos amigos con festines y banquetes que siempre terminaban ya muy avanzada la noche.
El hada, mientras tanto, había ido al palacio de la reina de cuantos árboles, plantas y flores crecen en el mundo, y le había suplicado que castigara al príncipe malvado que había osado talar el bosque de las hadas.
—Será castigado —contestó la reina—. Sube a mi carro tirado por dragones, y ve en busca de la bruja del hambre. Vive muy hacia el norte, en una cueva abierta en la árida montaña. Habla con ella y dile que le ordeno que vaya al palacio del príncipe y arroje sobre él. su maldición para que sufra siempre de hambre y cada día sea más terrible; que se le convierta en un fuego rabioso que arda en su interior sin extinguirse nunca.
El hada tuvo que hacer un largo y peligroso viaje; pero, al fin, llegó a la cueva de la bruja, y le dio su mensaje. La bruja, que era sólo un saco de huesos y pellejos, al escuchar las órdenes que el hada le llevaba, rió con una risa que producía escalofríos y se frotó las huesudas manos. Después, se alejó corriendo y gritando jubilosamente entre las ráfagas del frío viento del norte.

Dormía el príncipe profundamente después de una gran fiesta, cuando llegó la bruja; y empezó el joven a soñar que estaba en su hermoso palacio, sentado ante una mesa cubierta de espléndidos platos conteniendo los más refinados manjares del mundo. Y en el momento en que se disponía a disfrutarlos y los llevaba a sus labios, se convertían en aire helado... Y era inútil que apretara los dientes tratando de aprisionarlos, pues al morder, mordía sólo aire..
Se despertó, tembloroso, sintiendo un hambre voraz, y ordenó que le trajeran inmediatamente toda la co¬mida y todo el vino que pudiera haber en el palacio. Veinte cocineros se atarearon preparando suculentos platillos; doce criados le servían, llenaban y volvían a llenar su copa. Pero mientras más comía, más aguda se tornaba su hambre; y mientras más bebía, más le atormentaba la sed. Sin embargo, el vino nunca se le subía a la cabeza; y se pasó días, semanas y meses, devorando cuanto le ponían enfrente, pero consumiéndose al mismo tiempo, como si no hubiera probado, durante años, ni un miserable trozo de pan.

Se suspendieron las grandes fiestas en el palacio; el príncipe se sentaba, completamente solo, a comer y a beber. Sus padres, el rey y la reina, afligidos y avergonzados por el terrible destino a que había sido condenado el príncipe, daban toda clase de disculpas a los que venían a visitarlo:
—No está. . . Está enfermo, pues un jabalí le hincó los colmillos. . . Se fue a la montaña a vigilar y a contar sus rebaños. . . No puede ver a nadie pues se hirió durante los juegos.. .
Y murieron, embargados por la desesperación, al ver que, a pesar del tiempo transcurrido, nada podían hacer por salvar a su hijo.
El príncipe, acosado por su hambre insaciable, devoró sus rebaños y su ganado, sus caballos y sus mulas, y hasta al pequeño minino que lo divertía al atrapar a los ratoncillos; vendió, finalmente, su reino para obtener comida y vino, y llegó a ser tan pobre que tuvo que salir a mendigar por los caminos con su hija Mestra, lo único que podía llamar de su propiedad.
Padre e hija se internaron en países extraños, siempre mendigando un trozo de pan; y el príncipe se detenía, como los animales, a devorar la más insignificante hierbecilla que encontraba en su camino, y mordía aun las duras cortezas de los árboles.
Un día, cruzando una árida región, no lejos de las arenosas playas del mar, el príncipe, sintiendo un hambre atroz, decidió comerse a su propia hija. Pero la joven, al darse cuenta de las intenciones de su padre, huyó aterrorizada, implorando la ayuda de las hadas del profundo océano, quienes, compadecidas de Mestra, le concedieron el poder de cambiar de forma.
Corrió el príncipe tras ella y cuando creyó que la alcanzaba, desapareció la joven repentinamente, y sólo quedó a la orilla del mar un alto y fornido pescador.

—Te deseo un mar en calma, y que muchos peces piquen en tu anzuelo
—le gritó el príncipe impacien¬te—. Pero, dime, por favor, hacia dónde se dirigió la joven que corría por aquí hace unos momentos; su cabello estaba en desorden, y sus ropas eran sólo harapos. ¡Acabo de verla, precisamente donde estás ahora! ¡Mira, aquí mismo se pierden sus huellas!
Mestra, que no era otra que el pescador, comprendió que las hadas del mar la habían escuchado, y encantada al oír a su padre preguntarle a ella misma, hacia dónde se había dirigido, contestó con la voz del pescador:
—No lo sé. Sólo yo he estado en esta playa; te juro que no he visto a nadie más.
El príncipe se sintió profundamente decepcionado, pues comprendió que no podía matar al fornido pescador para comérselo; y tuvo que contentarse con un pescado que en ese momento sacaba el hombre del agua.
La joven, mientras tanto, había estado pensando que, con el poder que le habían dado las hadas, podría escapar en cualquier momento de su padre, convirtiéndose, por ejemplo, en un pájaro. Así que volvió a tomar su forma original, con gran asombro del príncipe.
Este, al contemplar nuevamente a Mestra  por su parte, que su problema para conseguir comida, estaba solucionado con los poderes mágicos de su hija. Al llegar a la siguiente ciudad, la vendió como esclava, ordenándole  que más tarde usara sus poderes  y se reuniera con él al otro lado de la población.
Y de esta manera viajaron de país en país, vendiendo el príncipe a Mestra en todas las ciudades, yéndose con ella más tarde, pues siempre lograban burlar al comprador; la joven se transformaba en algún animal y huía sin que nadie sospechara la verdad   El padre, con el dinero obtenido en la venta, conseguía calmar, aunque malamente, su hambre.
Pero un día, cometió el error de vendérsela a un ladrón de nombre Autlico, cuya especialidad era robar ganado y cambiarle el color para reconocerlo y

Mestra no pudo escaparse, ni él la dejó, pues la convirtió en su esposa para que le ayudara en sus rol.
El príncipe hambriento, al perder a su hija.. y con ella el modo de conseguir dinero para comer, se adentró en el desierto, donde murió de hambre debido a su poco amor a los árboles y al castigo que por ello recibió

* Tomado del libro: “HABÍA UNA VEZ” (título original en inglés: Once Long Ago), los mejores cuentos infantiles de todo el mundo, relatados por Roger Lancelyn Green,ilustrado por Vojtech Kubasta .versión castellana de Mercedes Quijano de Mutiozábal . Publicado por Editorial Novaro-México . Primera Edición 1964