Hans, el hijo de la sirena

22.10.2010 03:23

 (Cuento Danés) Vivía una vez, en una pequeña aldea, un herrero que tenía muchos hijos, pero muy poco dinero. Cuando no había demasiado trabajo en la herrería, to­maba su pequeño bote, y salía a pescar. Y un día tuvo tanta suerte, que pescó una sirena.

Deberíamos decir, más bien, que fue ella la que lo pescó a él, pues lo arrastró hasta sus cuevas de coral, y ahí lo obligó a casarse con ella, a pesar de que él ya tenía una esposa.

La sirena, sin embargo, sólo lo retuvo por un corto tiempo, y lo mandó después a su hogar con su lancha bien provista de magníficos peces. Le prometió buena suerte siempre que la necesitara, y cumplió su promesa, pues bastaba que nuestro hombre se parara a la orilla del mar, en momentos difíciles, para encontrar siempre una pieza valiosa de algún naufragio, que lo sacaba de apuros inmediatamente.

Después de siete años, empero, volvió la sirena a mezclarse en su vida en forma que él no imaginaba.

Encontrábase el herrero una mañana, de pie ante la fragua, arreglando un arado, cuando se le presentó un apuesto joven.

— ¡Buenos días, padre! —lo saludó—. Mi madre, la sirena, te envía sus recuerdos, y me encarga decirte que como he vivido con ella durante siete años, considera justo que pase a tu lado otros tantos.

El herrero se rascó la cabeza, mirándolo atónito.

—Si eres tan alto y tan fuerte a los siete años, como un hombre de veintiuno, ¡cómo serás cuando pasen otros catorce! Bien... Bien... Cosas por demás ex­trañas suceden bajo el mar. Entra, entra; creo que no te caerá mal un trozo de pan y un sorbo de vino.

— ¡Seguramente que no! —contestó el muchacho, cuyo nombre era Hans.

Lo mandó el herrero a la casa, y cuando salió, le pre­guntó:

—Bien, hijo; ¿estás satisfecho?

— ¡De ninguna manera! —Respondió el muchacho—. Eso no fue más que un tentempié.

El herrero entró con él, partió un pan entero por la mitad, colocó medio queso entre los dos trozos, y se lo dio a Hans.

Poco después regresaba el muchacho a la herrería, y su padre volvió a preguntarle:

— ¿Espero que esta vez sí haya sido suficiente? —Tampoco —contestó Hans—; fue apenas un bocado. Creo que no hay mucha comida por aquí, así que será mejor que consiga un trabajo donde me den bastante de comer, o moriré de hambre.

El herrero no se sintió precisamente triste al escuchar a Hans, y hasta le preguntó si necesitaba alguna cosa para el camino.

_Quisiera un buen bastón de acero —contestó el muchacho—, que no se desgaste muy pronto.

Trajo el hombre una barra de acero del grueso de un bastón, pero Hans la torció fácilmente con su dedo meñique. Sacó entonces otra barra, tan gruesa como el eje de una carreta, pero Hans, apoyándola contra la rodilla, la dobló como si se tratara de una varita de mimbre.

Nuestro hombre juntó todo el acero que tenia, y forjó un bastón más pesado que el yunque mismo.

—Este Si me servirá —dijo Hans, y tomó su nuevo barrote, haciéndolo girar entre sus dedos con toda facilidad—. Lo consideraré como mi herencia. Y ahora,¡ adiós!, me voy a buscar fortuna.

Y salió al camino, y el herrero se sintió por demás  satisfecho de haberse sacudido al hijo de la sirena, antes de que lo dejara sin dinero.

Hans llegó a un magnifico palacio, situado en el centro de un hermoso parque, con grandes corrales y establos en las dependencias de la propiedad.

El caballero, dueño de todo aquello, se encontraba apoyado en una cerca y, al ver a Hans, le pregunt6:

¡Hola, amigo! ¿Adónde te diriges?

Busco trabajo en donde se necesite un hombre fuerte, a quien puedan dar suficiente de comer —contestó Hans.

Pues ya lo has encontrado, muchacho —explicó el caballero—. Por lo general empleo dos docenas de trabajadores en esta época del año, y ahora tengo solamente doce hombres.

¡espléndido! —se entusiasmó Hans—. Si hago el trabajo de doce hombres, me darás su comida?

—Por supuesto que si —convino el caballero—, pero solo que en verdad puedas hacer el trabajo de doce trabajadores.

Como nada había que hacer esa noche, Hans se sentó frente a una gran olla de avena, que debería durarle una semana entera, y se comió hasta el último bocado. Sc acostó después en su cama, y durmió como un lirón.

Muy temprano, a la mañana siguiente, salió el caballero a vigilar el trabajo, pero no vio a Hans por ningún lado. Dieron las doce del mediodía, y seguía el joven durmiendo, cuando el caballero entró en su cuarto, lo sacudió por los hombros hasta que despertó.

—¡Arriba, muchacho! —le gritó—. Si no te levantas pronto, no harás ni siquiera el trabajo de un hombre.

—Cierto —bostezó Hans—. Bien, tomare mi desayuno y empezaré luego.

Sc vistió, se acabó otra olla de avena, y preguntó al caballero cual era el trabajo de ese día.

—Estamos desgranando el maíz —le contestó—. Ve a esa granja, el capataz te dará una herramienta, y te dirá lo que tienes que hacer.

Hans se dirigió a la granja, y vio que había doce es­pacios, cubiertos de una piedra suave, en donde dos hombres desgranaban maíz, en los seis primeros, y se esperaba que él lo hiciera en los seis restantes.

¿cómo se hace? —preguntó—. Y el capataz, entregándole un objeto hecho de dos palos unidos por una pieza de cuero muy resistente, le explicó como debía golpear las mazorcas con uno de los palos, separando así el mayor número posible de granos.

Puso Hans manos a la obra, pero al primer golpe, rompió su herramienta en varios pedazos. Trató de hacerlo con otras, pero siempre sucedía lo mismo.

—Necesito algo más fuerte —dijo, y tomando dos vigas, las unió con una piel de caballo, y comenzó a golpear. El granero, sin embargo, era demasiado bajo y no le permitía levantar cómodamente su gigantesca herramienta, así que quitó el techo, y lo colocó sobre la pradera.

En una hora, más o menos, había desgranado todo el maíz que había en el granero, apilándolo en un enor­me montón; y cuando terminó, colocó nuevamente el techo, y se presentó al caballero para darle cuenta de su tarea.

Quedó este asombrado al ver que todo el maíz había sido efectivamente desgranado, pero al mismo tiempo, fastidiado, al notar que Hans había mezclado avena, trigo, centeno y cebada en un solo montón. Reflexionó que Hans no era de la clase de sirvientes a quien le agrada ser sorprendido en una falta, y le dijo simple­mente:

Solo has hecho la mitad del trabajo. Hay que cer­nir los granos, pues están revueltos con la paja. —¿Qué quieres decir? —preguntó Hans.

Deberás separar el maíz —explicó el capataz.

Hans trató de hacerlo a mano, pero pronto compren­dió que sería una tarea muy larga. Los trabajadores le explicaron como cernirlo con la criba, pero como el maíz llegaba hasta el techo, de nada le sirvió.

Se acostó en un extremo del granero, y sopló hasta que la paja y los otros granos se arrinconaron en el ex­tremo opuesto, quedando el maíz, completamente limpio, en el centro.

Hans fue a la cocina, donde se comió todo el tocino que había para el invierno, y se echo después una siesta hasta la hora de la cena.

El caballero, enterado de todo lo sucedido, estaba desesperado.

—Debo quitarme a este joven de encima —le dijo a su esposa—, pero no me atrevo a despedirlo.

La esposa, sin embargo, encontró la manera de ha­cerlo, y se lo informó al capataz, quien, a su vez, la comunicó a los doce trabajadores.

E    hicieron una apuesta con Hans, durante la cena,  para ver quien cortaba mas leña en el bosque al día siguiente, y quien la metía primero en la leñera.

—Apostemos nuestras cabezas —sugirieron—. El que llegue al último, pagará la apuesta con su cabeza.

Todos estuvieron de acuerdo, incluso Hans, y a la mañana siguiente procuraron dejarlo dormir hasta muy tarde.

Despertó el joven al mediodía. Los hombres habían estado trabajando arduamente desde el alba, pero esto no preocupó a Hans. Tome un desayuno suculento, enganchó el manso caballo a la vieja carreta que le habían dejado, y se dirigió al bosque.

Al salir a la estrecha vereda, encontró un portillo con la llave echada, el cual redujo a astillas de una sola patada, y después, obstruyó la vereda con una enorme roca.

Al encontrarse con los hombres, vio que ya habían terminado de cargar sus carretas y se dirigían a la casa. Se dedicó, pues, a cortar lefia, pero al primer golpe de su hacha, la estropeó, embotando su filo. Así que arran­có los arboles de raíz y en pocos momentos junto una enorme cantidad de troncos sobre su carreta. Y cuando vio que el caballo era incapaz de moverse ni un centímetro, cargo el vehículo bajo un brazo y se dirigió a la casa. El caballo lo seguía, trotando alegremente.

Cuando llegó al Lugar donde había estado el portillo, encontró a los hombres luchando en vano por quitar la roca que había colocado.

¡Cómo! —les dijo—. ¿Es posible que doce hom­bres no puedan quitar una pequeña roca como esta? —y al decirlo, retiró la roca con una patada, y tomándoles la delantera, prosiguió su camino.

Naturalmente, la apuesta no volvió a mencionarse. Pero el caballero, su esposa y el capataz, tuvieron otra junta, y decidieron que al día siguiente, Hans tendría que limpiar el pozo del centro del corral.

Y tan pronto como llegó el joven al fondo del pozo, empezaron los doce hombres a tirarle enormes piedras.

— ¡Auxilio! —les gritó Hans—. Quitad a las gallinas del brocal, pues me están echando arena.

Al oír esto, los hombres, el caballero y el capataz, ro­daron, con gran esfuerzo, la enorme piedra de molino hasta la orilla del pozo, y la dejaron caer.

Pero la cabeza de Hans agujereó la piedra exacta­mente en el centro. Salió el muchacho del pozo, lle­vando la piedra como si fuera un collar, y diciendo que como broma no había estado mal, pero que no pensaba usar un cuello como el del pastor de la iglesia.

Y al decirlo, se quitó la piedra, y la arrojó al suelo, la cual fue a caer, precisamente, sobre uno de los pies del caballero, aplastándole los dedos.

¿Que haremos? —preguntó el caballero a su esposa Y al capataz después de haberse vendado el pie.

— ¡Tengo una idea! —exclamó este último—. Ordenadle que vaya a pescar esta noche al Lago Devilmoss. Ese será su fin, pues con toda seguridad el viejo Eric saldrá de las profundidades y lo atrapará, ¡y ni siquiera Hans podrá escapar vivo del viejo Eric!

Les pareció una idea tan estupenda, que salió el ca­ballero inmediatamente, y a pesar de su cojera, fue en busca de Hans.

Tendrás el día libre mañana —le prometió—, y castigare a los malvados que quisieron burlarse de ti poniéndote el cuello de un pastor, si vas esta noche de pesca al Lago Devilmoss, y me traes tantos pescados como puedas.

i Magnifico! —contestó Hans—, pero tendrás que darme algunas provisiones en caso de que sienta ham­bre durante la noche. Una tonelada de pan, un barril de mantequilla, un tonel de cerveza, y un cuñete de vino, no me vendrán mal en caso de que me sienta débil hacia la medianoche.

El caballero accedió, y, con sus provisiones envueltas en una enorme manta, y colgadas de la punta de su garrote, partió Hans hacia el lago. Al llegar, echo su bote al agua y remó hasta el centro. Tomaba un refri­gerio antes de dedicarse a la pesca, cuando se presentó el viejo Eric, que estaba dotado de cuernos, cola y garras, y sin darle tiempo, sujetó al joven por el cuello y lo arrastró hasta el fondo del lago.

Hans había tornado su garrote al sentir que lo atra­paban, y tan pronto como pisó el fondo del lago, se dio la vuelta y golpeó al viejo Eric hasta dejarlo tan piano como una oblea.

El viejo Eric chillaba y aullaba, jurando que no se acercaría jamas al lago, si Hans lo dejaba libre.

—Te soltare —contestó Hans—, pero primero tienes que prometerme que mariana, muy tempranito, trae­rás a los corrales de mi patrón todo el pescado que haya en el lago.

El viejo Eric lo prometió, y Hans, después de soltar­lo, subió a la superficie, terminó su cena, y en cuanto llegó a la casa, se fue directamente a la cama.

A la mañana siguiente estaban los corrales tan llenos de peces, que todo ocultaban, hasta las ventanas al­tas de la casa.

¿Qué haremos ahora? —se lamentaba el caballero.

—Creo que por fin he atinado —dijo la esposa—. Ordénale que vaya inmediatamente al infierno a co­brar el dinero que se nos debe. Si logra llegar, no regre­sara; y si no encuentra el camino, de todos modos, nos lo habremos quitado de encima.

Subió el caballero a la azotea, y contemplando los corrales llenos de peces, se deslizó sobre estos y buscó a Hans.

—Has hecho un trabajo estupendo —le dijo—. Sólo me queda una cosa que pedirte, y te jubilare. Deberás ir al infierno, y cobrar el dinero que se me debe.,

—De acuerdo —contestó Hans—, pero tendrás que  decirme como Ilegar.

Es muy fácil —respondió el caballero—. Al terminar el camino que cruza el bosque, dirígete hacia el sur, y continúa en esa dirección hasta que topes con él.

Salió Hans con doble provisión de comida, y no tar­dó en hallar a un pecador que iba a encontrarse con el diablo.

— ¿Puedes mostrarme el camino del infierno? —pre­guntó Hans.

—Sígueme —contestó el pecador—, voy para allá lo más de prisa que puedo.

y pronto llegaron, efectivamente. Llamó Hans con tal violencia, que su garrote hizo brotar chispas de la puerta.

Un regimiento de pequeños diablillos respondió a la llamada, preguntando qué se le ofrecía. Al explicarles Hans el motivo de su visita, lo sujetaron, intentando arrastrarlo hacia dentro, pero el muchacho empezó a repartir golpes con su garrote, hasta que los diablillos huyeron chillando, y fueron a informar al viejo Eric, que aún seguía en cama después de la tremenda pali­za que le había propinado Hans.

— ¡Otra vez ese hombre! —Exclamó el viejo Eric—. ¡Dadle diez veces el oro que pida, pero que no entre!

Entregaron los diablillos diez sacos de oro a Hans, y lo pusieron de patitas en la calle.

Recogió el muchacho los sacos y regresó a casa del caballero.

—Estoy cansado de tanto trabajar —le dijo—, así que me retiro para siempre.

Y entregándole cinco sacos de oro, se fue en busca de su padre, el herrero, a quien entregó los otros cinco, y después, se alejó, decidido a pasar unas largas vacacio­nes en el fondo del mar, con su madre.

Desde entonces, nadie ha vuelto a ver a Hans, el hijo de la sirena.

 * Tomado del libro: “HABÍA UNA VEZ” (título original en inglés: Once Long Ago), los mejores cuentos infantiles de todo el mundo, relatados por Roger Lancelyn Green,ilustrado por Vojtech Kubasta .versión castellana de Mercedes Quijano de Mutiozábal . Publicado por Editorial Novaro-México . Primera Edición 1964.