Periquillo y las alubias maravillosas

16.12.2011 23:48

(Cuento Inglés) Hace muchos años, había una viuda muy pobre que vivía con su hijo Periquillo en una pequeña cabaña, construida sobre la falda de una montaña tan hermosa y tan alta, que parecía elevarse hasta las nubes.

La viuda hacía lo que podía, pero Periquillo era demasiado joven para ganar algún dinero, y no parecía del todo listo, así que, al final de un crudo invierno, como casi se morían de hambre, la viuda resolvió vender su única vaca.

Periquillo — le dijo—, no tiene remedio. Ve al mercado y vende nuestra vaca. Tendremos que pasarnos sin leche, pero te darán una buena cantidad por el animal, con la que podremos comprar comida durante varios meses.

Partió Periquillo, obediente, con la vaca, y no tardó en encontrar a un carnicero, quien, al saber que la vendía, le dijo:

—Está muy delgada tu vaca, hijo mío; pero para ahorrarte el largo camino hasta el mercado, te la compraré. Es decir, no te la compraré, sino que te la cambiaré por esta gran bolsa de alubias. Son las mejores del mundo, y las más caras, así que saldrás ganando con el cambio.

Periquillo miró las alubias que eran, en verdad, hermosas, y cuando el pícaro carnicero añadió que valían cien libras, ya no dudó.

Volvió a su hogar con las alubias, y su madre se puso tan furiosa, y tan triste a la vez, por la pérdida de su única vaca, que, enojada, lo echó de la casa, ordenándole que no entrara hasta que fuera hora de dormir.

"Bien —pensó Periquillo--, es una lástima que también se pierdan las alubias, así que las sembraré."

Y las plantó a lo largo de la falda de la montaña.

A la mañana siguiente, se levantó muy tempranito para evitar que su madre lo regañara nuevamente, y salió al jardín. Asombrado, vio que las alubias habían crecido tanto durante la noche, que cubrían toda la montaña, y desaparecían en la cumbre.

 

"Será fácil subir por ellas" —pensó Periquillo contemplando los gruesos tallos. Y empezó a trepar, con la destreza de un marinero.

En el momento en que empezaba a cansarse y a sentir miedo de mirar hacia abajo, llegó a la cumbre de la montaña, y se encontró en una verde y alegre pradera en cuyo centro había un hermoso castillo.

Lleno de curiosidad, se dirigió el muchacho al edificio y llamó a la puerta. Escuchó unas fuertes pisadas en el interior, y un momento después, Periquillo se encontró frente a una fea y altísima mujer, que tenía un solo ojo colocado exactamente sobre su repulsiva nariz.

— ¡Ah, ah! — Gritó y atrapó a Periquillo antes de que éste tuviera tiempo de escapar

—. ¡Precisamente lo que necesitaba! Estoy cansada de ser la sirvienta del gigante. Ahora tú serás mi criado, lavarás los platos y harás el trabajo pesado. Entra, y empieza; pero cuando venga el gigante, deberás esconderte, pues de otra manera te comerá, como se ha comido a todos los que han venido antes.

—Estoy dispuesto a trabajar —dijo Periquillo, sonriéndole dulcemente —. Pero tendrás que esconderme cuando el gigante regrese.

Periquillo barrió la cocina y limpió el piso; y estaba a punto de terminar una estupenda cena, cuando se escucharon, muy cerca, unos fuertes pasos.

— ¡Es el gigante! — Exclamó la vieja—. Pronto, escóndete en mi armario. No se le ocurrirá buscarte ahí.

Y Periquillo se escondió en el mueble, y un momento después, por el ojo de la cerradura, contemplaba a un enorme gigante, con largos y agudos dientes. Al entrar en la cocina, el gigante cantaba con voz estentórea, que parecía un trueno:

¡Tra, Ia, la! ¡Tra, la, la!

Huelo sangre de un rapaz,

Y vivo o muerto, como sea,

Sus huesos moleré en la polea Y todo él me lo comeré.

— ¡Tonterías! — Exclamó la mujer, que era la esposa del gigante—. Lo que hueles es el estupendo asado de elefante que he preparado para tu cena.

Así que el gigante se sentó, y comió y bebió en tal forma, que le dio un hipo terrible que le hacía saltar como un volcán en erupción. Después, echó su silla para atrás, se soltó el cinturón, y gritó:

— ¡Tráeme mis sacos de dinero!

La mujer colocó dos grandes bolsas sobre la mesa, y se fue a la cama. El gigante se quedó entretenido contando sus monedas de oro. Cuando se cansó, volvió a meterlas a los sacos, se quedó profundamente dormido, y empezó a roncar.

Sus ronquidos semejaban los truenos de una tormenta, y Periquillo, al suponer que nada lo despertaría, salió con toda precaución del armario, tomó las dos bolsas de oro, y abandonó silenciosamente el castillo. Bajó por los tallos de las alubias, iluminado por la luna, y llegó a su cabaña. Su madre lloró de alegría al verlo sano y salvo, y también al ver los sacos de oro que les permitirían vivir sin apuros durante muchos años.

Periquillo, sin embargo, pensaba constantemente en hacer otra visita al castillo del gigante; y no había pasado mucho tiempo, cuando subió nuevamente por las alubias, después de teñirse el cabello de obscuro y haberse puesto una chaqueta de piel y pantalones de lana, en lugar de sus viejas ropas.

Al llegar al castillo, la mujer del gigante no lo reconoció, pues como sucede con la mayoría de los gigantes, era lenta de entendederas; así que lo recibió exactamente como en la primera ocasión.

Y por segunda vez, se escondió el muchacho en el armario al llegar el gigante farfullando su cruel tonadilla, y lo espió por la cerradura, mientras se comía un buey entero, dejando sólo los huesos, completamente limpios.

— Ahora —bramó el gigante, recostándose en su silla y soltándose el cinturón—, tráeme mi gallina mágica. ¡Ah! Si no la tuviera, tendría que salir y matar a otros cuantos caballeros y robarles sus tesoros, como tuve que hacer con el dueño de este castillo.

La mujer colocó una gallina de color obscuro sobre la mesa, y se fue a la cama, mientras el gigante se inclinaba hacia la gallina y le ordenaba:

— ¡Pon un huevo!

La gallina obedeció en el acto y puso un hermoso huevo de oro.

— ¡Pon otro huevo! —ordenó nuevamente el gigante, y la gallina volvió a obedecer. Cuando el gigante hubo llenado una bolsa con los huevos de oro, se durmió profundamente y empezó a roncar con tal fuerza que parecía una locomotora.

Saltó Periquillo fuera del armario, tomó la gallina mágica y salió silenciosamente, rumbo a su hogar, por el mismo camino que usara al subir.

A pesar de los tesoros que había sacado del castillo, nuestro amigo no estaba satisfecho del todo, y un día de verano, se tiñó el pelo de negro, se pintó la cara con el jugo de unas nueces, para darse el aspecto de un gitano, y volvió a trepar por las alubias maravillosas.

Al llegar al castillo, la mujer del gigante lo recibió y como en las ocasiones anteriores y lo puso a trabajar.

—Deberás esconderte cuando venga el gigante —le explicó—, o serás el postre de su cena. Y no te atrevas a tocar nada, pues últimamente nos han robado, y el gigante ha jurado colgar por los pies a los ladrones, en cuanto los encuentre.

Un momento después, temblaba el castillo bajo las pisadas del gigante, y Periquillo voló a esconderse en el armario. Pero tan pronto como la mujer desapareció para abrir la puerta, salió de su escondite, y se metió al horno.

El gigante entró gritando y cantando como siempre:

¡Tra, la, la! ¡Tra, la, la!

Huelo sangre de un rapaz,

Y vivo o muerto, como sea,

Sus huesos moleré en la polea Y todo él me lo comeré.

— ¡Tonterías! —Exclamó la mujer—. Te estás volviendo viejo y tonto, y ya no tienes tan buen olfato. Lo que huele, son los borregos empanizados que he puesto a freír para tu cena.

Y se sentó el gigante frente a la mesa, y un momento después devoraba los borregos, haciendo tal cantidad de ruidos, que parecía una caldera. Al terminar, retiró su silla, se soltó el cinturón, y gritó:

— ¡Tráeme mi arpa!

La mujer colocó una bellísima arpa de oro sobre la mesa y se fue a la cama. Pero al pasar frente al armario, le echó la llave, y se la guardó en el bolsillo.

Mientras tanto, el gigante tomaba entre sus manazas el arpa y le ordenaba:          

— ¡Toca para mí! —y tocó el arpa, por arte de magia, una dulce melodía—. ¡Toca algo más alegre! —ordenó el gigante.

Y el arpa tocó una jota.                     

— ¡Ahora, una canción de cuna, y canta también hasta que me duerma! —volvió a ordenar el hombretón.

El arpa cambió el ritmo de sus notas y cantó suavemente, con una voz que invitaba al reposo, hasta que el gigante comenzó a roncar, como si un terremoto sacudiera la tierra.

Cuando Periquillo calculó que no había peligro, salió del horno, tomó el arpa y corrió a la puerta. Al salir, la hermosa noche veraniega se iluminaba con las primeras luces del alba. El arpa empezó a cantar con voz temblorosa:

¡Señor mío; despierta pronto, por piedad, Y sálvame en mi hora de necesidad!

El gigante se despertó bramando como un rebaño de toros bravos y se lanzó fuera de la cocina, persiguiendo a Periquillo.

Pero éste era ligero de pies, y a pesar de las zancadas del gigante, logró conservar su ventaja, y echándose el arpa sobre los hombros, se deslizó de la orilla de la montaña hasta su maravillosa escalera.

Y bajó con la pericia y rapidez con que un marinero baja por el mástil de su barco, mientras el arpa seguía gritando con voz trémula:

— ¡Por aquí, por aquí, seguidme, volad, pues me llevan contra mi voluntad!

Por fin llegó Periquillo hasta abajo, corrió a la cabaña, y un instante después salió con su hacha.

Bajo la tenue luz del nuevo día, Periquillo podía ver en lo alto al gigante deslizándose por los troncos de las alubias y farfullando terribles amenazas. Pero empuñó su hacha, decidido, y con unos cuantos golpes, cortó de raíz la planta maravillosa.

En un momento, los tallos perdían toda su vida y se marchitaban rápidamente, desgajándose de la montaña, y cayendo con gran estrépito. El gigante, que todavía estaba a gran altura, cayó también, rompiéndose la cabeza y quedando tendido en el jardín.

Y mientras Periquillo y su madre contemplaban asustados, aunque ya tranquilos, al gigante muerto, el arpa mágica, cambiando su estribillo triste y quejumbroso, cantó:

 

Tuya soy, señor;

pues el gigante murió.

Sacos, huevos de oro y uno que otro tesoro,

están ya en manos de su verdadero poseedor.

Y yo soy libre de nuevo

                   del gigante cruel y artero.
                   Vive pues, feliz y en paz
                   nada temas, nunca más.

               

* Tomado del libro: “HABÍA UNA VEZ” (título original en inglés: Once Long Ago), los mejores cuentos infantiles de todo el mundo, relatados por Roger Lancelyn Green,ilustrado por Vojtech Kubasta .versión castellana de Mercedes Quijano de Mutiozábal . Publicado por Editorial Novaro-México . Primera Edición 1964