El pájaro mágico

17.04.2012 00:15

(Cuento Persa)

Había una vez un viejo que recogía hojas y hierbas, que tenía una bella y joven esposa y dos hijos llamados Ahmad y Mahmad. Un día, estaba el viejo en lo alto de la montaña, cuando un pájaro mágico puso un huevo sobre su montón de hierbas. Llevó el huevo a su hogar, y su esposa, notando que había algo extraño en él, lo vendió a un mercader, por doscientas piezas de oro.

El viejo se sintió sumamente satisfecho cuando se enteró de lo que su esposa había recibido, y le dijo:

—Ten cuidado de no decirle a nadie dónde conseguimos el huevo, pues es un regalo especial para nosotros.

Al día siguiente, el pájaro mágico puso otro huevo sobre el montón de zarzas que había juntado el viejo; y cuando su esposa lo llevó al mercado y volvió a recibir por él otras doscientas piezas de oro, el mercader que lo compró decidió consultar a una bruja.

—Estás a punto de hacerte rico —le dijo la vieja hechicera—. Todo lo que tienes que hacer es apoderarte del pájaro mágico que puso estos huevos, y matarlo. El que conserve en su poder la cabeza del pájaro mágico, será el soberano absoluto de un país; y el dueño de las garras, encontrará todas las mañanas, bajo su almohada, cien piezas de oro.

Urdieron entonces un plan el mercader y la bruja: ésta daría un filtro a la esposa del viejo recogedor de hierbas para que se enamorara tan perdidamente de Malik, el mercader, que estuviese dispuesta a hacer cualquier cosa por conseguir su amor.

No pasó mucho tiempo antes que la mujer, instigada por las esperanzas que le daba la bruja, convenciera a su esposo para que matara al pájaro que tan generosamente les regalaba sus huevos, y lo trajera a su hogar. Cuando por fin lo tuvo en sus manos, preguntó a su consejera qué debería hacer con él.

—Prepara una sopa —recomendó la bruja—. Asegúrate de poner la cabeza y las garras. Mientras tú la preparas, yo iré por el mercader. En cuanto él haya tornado la sopa, te amará diez veces más de lo que tú lo amas y huirá contigo.

La estúpida mujer siguió los consejos de la bruja, pero como el mercader tardaba en llegar, dejó la sopa en el fuego y salió a esperarlo.

Mientras esperaba, llegaron de la escuela sus hijos

Ahmad y Mahmad, olieron el sabroso guiso y se sirvieron abundantes raciones. Al terminar, Alienad cogió la cabeza del pájaro mágico para guardarla como amuleto y Mahmad se quedó con las garras.

Poco después entraba la mujer del viejo, acompañada del mercader. Al servirse, vio Malik que la cabeza y las garras del pájaro habían desaparecido, y exclamó:

—;Poco amor debes de sentir por mí, puesto que sólo me das las sobras de tu comida! Alguien se ha servido de la olla, dejando muy poco...

—No ha sido mi culpa —se defendió ella—. Mis hijos deben haber regresado de la escuela, y seguramente fueron ellos los que se comieron la sopa. Espera un poco y prepararé otra, para ti solo.

— ¡No tiene caso! —Explotó el mercader—. Lo que yo quería era la cabeza y las garras del pájaro mágico que habías guisado. Tus hijos deben de haberlas cogido para usarlas como amuletos. Si realmente me amas, hazlos venir; yo les daré una hierba para que duerman. Mientras estén dormidos, les quitaremos sus amuletos.

—Se hará como deseas —contestó la mujer—. Siéntate, ellos vendrán dentro de un instante y les daremos la hierba para que duerman.

Pero sucedió que Ahmad y Mahmad habían escuchado todo, escondidos detrás de la puerta; y temiendo por sus vidas, huyeron a las montañas.

Cuando el mercader comprendió que se le había escapado la oportunidad de apoderarse de la cabeza y las garras del pájaro mágico, insultó a la esposa del recogedor de hierba y le dijo que nunca la había amado, que todo había sido una comedia, con el único objeto de conseguir el pájaro mágico.

Echóse la mujer a llorar, y lloró tanto, que acabó por quedarse ciega. El recogedor de hierba, desesperado por la pérdida de sus hijos y por la vergüenza que había caído sobre su mujer, lloró también, y también se quedó ciego de tanto llorar.

Los mancebos, sin embargo, no se habían perdido. Viajaron juntos durante muchos días; cada mañana, Mahmad encontraba cien piezas de oro bajo su almohada. Y un día, llegaron a una bifurcación en el camino, en donde destacaba una gran piedra con una inscripción. Se acercaron, y leyeron en ella que si dos viajeros seguían juntos por uno de los caminos, morirían. Pensando que lo mejor era separarse, se despidieron tristemente; y se alejaron, uno por el primer sendero, y el otro por el segundo.

Caminó Mahmad durante muchos días, y llegó por fin a un magnífico castillo, en las afueras del cual encontró a varios jóvenes que lloraban desconsolados.

— ¿Por qué lloráis? —preguntó Mahmad.

—Somos hijos de ricos mercaderes —le contestaron—, y tratamos de conseguir el amor de la dama del castillo, pero fracasamos. Como ella permite que cualquier hombre pase una noche en el castillo, mediante el pago de cien piezas de oro, hemos gastado nuestras fortunas, sin lograr nada, y no nos atrevemos a regresar a nuestros hogares y contar la triste historia.

"¡Este es precisamente el lugar indicado para mí!", pensó Mahmad, al oír las explicaciones de los jóvenes, y decididamente llamó a la puerta del castillo.

—Tengo cien piezas de oro —dijo, en cuanto le abrieron—. ¿Puedo entrar y pasar aquí la noche?

—Claro que sí —fue la contestación.

Lo atendió regiamente una de las jóvenes esclavas de la dama, quien, al amanecer, le dijo:

—Ya es hora de que te vayas.

—Todavía no —contestó el mancebo—. Me quedaré otra noche.

Y sacando de debajo de su almohada otras cien piezas de oro, las entregó a la esclava.

Fuese ésta corriendo a informar a la dueña del castillo, quien exclamó:

— ¡Ah! Este hombre debe tener en su poder las garras del pájaro mágico.

Y aquella noche, lo atendió ella misma; pero le dio a beber vino mezclado con polvos mágicos, y en cuanto se durmió, le quitó el amuleto y se lo colgó alrededor del cuello. A la mañana siguiente, ordenó que lo echaran del castillo y lo llevaran hasta las montañas.

Mahmad caminó sin rumbo, durante muchos días, hasta que llegó a un enorme desierto, en el centro del cual encontró a tres hombres que discutían y peleaban.

— ¿Quiénes sois y por qué peleáis? —les preguntó.

—Somos los hijos de Malik, el mercader de Bidabad —contestaron—. Nuestro padre murió y hemos gastado toda su fortuna, y vendido cuanto tenía, excepto estos tres objetos mágicos, que consideraba como su más preciado tesoro. Y discutíamos porque no podemos decidir con cuál se ha de quedar cada uno de nosotros.

Cuando Mahmad comprendió que eran los hijos del hombre que había engañado a su madre, y por cuya causa él y Ahmad huyeran de su hogar, les dijo:

 

—Yo lo decidiré, pues soy un famoso juez. Decidme cuáles son los objetos.

—En esta bolsa —explicó el hermano mayor—, se encontrará cualquier cosa que se desee. Esta alfombra, al ordenarle "Por Sulcman-ben-Daoud, llévame a tal parte", obedecerá inmediatamente. Y la pintura que hay en este frasco, aplicada en los párpados, tornará invisible al que la use. Decide ahora, sabio juez, cuál de nosotros deberá conservar cada uno de estos objetos.

—No será difícil —sentenció Mahmad—. Con mi arco, dispararé una flecha a través del desierto; aquel que la recoja y me la traiga primero, se quedará con los tres objetos.

Parecióles bien a los jóvenes, que salieron corriendo como gamos tras la flecha, en cuanto la disparó Mahmad. Este, mientras corrían, recogió la bolsa y el frasco, se acomodó sobre la alfombra y ordenó:

—Por Suleman-ben-Daoud, te conmino a que me lleves al castillo de la dama.

Cuando llegó a su destino, escondió cuidadosamente sus tesoros, y unos momentos después, llamaba a la puerta del castillo.

—Así que has regresado —le dijo la dama, cuando lo llevaron a su presencia.

—He vuelto, pues traigo un tesoro —contestó Mahmad—. Si vienes conmigo hasta el 'pie de la montaña, te lo enseñaré.

Esto picó la curiosidad de la dama, y aceptó. Tan pronto como se acomodaron sobre la alfombra mágica, dijo el joven:

—Por Suleman-ben-Daoud, te ordeno que nos lleves al árbol maravilloso en la mitad del océano.

Después de varios días de viaje, llegaron a la pequeña isla del árbol maravilloso, aislada del mundo entero.

Se casaron en la ínsula, y no carecieron de nada, pues bastaba que formularan un deseo, para que la bolsa mágica lo convirtiera en realidad.

—Ahora que soy tu esposa —dijo la dama al cabo de unos cuantos días—, confíame el secreto de tus tesoros mágicos.

Olvidóse Mahmad de su experiencia anterior, y, actuando como un tonto, reveló su secreto.

"Lo dejaré aquí hasta que muera", pensó la dama, en cuanto Mahmad habló.

Y cuando se distrajo el joven unos momentos, subió a la alfombra mágica, sosteniendo en sus manos la bolsa y el frasco, y ordenó:

—Por Suleman-ben-Daoud, te conmino a que me lleves a mi castillo.

Mahmad sólo tuvo tiempo de mirar hacia arriba v contemplar a la dama volando sobre su alfombra. Hundió la cabeza entre las manos, llorando y lamentándose.

— ¿Por qué hablé? Ahora no podré alejarme nunca de esta isla, y pronto moriré de hambre, pues no hay nada qué comer.

Llorando se quedó dormido, y despertó al escuchar a dos pichones que hablaban sobre el árbol maravilloso. —Didu, didu —dijo el primero.

—Hermana, hermana —contestó el segundo. —¿Sabes quién es este hombre?

—No.

—Es Mahmad. ¿Y sabes lo que debería de hacer? —No.

—Si despertara y escuchara, se lo diría.

—¡Hermana, estoy despierto! —Exclamó Mahmad—. ¡Por Alá, dime qué es lo que debo hacer!

—Coge un poco de la corteza del árbol maravilloso —explicó el pichón—, y amárrala bajo tus pies; podrás caminar sobre el mar, como si caminaras sobre la tierra. Coge también una ramita del árbol, y cuando golpees a cualquier persona con ella, y digas al mismo tiempo "¡Toma!", se convertirá en un borrico; pero si lo golpeas de nuevo, diciendo "¡Adán!", volverá a convertirse en hombre. Por último, coge algunas hojas; si frotas con ellas los párpados de un hombre ciego, recobrará la vista.

Saltó Mahmad entusiasmado y los pichones se alejaron volando. Pero uno de ellos gritó:

— ¡Hombre de poca paciencia! Si me hubieras dado más tiempo, te hubiera hablado de una maravilla mayor aún que las que ya te confié.

Raspó Mahmad la corteza del árbol y amarró los pedazos alrededor de sus pies; cortó en seguida una rama y, sosteniéndola con una mano, con la otra metió en sus bolsillos un buen puñado de hojas. Se dirigió después hacia el agua, y comenzó a caminar sobre ella con la misma facilidad con que lo hacía sobre tierra firme.

Avanzó con toda rapidez y no se detuvo hasta que llegó al castillo de la dama.

— ¿Cómo pudiste llegar hasta aquí, si estabas al otro lado del mar? —preguntó la joven al verlo.

Llamó a sus sirvientes y les ordenó:

—No dejéis que este mentecato entre en mi castillo. Perseguidlo hasta que no le queden deseos de volver.

— ¿Mentecato? —gritó Mahmad, indignado—. ¡He venido a darte una lección a ti, más que mentecata!

Llegaron los criados dispuestos a echarlo fuera, pero los golpeó con la rama del árbol maravilloso y quedaron convertidos en borricos. Pudo entonces entrar en el castillo, y cuando estuvo frente a la dama, la tocó también con la varita, exclamando "¡Toma!" y quedó igualmente convertida en un asno.

Colocó en seguida unas grandes canastas sobre su lomo y la tuvo acarreando tierra hasta que llegó la noche, y entonces la llevó al establo, dándole únicamente la paja despedazada que había quedado esparcida por el suelo.

—Veamos ahora cómo, una mujer que ha pasado su vida entre halagos y mimos, disfruta comiendo lo que otros animales han dejado —le dijo.

El pollino agachó la cabeza por toda contestación, mientras grandes lágrimas rodaban por su cara.

—No levantaré el hechizo, hasta que me digas en dónde has escondido las garras del pájaro mágico, que eran mi amuleto —añadió Mahmad—, y me devuelvas mi alfombra mágica, mi bolsa y mi frasco.

Pero el borrico seguía con la cabeza agachada, sin responder, pues, desgraciadamente, no sabía hablar.

Por fin, descubrió Mahmad el amuleto, colgando de su cuello; lo cogió, y golpeando al borrico con su varita, exclamó "¡Adán!", recobrando aquél su forma de mujer, tan hermosa como siempre.

Pidióle perdón por todo lo que había hecho y prometió que nunca volvería a engañarlo; la perdonó Mahmad y se instalaron en el castillo, viviendo muy felices.

Al poco tiempo, les llegó un mensaje de Ahmad, el hermano de Mahmad, cuya fortuna había sido mayor, pues lo habían elegido soberano de un país vecino.

Mahmad y su dama salieron inmediatamente a visitarlo, y el rey Ahmad los recibió con lágrimas de felicidad en los ojos.

Mandó el rey por sus padres, y los trajeron, ciegos y arruinados, después ele tantos años de sufrimientos. El rey Ahmad preguntó:

—Madre, ¿qué mal te hicimos para que desearas nuestra muerte? Merecerías seguir estando ciega y sufriendo; pero, como no podemos olvidar que eres nuestra madre, trataremos de aliviar tus penas.

Frotó Mahmad con las hojas del árbol maravilloso los párpados de sus padres, e inmediatamente recuperaron ambos la vista.

Se besaron y perdonaron, y todos fueron muy felices hasta el fin de sus días.

* Tomado del libro: “HABÍA UNA VEZ” (título original en inglés: Once Long Ago), los mejores cuentos infantiles de todo el mundo, relatados por Roger Lancelyn Green,ilustrado por Vojtech Kubasta .versión castellana de Mercedes Quijano de Mutiozábal . Publicado por Editorial Novaro-México . Primera Edición 1964