Las doce princesas danzarinas

03.01.2011 01:13

 

(Cuento Flamenco)Érase que se era un rey que tenía solamente doce hijas; tan hermosas, como las más hermosas prin­cesas del mundo.

Vivían en un magnífico castillo, y las jóvenes se da­ban vida de verdaderas princesas; se quedaban en la cama hasta tarde, y nunca se levantaban antes del me­diodía. Sin embargo, un misterio las rodeaba. A pesar de que todas las noches las encerraban en la enorme torre del castillo, en donde había doce camas de oro, y atrancaban la puerta de la torre con tres barras de hierro, en las mañanas aparecían los escarpines de sa­tén de las princesas, llenos de agujeros, como si los hubieran usado durante años.

Cuando se les preguntaba qué habían hecho durante la noche, invariablemente respondían:

—Pues dormir, claro está.

Y en realidad, nunca se escuchaba ni el más ligero ruido en la torre, pero los zapatos seguían apareciendo llenos de agujeros.

Por fin, lanzó el rey una proclama ofreciendo en ma­trimonio a una de sus hijas, además de una gran recom­pensa, al que lograra averiguar el porqué del desgaste de los escarpines de sus hijas. Muchos príncipes se pre­sentaron a probar suerte, y noche tras noche, uno de ellos montaba guardia ante la puerta de las princesas; pero, a la mañana siguiente, no solo aparecían los za­patos agujereados, sino que el príncipe había desapa­recido.

Cuando sucedió lo mismo a once príncipes, los demás se retiraron, dándose por vencidos, y el mismo rey perdió las esperanzas de aclarar el misterio.

Pero quedaba un aventurero, dispuesto a probar su suerte; era Miguelillo, el muchacho jardinero.

Vivía este lejos, en la falda de la montana, cuidando el ganado de sus vecinos, cuando se le apareció un hada, y le mostró a las princesas del castillo, durante un sueño. Después de haber contemplado tanta belleza, pensó el muchacho que nada valía la pena en su pueblo, y que ninguna de las jóvenes que conocía, merecía mi­rarse dos veces seguidas. Y salió en busca de fortuna, sin que nadie lo lamentara, pues tanto su padre como su madre, habían muerto hacía tiempo.

Entró el muchacho a trabajar al castillo como ayu­dante del jardinero mayor. Su primer trabajo consistió en preparar, cada mañana, doce ramos de flores y entregarles a las princesas. Era un trabajo de lo más agra­dable; se colocaba ante la puerta, en el momento en que las jóvenes salían; pasaban estas, una por una, to­mando su ramo, pero ignorando por completo a una persona tan humilde como el jardinerillo. Mas cuando Lina, la menor de todas, se detuvo un momento para tomar su ramo, le dirigió una mirada, y exclamó para si:

"Vaya que es buen mozo nuestro nuevo ayudante de jardinero!"

Y se alejó, pero llevándose el corazón de Miguelillo, cuyo único sueño, desde ese momento, fue conquistar a la princesita. ¡Un sueño imposible para un simple trabajador , donde tantos príncipes habían fracasado! Pero las hadas no habían llevado al muchacho hasta el castillo, nada mas por llevarlo...

Unas noches después que el joven soñaba con la princesa Lina, se le presentó un hada, resplandeciente de oro. En una mano llevaba dos arboles jóvenes, un laurel blanco y otro rosa; y en la otra mano, un rastrillo de oro, un balde, también de oro, y una toalla de seda.

—Miguelillo —habló el hada, con una voz tan suave como el susurro del viento entre las flores nocturnas—, he venido a ayudarte. Planta estos dos árboles; arregla la tierra a su alrededor con este rastrillo, riégalos con este balde, y limpia sus hojas con esta toalla. Cuando hayan alcanzado la altura de una joven de quince años, diles a cada uno: "Hermoso laurel, he cuidado la tierra con este rastrillo de oro; la he regado con este balde dorado, y he limpiado tus hojas con esta toalla de seda." Después, pídeles lo que desees, y los laureles mágicos te lo concederán.

Desapareció el hada, y, muy temprano a la mañana siguiente, Miguelillo plantó los dos arbolitos, rastrilló la tierra, la regó, y limpió las hojas, tal como le había ordenado el hada que lo hiciera. A los pocos días, los laureles habían crecido hasta alcanzar la altura de una quinceañera, y Miguelillo, dirigiéndose al laurel blan­co, le dijo:

—Hermoso laurel, he arreglado la tierra con este ras­trillo de oro, la he regado con este balde dorado, y he limpiado tus hojas con esta toalla de seda. Enséñame ahora, como volverme invisible.

Al instante brotó del laurel una pequeña flor blanca. La cortó Miguelillo, se la puso en el ojal, y, ya invisible, se dirigió a la enorme habitación de las doce princesas,

Acomodándose en uno de los rincones, resuelto a aclarar el misterio.

Poco después entraban las princesas, y la puerta fue cerrada y atrancada. Pero en lugar de meterse en sus camas, las jóvenes se vistieron con hermosos trajes y alhajas valiosas que sacaron de los armarios. Se calzaron sus escarpines de satén, y con sus ramos de flores en las manos, esperaron la orden de partida.

—Estáis listas? —preguntó la mayor de las princesas. —Completamente, hermana —contestaron las otras once, colocándose en fila tras la primera.

Dio esta tres palmadas, y se abrió, en el piso, una puerta que daba sobre una escalera. Bajaron por ella las princesas, y el invisible Miguelillo se apresuró a se­guirlas.

Pero iba tan de prisa, no fueran a cerrar la puerta antes de que él hubiera pasado, que pisó el vestido de la princesa Lina.

— ¡Alguien  nos sigue! — exclamó ésta — Sentí que pisaban mi vestido!

    ¡No seas tonta! —regañó la hermana mayor—. Siempre estás temerosa de algo. Seguramente se atoró tu vestido en un clavo.

Bajaron muchos escalones, recorrieron un pasadizo, al extremo del cual había una puerta que se abrió con solo tocarla, salieron a un pequeño bosque, brillante de rocío e iluminado por la luz de la luna, y lo cruza­ron. Las hojas de los arboles parecían salpicadas de oro y de diamantes. Llegaron, por fin, a la ribera de un lago, donde las esperaban unas góndolas, encada una de las cuales había un príncipe, con los remos en las manos, listos para alejarse.

Cada princesa subió a una de las góndolas, se sentó bajo el toldo de seda, y Miguelillo se deslizó en la úl­tima, a espaldas de la princesa Lina. El príncipe hundió los remos en el agua, y empezó a remar, pero como llevaba doble carga, no podía alcanzar a las otras góndolas.

—Vamos muy despacio esta noche —comentó la prin­cesa—. Más despacio que nunca. ¿Por qué?

—No lo sé —contestó el príncipe—, pues remo tan de prisa como puedo.

Llegaron a un palacio en el otro extremo del lago, donde se celebraba un baile fastuoso, y momentos des­pués las princesas encabezaban la brillante comitiva. Aun cuando había jóvenes hermosísimas, destacaban ellas por su belleza sin igual. Y a Miguelillo le pareció que la pequeña princesa Lina, opacaba fácilmente a todas las demás.

Hacia el alba, cuando sonó el reloj dando tres cam­panadas, los escarpines de las princesas estaban llenos de agujeros, pues no habían dejado de bailar desde que llegaron. Cesó la música a esa hora, y todos se dirigie­ron a las mesas para saborear un banquete digno de hadas: flores de azahar en almíbar, pétalos de rosa cristalizados, violeta azucarado, y otros bocadillos igualmente deliciosos.

Al terminar la cena, las doce jóvenes cruzaron de nuevo el lago, atravesaron el rutilante bosque, en don­de Miguelillo se detuvo un instante para cortar unas flores plateadas que le llamaron especialmente la aten­ción, y pensando en sus planes.

— ¿Qué ruido fue ése? —preguntó la princesa Lina

—No temas —contestó su hermana mayor—.* Tal vez fue la lechuza que ha anidado en la torrecilla.

Cuando llegaron a la escalera secreta, Miguelillo se adelantó, y abriendo una ventana de la habitación de las princesas, se deslizó hasta el jardín, por la enreda­dera que había en el muro. Al bajar, se tornó visible y empezó con su tarea de cada mañana, poniendo en el ramo de la princesa Lina, las flores plateadas que había cortado esa madrugada en el bosque.

Al verlas, se sintió Lina sumamente sorprendida, pero nada dijo a sus hermanas. Esa tarde, sin embargo, rnientras paseaba por los jardines, se encontró con Miguelillo y se detuvo, indecisa, para hablarle; mas cam­biando de opinión, prosiguió su paseo, sin decir nada.

Por la noche, salieron de nuevo las princesas, el invisible Miguelillo tras ellas. Hicieron el mismo re­corrido, y ya en el lago, el príncipe, compañero de Lina, notó que la góndola pesaba más que de costumbre.

—Tal vez sea el calor —comentó la princesa—. Yo misma me siento algo mareada y soñolienta.

Durante el baile, buscó la joven al jardinero por todos los rincones, pero fue en vano. Y al cruzar el bosque, ya de regreso, Miguelillo cortó unas hojas doradas.

—Que ruido fue ese? —preguntó la princesa mayor.

No lo sé; probablemente fue la lechuza que anida en la torrecilla —contestó Lina.

Pero cuando a la mañana siguiente vio las hojas do­radas, decidida, se dirigió al jardín, y, mostrándole el ramo, preguntó a Miguelillo:

¿De dónde son estas hojas?

Vuestra Alteza lo sabe muy Bien —contestó el joven.

--¿ Nos has seguido?

Si, Alteza.

¿Cómo pudiste hacerlo? No hemos visto ni tu sombra!

—Me escondí —contestó, lacónico, Miguelillo.

Conoces, pues, nuestro secreto —dijo la princesa—. Guárdalo, y te daré esta bolsa de oro.

—No vendo mi silencio —contestó con dignidad, el joven, alejándose de la princesa.

Durante las tres noches siguientes, Lina vigiló aten­tamente, pero no logró escuchar ruido sospechoso algu­no, mientras iban o regresaban del palacio mágico. Pero a la cuarta noche, oyó un crujido entre los arbustos, y por la mañana encontró unas flores de diamantes, mezcladas entre las otras de su ramo.

¿Conoces la recompensa que ha ofrecido mi padre por nuestro secreto? —preguntó a Miguelillo cuando lo encontró en el jardín.

—Sí, Alteza —contestó el muchacho.

—¿Se lo dirás?

No, Alteza.

— ¿Por qué no? ¿Tienes miedo?

Pero Miguelillo, por toda respuesta, se inclinó pro­fundamente. Las otras princesas, mientras tanto, se burlaban de Lina por las visitas que hacia al jardinero.

— ¿Por qué no te casas con él? —Se mofaba la ma­yor—. Serias la esposa del jardinero, vivirías en una ca­baña y trabajarías el día entero ¡Hasta podrías traer nuestros ramos cada mañana!

La joven se sentía muy desgraciada, y decidió comunicarles a sus hermanas que Miguelillo había descubier­to su secreto.

¡Debemos librarnos inmediatamente de él! —dijo la princesa mayor—.Solo estaremos seguras cuando haya sido encerrado en un calabozo!

—Hace muchos días que conoce nuestro secreto —lo defendió Lina—, y no se lo ha dicho a nadie. Si lo mandáis a un calabozo, yo misma le diré todo al rey. No, pongámoslo a prueba como a los otros príncipes que son nuestros compañeros de baile en el palacio mágico. Invitémoslo al baile, y durante la cena, le da­remos la copa mágica que hace perder la memoria.

Cuando Miguelillo recibió la orden de acompañarlas esa noche, se inclinó respetuosamente ante la princesa mayor, contestando:

—Obedeceré, Alteza.

Pero antes, visitó a sus laureles mágicos.

—Hermoso laurel rosa —le dijo—, he arreglado la tierra con este rastrillo de oro; la he regado con este balde dorado, y he limpiado tus hojas con esta toalla de seda. Vísteme, te lo suplico, como un príncipe.

Inmediatamente apareció en el árbol una bella flor rosada, y al tomarla Miguelillo, sus ropas se convirtie­ron en un hermoso traje de terciopelo negro, tan negro, como los ojos de la princesa que amaba; la flor rosada, rodeada de brillantes, era un rico broche que lucia en el hombro.

Se presentó al rey, pidiéndole su venia para tratar de aclarar el secreto de los escarpines. Era tan bien pare­cido, y tan noble su apariencia, que nadie en el palacio lo reconoció.

Cuando las doce princesas subieron a la torre y fue­ron encerradas, encontraron a Miguelillo, esperándolas.

Pero esa noche las acompañó ya sin ningún misterio. Al llegar al palacio mágico, bailó con cada una de ellas y tuvieron que reconocer que era un compañero verda­deramente encantador.

Mas cuando le tocó el turno a la princesa Lina, se sintió tan intimidado, que no pudo dirigirle ni una pa­labra, y ella se burló de él.

— ¿Eres tan orgulloso que ni siquiera me hablas? ¿Tan engreído, porque vistes ahora ropas de príncipe, y no de jardinero?

—No temas —le contestó Miguelillo dulcemente—. No serás la esposa de un jardinero.

La princesa lo contempló con los ojos muy abiertos y con una expresión de temor en el rostro, y, sin en­contrar, ella esta vez, nada qué contestar.

No mucho después, ya estaban los escarpines aguje­reados. El reloj dio tres campanadas, y todos se diri­gieron a las mesas. Se servía, esa noche, un gran ban­quete y una enorme variedad de vinos, pues el plan de las princesas era que Miguelillo se aturdiera. Pero el joven tuvo sumo cuidado con las bebidas, y logró con­servar la cabeza despejada.

Ya para terminar la cena, la princesa mayor le pre­sentó una copa de oro, diciéndole:

—El palacio mágico ya no guarda secreto alguno para ti. Bebe, pues, este vino como testimonio de tu triunfo, y serás libre para volver cuando así lo desees.

Miguelillo tomó la copa sin vacilar, y contestó:

—Altezas, aun cuando permanecía invisible mientras planeabais mi perdición, y aun cuando sé que este vino será causa de mi desgracia, lo bebo con todo gusto, puesto que es el deseo de aquélla a quien amo sobre todas las cosas. ¡A tu salud, princesa Lina!

Lo llevó a sus labios, pero la joven gritó bruscamente: — ¡No lo bebas! ¡No me importa ser la esposa de un jardinero!

Y empezó a llorar. Sin perder tiempo, Miguelillo arro­jó el vino, y rodeando la mesa, se arrodilló ante Lina.

Y en ese momento mismo, se rompió el hechizo, y los once príncipes encantados, se arrodillaron también a los pies de la princesa, que cada uno había elegido.

Y por parejas se dirigieron hacia el castillo, cruzando el lago y el bosque. Y conforme se alejaban, el palacio, el lago, los bosques y el pasadizo secreto, desaparecían para siempre. Tan pronto como la puerta de la habitación de las princesas se abrió, se presentaron ante el rey, acompañadas de sus príncipes, y Miguelillo le en­tregó la copa de oro y le explicó el misterio de los es­carpines.

—Has triunfado —le dijo el monarca—, escoge a la princesa que desees por esposa.

—La escogí desde el momento que mis ojos la con­templaron por primera vez —contestó Miguelillo, el ayudante del jardinero mayor, mientras la princesa Lina deslizaba su mano en la de él.

Pero no se casó con un jardinero, pues Miguelillo fue elevado por sus meritos a la categoría de príncipe. Y fueron muy felices.

El día de la boda, sin embargo, la princesa Lina no pudo dominar su curiosidad, y pidió a su esposo que le revelara el secreto de su invisibilidad. Y cuando Mi­guelillo le mostró los laureles, los quiso como regalo de bodas; el joven accedió, y la princesa los mandó quemar hasta que fueran ceniza, pues no deseaba que poder mágico alguno se interpusiera entre ellos.

Y es por esto que las jóvenes campesinas de Bélgica, mientras bailan a la luz de la luna en las noches tibias de verano, cantan hasta nuestros días:

Ya no pasearemos por los bosques,

 los laureles han desaparecido.

Nuestros amores también se han ido,

Y solas, solas nos encontramos

 

* Tomado del libro: “HABÍA UNA VEZ” (título original en inglés: Once Long Ago), los mejores cuentos infantiles de todo el mundo, relatados por Roger Lancelyn Green,ilustrado por Vojtech Kubasta .versión castellana de Mercedes Quijano de Mutiozábal . Publicado por Editorial Novaro-México . Primera Edición 1964

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