Juanito y el Ganso de Oro

19.12.2010 01:58

 

  (Cuento Flamenco)Difícilmente podría decirse que Juanito era un muchacho brillante, pero sí podemos afirmar que era amable y bien dispuesto, y que, cuando servían ganso asado, aparecía siempre en primera fila. Así que, muy joven aún, se alejó del pueblo en donde había vivido siempre, desde que Io encontraron, envuelto en pañales, y ahora, buscaría fortuna que le permitiera sa­borear a menudo su platillo favorito: el ganso asado.

Al llegar a la primera granja que encontró en su ca­mino, una parvada de sus animales favoritos salieron graznando, a su encuentro.

— ¡Este es precisamente el lugar para mí! —exclamó Juanito, y llamó a la puerta.

— ¿Puedo probar el asado de ganso? —preguntó a la mujer del granjero.

—Podrás, el domingo —le contestó—, si trabajas du­rante la semana. Y lo primero que vas a hacer, es ir al molino de mi tío, en el pueblo vecino, a recoger siete costales de harina, y un cuartillo de semillas de maíz.

Satisfecho, se alejó Juanito; pero como tenía muy mala memoria, iba repitiendo en voz alta: "siete costa­les y un cuartillo", para no olvidarse del encargo.

Pasó, en esto, junto a un granjero que estaba calcu­lando cuánto produciría su campo, y al escuchar a Jua­nito, exclamó:

— ¡Siete costales! ¡Mejor que sean cien!

Siguió Juanito su camino, pero ahora iba repitiendo "mejor que sean cien", pues la última frase había borra­do por completo de su memoria a la primera.

Se encontró después con un pastor que irradiaba sa­tisfacción; había matado al lobo que robaba sus ovejas.

— ¡Mejor que sean cien! —decía Juanito en el mo­mento en que pasaba frente al pastor.

— ¿Cien? ¿Estás loco? —Gritó el pastor—. Deberías mostrarte agradecido por el que maté, y decir "uno que cayó, uno que se acabó".

— ¡Uno que cayó, uno que se acabó! —repetía Juanito para entonces.

Y al entrar en el pueblo se cruzó con unos novios que acababan de casarse y que se dirigían a su nuevo hogar.

— ¡Uno que cayó, uno que se acabó! —exclamaba Juanito.

— ¡Cayó y se acabó! — Le gritó el novio—. ¿Por qué no dices mejor "que todos sigan este buen ejemplo"?

— ¡Que todos sigan este buen ejemplo! —repitió, obe­diente, Juanito, y seguía repitiéndolo todavía, cuando se encontró con un granjero que llevaba a la cárcel a un vagabundo que había prendido fuego a su casa.

    ¡Buen ejemplo! —exclamó el granjero—. ¡Ganas me dan de llevarte a la cárcel a ti también! Lo que deberías decir es "que el cielo apague pronto el fuego".

— ¡Que el cielo apague pronto el fuego! —canturreaba Juanito en tono alegre, en el preciso momento de pasar frente a la herrería; y el herrero, que había sudado la mañana entera avivando la fragua, se puso tan furioso, que le arrojó el martillo a la cabeza, y el muchacho cayó al suelo, desmayado.

Un granjero caritativo que pasaba por allí, lo ayudó a levantarse, y le dio una bolsa de maíz, para el camino.

Juanito prosiguió su camino buscando tenazmente su fortuna, es decir, ganso asado, hasta que, rendido, se tendió a la orilla del camino, quedándose profundamente dormido. Mientras dormía, llegó una gallina y se comió todo el maíz que había en la bolsa.

Juanito despertó, y al ver lo que había sucedido, sintió gran disgusto; pero la gallina, al comprender su in-corrección, le entregó amablemente uno de sus pollitos.

El muchacho se fue con su pollito, pero en el camino una enorme y torpe vaca, se lo aplastó.

— ¡No tengo suerte! —Se lamentaba Juanito—. Me regalan una bolsa de maíz y se lo come una gallina; me regalan un pollito, y una vaca lo aplasta —y se puso a llorar y a dar de gritos.

No armes tanto escándalo! —le dijo el dueño de la vaca. Siento lo sucedido, pero, para compensarte, llévate la vaca, pronto; y, por favor, no llores más!

Juanito se calmó y partió con la vaca. Llegó a una granja y pidió permiso para pasar allí la noche; el granjero, amable, lo concedió, ordenando, al mismo tiempo, a su sirvienta, que ordeñara la vaca. Mientras lo hacia la muchacha, dio el animal un terrible coletazo, lastimándole los ojos; la joven, furiosa, tomó un bieldo y lo hundió en la vaca, dejándola muerta en el acto.

Juanito empezó otra vez con su cantilena:

— ¡No tengo suerte! Me regalan una bolsa de maíz, y se lo come una gallina; me regalan un pollito, y una vaca lo aplasta; me regalan una vaca, y una sirvienta la mata —y chillaba más fuerte que nunca.

    ¡A ver si te callas! —le ordenó el granjero—. Mira, toma la muchacha y lárgate. No me sirve para nada si acostumbra usar el bieldo como lo acaba de hacer.

Juanito metió a la muchacha en un saco, se lo echó sobre los hombros, y se alejó. Pero pesaba tanto, que, muy pronto, cansado y sediento, entró a refrescarse en una taberna, dejando su saco en la puerta. Mientras bebía, apareció un sastre holgazán, que al ver el saco, quiso saber lo que había dentro. Cuando lo averiguó, soltó a la muchacha, que escapó como alma que lleva el diablo, y no paró hasta llegar a su casa.

Entonces, el sastre tomó al enorme perro amarillo del dueño de la taberna, y lo echo dentro. Poco después salió Juanito, recogió su saco y, echándoselo a la espalda, siguió su camino. Por fin, llegó a la ciudad.

"Iré a ver al señor cura inmediatamente — pensó —, para que me case con la muchacha que traigo en el saco. Pero tal vez deba preguntarle antes, si quiere ca­sarse conmigo." Bajó el saco, lo desamarró, y dijo:

    ¿Te quieres casar conmigo?

    ¡G-r-r-r-r-r-r-r-!!fue la respuesta que oyó.

Juanito abrió el saco y por poco cae de espaldas al ver saltar a un enorme perro amarillo que le gruñía.

Corrió el muchacho al árbol más cercano, pero resultó que estaba podrido, y cayó con tal estrepito, que el perro, espantado, le volvió la espalda, o, más bien, la cola, y desapareció con rumbo a la taberna.

Juanito se levantó adolorido, y al hacerlo, vio sobre el árbol un ganso de oro, que brillaba como el sol.

¡Qué afortunado soy! —exclamó—. Perdí a la mu­chacha, pero encontré, en cambio, un ganso, que es muchísimo mejor. Lo asaré esta misma noche

Y se dirigió a la posada de más postín, llamó a la puerta, y ordenó al posadero:

—Que me asen este ganso.

No asamos gansos de oro en este Lugar —respondió el posadero—, y además, estamos muy ocupados. Pero vete a dormir al establo, y te mandare algo que comer. Mañana es la fiesta de san Calixto, y esperamos muchos huéspedes adinerados.

—Entonces —replicó—  Juanito—, le daré a san Calixto mi ganso de oro. Será un santo bien pobre, si no me da en cambio, un ganso que se pueda asar.

El posadero tenía tres hijas, a cual más curiosas, que pasaron la noche tratando de imaginar cómo sería un ganso de oro.

Cuando cantó el primer gallo, la hija mayor no aguan­to más; deslizándose como un gato, se dirigió al establo.

; Hace tanto calor, que no puedo dormir! —se decía, para disculpar su curiosidad.

"Cogeré una de sus plumas" —pensó al entrar en el establo y ver el ganso de oro que brillaba en la obs­curidad.

Pero no pudo arrancarle ni una pluma, y grande fue su asombro al darse cuenta que no podía retirar la mano del ganso.

Cuando canto el siguiente gallo, se levantó la segun­da hija.

¡Hace tanto calor, que no puedo dormir! —se dis­culpó ella también; pero en cuanto tomó a su hermana en el establo, se quedó pegada a ella, y tampoco pudo ya moverse del Lugar.

Canto el tercer gallo, y apareció la menor de las hijas.

¡Cuidado! —le gritaron las otras dos—, ¡No te acerques!

Pero al creer que querían todas las plumas de oro para ellas, tiro de la que le quedaba más cerca, y le ocurrió lo mismo que a sus hermanas.

Poco después despertaba Juanito y, tras de tomar a su ganso de oro, sin reparar en las muchachas, salió del establo. Cuando oyó sus gritos, creyó que querían robarle su ganso, y empezó a correr, y corrieron ellas tras de él, tan de prisa cómo sus piernas se lo permitían.

Al cruzar una de las calles, se toparon (dada la festividad que era), con el señor cura, con los dos vicarios, con el prefecto, con los sacristanes, con el flautista, con el cornetista, y los muchachos del coro, que se dirigían a la iglesia para celebrar la fiesta de san Calixto.

El señor cura se escandalizó cuando vio a Juanito con tres muchachas bonitas, colgadas de sus faldones.

—. ¿ No os da vergüenza? — les gritó —. ¿Muchachas como vosotras, persiguiendo a un muchacho?

Sujetó la manga de la Ultima de las jovencitas, para tratar de detenerlas, pero quedó el también pegado y no tuvo más remedio que unirse a la procesión del ganso de oro, y abandonar la suya.

¡Deteneos, señor cura! —gritaron los vicarios, y al intentar detenerlo, quedaron, a su vez, pegados. Y lo mismo sucedió con el prefecto, con los sacristanes, con el flautista, con el cornetista, y con los muchachos del coro. Todos corrían tras de Juanito y el ganso de oro, pegado cada uno con el de adelante, y el de adelante tirando del que llevaba atrás. Los transeúntes se doblaban de risa, al contemplar tan gracioso espectáculo.

El rey del país donde sucedían todas estas cosas, tenía solamente una hija, que había sido una gran desilusión para él, pues este tenía un agudo sentido del humor, y ella era incapaz de comprender la más pequeña broma, y nunca se le había visto sonreír.

Tan aburrido llegó, a sentirse el rey junto a su hija, que prometió darla en matrimonio al que lograra hacerla reír, y tanto príncipes como campesinos, lo habían intentado, pero en vano.

Esa mañana, ambos, padre e hija, estaban en la iglesia de san Calixto, para honrar al santo con motivo de su fiesta.

Juanito repentinamente apareció con su ganso de oro, para ofrecérselo a san Calixto. Cuando la princesa vio a las tres hijas del posadero, al respetable señor cura, a los tímidos vicarios, al prefecto, a los sacristanes, al flautista, al cornetista, y a los muchachos del coro, pegados unos con otros, en pos del muchacho, estalló en carcajadas, y siguió riendo hasta que las lágrimas rodaron por sus mejillas.

Juanito dejó el ganso. de oro en los escalones frente al altar, y en ese momento el hechizo se rompió, y todo el mundo quedó libre.

—Joven —le dijo el rey—, has logrado que la princesa ría, así que es tuya. ¿Tienes algún inconveniente en casarte con ella?

—Ninguno —contestó Juanito—, siempre y cuando nos sirvan asado de ganso en el banquete de bodas.

Sc casaron allí, esa misma mañana. Y con el tiempo llegaron a ser los monarcas de su país, al que gobernaron con la justicia y prudencia con que tantos otros reyes y reinas, han gobernado sus propios países.

 

* Tomado del libro: “HABÍA UNA VEZ” (título original en inglés: Once Long Ago), los mejores cuentos infantiles de todo el mundo, relatados por Roger Lancelyn Green,ilustrado por Vojtech Kubasta .versión castellana de Mercedes Quijano de Mutiozábal . Publicado por Editorial Novaro-México . Primera Edición 1964